Enlace Judío México e Israel.- El Marxismo ha dejado una huella imborrable en la humanidad, pero en términos generales, sus propuestas económicas no resultaron malas, sino pésimas. La idea de Karl Marx fue una extraña mezcla de modernidad y tradicionalismo judío, y vale la pena considerar algunos puntos en los que los paradigmas bíblicos pueden aportar muchas y buenas ideas. Por lo menos, más funcionales que las de Marx.

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El Judaísmo también dejó su huella en la filosofía marxista, ya que el anhelo por ver una sociedad mejor para la gente marginada, desposeída y oprimida tiene su origen, fuera de toda duda, en la Biblia. Y no es de balde que Marx viniera de la distinguida familia rabínica Levy-Mordejai (de hecho, Marx sólo es la germanización de Mordejai).

Sin embargo, Marx tuvo una limitante que incluso podría ser considerada un severo error metodológico: asumir que desde su entorno exclusivamente europeo podía proponer un proyecto económico y social de validez universal.

Es un error que siguen cometiendo muchos de sus seguidores contemporáneos. Por ejemplo, es bastante frecuente que afirmen que la religión no es un verdadero causal de los conflictos en Medio Oriente, sino que es exclusivamente un pretexto para disimular los intereses económicos (siempre apelan al petróleo) de quienes ordenan o dirigen las guerras.

Pero eso es falso. En la sociedad occidental podría tener cierto margen amplio de precisión, pero es sólo porque somos una sociedad eminentemente laica. Y eso, apenas desde finales del siglo XVIII. Las sociedades islámicas están en otra fase de desarrollo, y en su entorno el componente religioso sigue siendo fundamental por derecho propio.

Otro error del Marxismo fue la noción de que opresores y oprimidos se contraponen por definición y están en conflicto permanente. Tal y como lo podemos ver en muchas sociedades (incluso en occidente), los conflictos y la violencia no siempre se rigen por la geometría opresor vs oprimido. En muchas ocasiones, son oprimidos que defienden o apoyan a sus opresores combatiendo contra otros oprimidos que apoyan a otros opresores. Por supuesto, Marx habló de la necesidad de crear eso que llamó conciencia de clase para depurar estas dinámicas y lograr que todos los oprimidos se pusieran en contra de todos los opresores, pero todas las estrategias marxistas para ello simplemente han sido un fracaso. Por una parte, no lograron que los oprimidos se unieran en una sola cruzada contra “los opresores”. Por otra, provocó que al interior de muchos grupos supuestamente oprimidos, pronto aparecieran nuevos opresores. En los casos más extremos de este fenómeno (como las Revoluciones Rusa y Cubana), la llegada de los “oprimidos” al poder terminó por convertirse en el establecimiento de nuevas dictaduras donde la relación entre quienes podían describirse como oprimidos u opresores siguió siendo exactamente la misma.

¿Qué paradigmas nos propone la Biblia y la tradición judía? Por supuesto, el de justicia y paz es fundamental. Especialmente por la noción de que la paz sólo puede ser resultado de la justicia. Una paz que no se fundamenta en una sociedad justa no es paz, sino control gubernamental. Generalmente, basado en el miedo.

También está el paradigma de que dicha justicia se refleja directamente en el trato que reciben los desposeídos y marginados, identificados en la Biblia como “las viudas y los huérfanos”. Mención especial requieren los extranjeros, hoy llamados “inmigrantes”. Es decir, las personas que han llegado de otro país en la evidente búsqueda de mejores condiciones de vida.

La Biblia lo expresa de un modo sorprendente. La idea es tratar de manera misericordiosa al extranjero “porque extranjeros fuistéis en la tierra de Egipto”. No se trata nada más de empatía. Allí se sugiere una realidad que se nos olvida con mucha facilidad: no existen las identidades puras. Todos somos descendientes de inmigrantes (“extranjeros”), y hay que mantener vivo el recuerdo de ese pasado difícil para garantizar un trato humano y correcto a quien ahora se encuentra en esa desventaja.

En términos generales, cualquier marxista estaría de acuerdo con todo lo anterior. Pero la Biblia rompe con una de las nociones básicas del Marxismo al dar por sentado la existencia de la propiedad privada. Nos dice: “no codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni ningún otro bien de tu prójimo” (Éxodo 20:17).

