Enlace Judío – En los países de la Cortina de Hierro, a los judíos nos acusaban de promover el capitalismo; en esas mismas épocas —en plena Guerra Fría— los intelectuales judíos estadounidenses vivían bajo la sospecha del senador McCarthy de ser promotores del socialismo. El caso es que, en un mundo o en el otro, el judío era visto como alguien potencialmente peligroso. Ahora que todo eso es historia, vale la pena reflexionar sobre las cosas que el judaísmo tiene en común con cada una de estas ideologías.

El judaísmo ha sido una forma de ver el mundo que, pese a su perfil tradicionalista y su fuerte apego a una identidad histórica, ha sido lo suficientemente flexible como para no poder encasillarse en ninguna de las tendencias ideológicas de la modernidad. Lo mismo parece capitalista que socialista, o incluso anarquista si se desea.

Pero eso no significa que no pueda estar más cerca de una postura que de otra. Por ejemplo, la obsesión del judaísmo con enfrentar la realidad tal cual es, nos pone más cerca del mecanicismo de Copérnico, que del posmodernismo de Feyerabend.

Ante la pregunta de qué le es más afín al judaísmo, si el capitalismo o el socialismo, tal vez lo más fácil de repasar sean las afinidades con el socialismo. Obvio, empezando por el propio Karl Marx, padre del socialismo científico y que venía de una ilustre familia rabínica extendida tanto en Francia como en Alemania (los Levy-Mordejai).

Y es que Marx, pese a que nació en una familia que trataba de asimilarse al entorno alemán y luterano de su tiempo, heredó algo profundamente judío: la sensibilidad por los temas sociales y el anhelo de un mundo más justo, pensando siempre todo en función de los más desfavorecidos.

Su padre quiso que fuera abogado, pero desde muy pronto el joven Karl abandonó esos estudios para dedicarse a la filosofía y a la historia. Y es que su activismo lo puso, desde muy joven, en contacto con los nuevos barrios obreros —apenas estaba concluyendo la primera fase de la Revolución Industrial— en los que predominaban la miseria y el hambre. Marx vio de cerca, sin filtros ni tapujos, lo más brutal del capitalismo de ese momento.

Esa experiencia lo marcó para siempre y dedicó toda su vida a tratar de armar una propuesta filosófica que funcionase como guía para construir una sociedad comunista; es decir, sin clases sociales. Sobra decir que dicha propuesta no funcionó. Se intentó poner en acción durante el siglo XX, pero los resultados siempre e inequívocamente fueron desastrosos; en algunos casos, catastróficos. Los proyectos marxistas se saldaron, literalmente, con millones de muertos en todo el mundo.

¿Cómo pudo una idea que originalmente quería mejorar las cosas, convertirse en una absoluta pesadilla? El problema fue que Marx no se dio cuenta que sus propuestas desembocaban, inevitablemente, en el autoritarismo y la intolerancia. El sello de todos los gobiernos marxistas, hasta el día de hoy, ha sido ese.

Sin embargo, sus sueños e ilusiones abstractas siguen siendo válidos en muchos sentidos. Es decir, el deseo de que se pueda construir una sociedad mejor que —si nos remitimos al lenguaje bíblico— le haga justicia a la viuda, al huérfano y al extranjero (arquetipos de lo que hoy llamaríamos las víctimas de la violencia de género, los grupos sociales vulnerables y los inmigrantes).

Curiosamente, los mejores éxitos sociales, políticos y económicos a favor de estos grupos sociales marginados, se han dado en los países que han desechado por completo las doctrinas económicas de Marx. Es decir, en los países capitalistas.

Entonces cabría preguntar: ¿el judaísmo fue una fuente de inspiración demasiado idealista, poco realista y, por lo tanto, impulsora de una ruta equivocada como lo fue el marxismo?

No. La realidad es que el capitalismo está más cerca del judaísmo en un sentido que va más allá del anhelo de justicia social recuperado del texto bíblico por el marxismo.

¿Por qué no funcionaron las propuestas económicas y políticas de Marx y Engels? Sencillo: porque su propia naturaleza hace que sean incapaces de corregirse a sí mismas.

A Marx le llamó mucho la atención notar que la producción industrial era más efectiva que la artesanal y vio cómo los dueños de las fábricas comenzaban a enriquecerse de un modo estrambótico gracias al alcance que sus productos tenían en el mercado. Pero también se dio cuenta de otra cosa: el riesgo de que el mercado se saturase de producto. ¿Qué iba a pasar cuando ya nadie quisiera o pudiera comprar? El sistema entraría en crisis, porque ante la carencia de demanda, los precios se desplomarían; eso, por supuesto, se traduciría en una pérdida de ganancias y muchas empresas inevitablemente irían a la quiebra.

Hasta aquí, Marx tuvo razón. Eso, de un modo o de otro, ha pasado muchas veces desde entonces y hasta la fecha. Por ejemplo, está pasando en China. Parte de las razones que han provocado una severa crisis en el negocio inmobiliario chino es que los grandes constructores fueron demasiado optimistas con el auge de la década anterior y construyeron demasiados condominios en muchos lugares. Y ahora resulta que no hay quien compre las viviendas, lo cual pone en riesgo a una industria que representa el 24% de la economía del gigante asiático.