Por supuesto que ya se superaron (o se deben superar) los paradigmas patriarcales (ver a “la mujer” como propiedad del prójimo) o esclavistas (la misma situación con “el siervo” y “la criada”). Pero lo que sigue intacto es la noción de propiedad privada: el ser humano tiene derecho a tener sus propias cosas.

Sin embargo, hay un capítulo de la Torá donde esta noción se diluye hasta cierto punto y de un modo bastante retador –me atrevo a decir que tan retador como el Marxismo o cualquier otra doctrina “revolucionaria”– propone un mecanismo para garantizar la buena salud del tejido social.

Se trata de Levítico 25 y el tema es el reposo sabático de la tierra junto con el concepto de Jubileo.

En esencia se trata de esto: la tierra debía ser cultivada seis años, pero al séptimo se le debía dejar descansar. Y después de siete períodos de estos (49 años en total) se debía declarar un “año de jubileo” (yovel, en hebreo) en el que los esclavos eran liberados, las deudas perdonadas, y la propiedad enajenada regresaba a sus dueños originales.

Ambas ideas implican, por definición, ponerle un límite a la propiedad privada. Cada siete años, por medio de una suspensión absoluta de su usufructo. Y cada 50 años, por medio del desmantelamiento de las aristocracias locales.

Lo primero es sólo un sistema de administración. Es decir, la propiedad privada no significa el uso indiscriminado de los recursos. Se requiere de un ritmo laboral que garantice la continuidad de esos recursos para evitar su agotamiento. Lo segundo es más complejo. Parte de la noción de que toda sociedad tiene personas que son más hábiles que otras para enriquecerse. Y está bien. Eso no se prohíbe. Sería antinatural. Incluso, es lógico que la gente hábil prospere en coherencia con sus habilidades.

El problema –y lo podemos constatar a lo largo de la Historia– es cuando esa habilidad de unos pocos se convierte en la fortuna indestructible de sus descendientes, independientemente de que tengan los mismos méritos o no (generalmente no los tienen).

Por eso sucede algo atroz en todas las sociedades, incluso las más liberales: el 90% de la gente que nace pobre, morirá pobre sin importar qué tan talentosos o hábiles sean. Y el 90% de la gente que nace rica, morirá rica sin importar que sean unos absolutos estúpidos.

Eso es injusto. Y de paso, problemático. En esencia, el Marxismo fue una de tantas reacciones contra las causas y efectos de esa dinámica social y económica insana.

La Torá propone que dos veces cada siglo la sociedad se debe reiniciar, entendiendo por ello que en ese momento la riqueza debía ser redistribuida para que todos quedaran en condiciones similares. Por supuesto, no es algo que tuviera que hacerse de golpe. Eso habría sido demasiado agresivo. Habría sido un despojo injusto.

Por eso la Torá asume que las reglas del mercado cambiarían conforme se acercara el Año del Jubileo. Se refiere a esto: si yo le tuviera que vender mi propiedad a mi vecino (evidentemente, porque necesito el dinero), al llegar el Año del Jubileo me la tendría que devolver. Sin pago de por medio. Simplemente, devolvérmela. Por eso, no se la puedo vender al mismo precio cuando faltaran 40 años para el Jubileo, que cuando faltaran sólo cuatro. Por lógica, si sólo faltaran cuatro el precio tendría que ser notoriamente menor, porque mi vecino sólo podría explotar esa tierra durante tres años, porque el cuarto sería el Año de Reposo para la tierra. Así que su inversión sólo sería redituable en esos términos. En cambio, si la puede trabajar durante 40 años, sus ganancias serán mayores.

Esta simple noción desalienta la acumulación. Comprar un terreno en los últimos diez años previos al Jubileo sería más bien una renta que una verdadera compra: le doy dinero al dueño original, y luego yo me dedico a recuperarlo antes de devolverle su propiedad.

La reorganización resultante del Jubileo tiene otra característica: la vivirá una nueva generación laboral. Es casi seguro que, después de 50 años, quienes reinicien las dinámicas laborales serán otras personas (hijos o nietos) que quienes las iniciaron medio siglo atrás. Por ello, las grandes riquezas –porque las va a haber– serán verdaderamente merecidas. Las construirán quienes tengan la capacidad para hacerlo, no quienes simplemente las hereden porque sí.

Pero nótese: hay riqueza que se hereda –el fruto de las propiedades propias y compradas– y riqueza que no se hereda –las propiedades compradas, porque se devuelven a sus dueños originales–. Se trata de un interesante punto intermedio entre la existencia y la inexistencia de la propiedad privada. Así que los hijos de quienes fueron prósperos en un Jubileo disfrutarían de los legítimos resultados de ello, sin que eso se traduzca en el empobrecimiento de quienes tuvieron que vender sus propiedades varias décadas atrás. Menos aún de sus descendientes.

De ese modo, si X familia “acaudalada” desea conservar su estatus privilegiado, tendrá que ser por mérito y trabajo propio, además de la correcta administración de sus bienes. Mientras tanto, quienes en otra circunstancia se habrían convertido en desclasados o desposeídos por ser los descendientes de gente empobrecida, tendrán la oportunidad de recomponerse y no se convertirán en una clase social inferior.

Naturalmente, es muy fácil decirlo en el marco de una sociedad agrícola antigua en la que la riqueza era, eminentemente, la propiedad de la tierra. Hablar de este tipo de ideas en una sociedad como la nuestra es infinitamente más complejo.

Pero hay que hacerlo.

Tenemos grandísimas desventajas: siglos y siglos –literalmente– en los que se ha hecho todo al revés. Es decir: se ha privilegiado una dinámica económica que ha permitido la creación de grandes fortunas familiares, y el empobrecimiento de amplios contingentes de población.

En el otro extremo, se han diseñado instancias sociales impensables para nuestros ancestros, pero que hoy representan grandes ventajas. Por ejemplo, la seguridad social o la educación oficial gratuita.

Lo que necesitamos es ser creativos para comenzar a diseñar alternativas que nos permitan girar poco a poco hacia esta posibilidad. Poner límites temporales (dos por siglo es bastante razonable) que conforme más se acerquen inhiban o desalienten el ansia de acumulación; ritmos laborales –no sólo semanales, sino también en períodos de siete años– que permitan la regeneración de las dinámicas productivas (y, por supuesto, de los recursos naturales); seguros y garantías de que un porcentaje importante de la riqueza nacional (no toda; sólo la que podría equipararse a la antigua “propiedad de la tierra”) será redistribuida de tal modo que todos tengan la opción de recomponer lo que tal vez su padre o su abuelo no pudo manejar adecuadamente.

Y, en el fondo de todo, una profunda conciencia a favor del bienestar colectivo. No tanto como una “conciencia de clase” en los términos imaginados por Marx, porque en un entorno como el que estamos imaginando se respetaría plenamente el derecho a prosperar por parte de quienes tengan las habilidades, la disciplina y la dedicación necesaria para ello.

Pero esa conciencia tendría que ser la garante de que todos –la gente próspera y la no tan próspera– entendiera que las oportunidades deben ser iguales para todos, al punto en que cada 50 años la sociedad entera le pone un freno al enriquecimiento individual en pro de fortalecer el enriquecimiento colectivo.

En otras palabras: al inicio de estos períodos de cinco décadas, la sociedad misma fomentaría el desarrollo individual; hacia mediados de dicho período –digamos que entre los años 30 y 40– la situación comenzaría a cambiar; y durante la última década se fomentaría como prioridad el desarrollo colectivo.

Lo óptimo sería lograr que al llegar el Jubileo, el plan de devolverle a cada quien lo que le pertenecía (es decir, redistribuir un amplio porcentaje de la riqueza del grupo) fuese lo más sencillo posible. Preferentemente, que ni siquiera se tuviera que hacer la redistribución, entendiendo por ello una sociedad lo suficientemente exitosa como para que nadie tuviera que enajenar su riqueza.

¿Revolucionario? Parece, pero la realidad es que el texto bíblico lo propuso hace varios siglos.

Como que ya debería ser momento de que tratemos de implementarlo.

 

 

 

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