Pero Marx falló en un punto: su cálculo fue que el capitalismo no lograría corregir eso y las crisis cíclicas habrían de llevar al colapso completo y definitivo del sistema. Pensando en ello, soñó con que la opción socialista —ruta para llegar al comunismo— podría ser implementada en un plazo no necesariamente tan largo.

Error. El capitalismo muy pronto demostró que tenía la capacidad de autocorregirse. Sí, las crisis cíclicas llegaron y no se han ido, pero el problema del que surgieron pronto encontró su solución. Vamos por partes: el problema es la saturación del mercado y la consecuente caída de la demanda de los bienes de consumo. Es decir, si nadie compra, el sistema colapsa. ¿Qué se necesita para que eso no suceda? Fácil: que la gente compre. ¿Y qué se necesita para que la gente compre? Fácil: que tenga dinero.

Al capitalismo de los siglos XIX y XX les costó algunas décadas, pero terminaron por entender que no tenía sentido producir masivamente para saturar los mercados. Que era mejor contenerse y administrarse para que, poco a poco y paralelamente, no sólo creciera el potencial de producción industrial, sino también la calidad de vida de la clase obrera.

A muchos —sobre todo a los fascinados con las alucinaciones del marxismo— les sonará extraño que se hable del capitalismo como un sistema interesado en mejorar la calidad de vida de los obreros, pero la realidad objetiva ha sido esa. Ya desde finales del siglo XIX, el socialista judío alemán Eduard Bernstein señalaba los errores de cálculo de Marx y, entre otras cosas, mencionaba que contrario a lo prevista por el gran filósofo alemán, las condiciones de vida de la clase obrera estaban mejorando notoriamente.

¿Por qué es tan importante que los obreros vivan mejor? Porque son fundamentales para evitar las crisis cíclicas. La única manera de conjurar el colapso del sistema es que los bienes de consumo se vendan y la mejor manera de garantizar que se vendan, es logrando que la mayor cantidad posible de personas tengan dinero para comprar. Si esto no se logra, el sistema colapsa.

Poco a poco, los países capitalistas occidentales fueron integrando a la clase obrera a la clase media, y esa es la realidad que se vive hasta hoy. Estados Unidos y la mayoría de los países europeos se han caracterizado, desde hace mucho, por ser países en los que la mayoría de la gente pertenece a la clase media. Eso significa que disponen de dinero y compran, y eso evita que los mercados internos colapsen. Incluso en el difícil episodio que fue el paro económico provocado por la crisis sanitaria del COVID-19, son países cuyas economías ya se reactivaron.

No es un fenómeno exclusivo de Europa y Norteamérica. En Asia, muchos países —Singapur, por ejemplo— ya se han perfilado hacia esa dinámica, y lo están haciendo con todo el éxito posible.

Y en todo ello hay dos conceptos profundamente judíos. O, por decirlo de otro modo, dos conceptos que fue el judaísmo quien se los regaló a la cultura occidental: la contención y la corrección.

¿De qué se trata el Shabat, el día más importante para el pueblo judío? De ponerte límites. No se trata nada más de descansar por descansar; es decir, estar de flojo todo un día. El judaísmo ha reflexionado profundamente al respecto y ha construido toda una idea sobre cómo el ponernos límites es lo que realmente nos permite alcanzar nuestro máximo potencial como seres humanos.

A la par de esa idea, están además los conceptos de Tikún Hanefesh —la corrección del alma, o de uno mismo— y Tikún Haolam —la corrección del mundo, o de todo lo que nos rodea—. Al judío se le inculca, desde la infancia, la responsabilidad de todo el tiempo esforzarse por corregir sus propios errores, pero también los del mundo entero.

Y eso es el capitalismo: contención y autocorrección. Aprender a que a veces hay que hacer menos para ganar más (ejemplo perfecto: la demostración ya consolidada de que no necesitas trabajar siete días a la semana, 14 horas al día, para lograr los mejores resultados; seis horas, cuatro días a la semana, han demostrado que pueden ser mucho más productivas en algunas áreas de la industria); y, por supuesto, aprender a que los errores hay que entenderlos como errores, y corregirlos.

Algo que el socialismo nunca logró desarrollar.

Sin devaluar la afinidad que socialismo y judaísmo tienen respecto al anhelo de justicia social, lo cierto es que el capitalismo está más cerca del judaísmo en cuanto a su visión de cómo se debe conducir el mundo. Y por ello el capitalismo ha logrado algo que el judaísmo conoce muy bien: seguir adelante. Errores los ha habido, fallas han existido a lo largo de los siglos; sin embargo, se ha impuesto el deseo de mantenerse en pie, mejorando siempre, y corrigiendo lo que no funciona.

Mucho se discutió hace dos años sobre qué pasaría con la pandemia; si acaso el modelo capitalista entraría en crisis.

Ya vimos que no. Al contrario: los países que mejor enfrentaron el problema fueron los capitalistas, por la simple razón de que tenían dinero para hacerlo.

No es un milagro. Han trabajado para ello. Y eso también es profundamente judío: ¿quieres buenos resultados? Trabaja. Y trabaja bien.

Claro, sin olvidarte de descansar, porque al final del día, no se trata de trabajar por trabajar. La riqueza no está en las cosas, sino en uno mismo.

 


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