Enlace Judío – Durante los siglos XVIII y XIX, una gran cantidad de judíos —a veces, familias enteras— optaron por la conversión al protestantismo. La gran mayoría de las veces fue pura conveniencia social, ya que era el único modo en el que estas familias podían integrarse a la sociedad europea en los países del norte.

Ejemplos de esta bizarra estrategia social los podemos ver en Abraham Mendelssohn —hijo del ilustre filósofo Moses Mendelssohn y padre del compositor Felix Mendelssohn—, notable banquero que para alcanzar esa posición tuvo que volverse luterano, o el poeta Heinrich Heine, a quien las puertas de la sociedad alemana sólo se le abrieron hasta que aceptó el bautismo (caso similar al del compositor Gustav Mahler).

Muchos europeos de hoy son descendientes de esas familias judías convertidas al protestantismo, y queda muy poco del carácter judío en ellos. Es natural, tomando en cuenta que han transcurrido alrededor de 200 años.

Sin embargo, si nos vamos más hacia atrás podemos ver ejemplos muy interesantes de cómo la idiosincrasia judía se mantuvo presente en personas que nacieron y fueron educadas como cristianos, pero que venían de familias judías.

Hay dos casos que llaman poderosamente la atención: uno es Karl Marx (1818-1883) y el otro es Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Ninguno de los dos nació como judío. En ambos casos, la conversión familiar vino antes de sus nacimientos. Marx, técnicamente, era judío al cien por ciento; Wittgenstein no. Su madre era hija de un judío convertido al protestantismo y de una mujer católica (y debido a ello, después de fallecer Wittgenstein fue enterrado conforme al rito católico).

Sin embargo, es evidente que en ambos hogares siguió pesando durante mucho tiempo la herencia judaica, y eso marcó las reflexiones de estos dos filósofos (de los más destacados en los siglos XIX y XX).

Las aportaciones de Marx en Filosofía de la Historia y Economía son célebres, aunque dispares. Desconocedor de la economía como una ciencia, muchas de las reflexiones de Marx fueron dispersas e imprecisas, y eso ha marcado el fracaso del marxismo en todos los intentos que se han hecho por implementarlo.

Sin embargo, hay un detalle que no se puede negar: la de Marx fue una genuina vocación social orientada a tratar de resolver los graves problemas que vio en su momento. Una labor profética, podría decirse, aunque en una época en la que no bastaba nada más con tener el impulso de denunciar las injusticias sociales.

Obligado por sus padres a estudiar Derecho, Marx desde muy joven empezó a “distraerse” de sus responsabilidades escolares y comenzó a frecuentar barrios obreros. Allí tuvo contacto directo con la miseria en sus más espantosas expresiones. No era una época sencilla; apenas estaba concluyendo la primera fase de la Revolución Industrial (1780-1840). La pobreza, la precariedad, la fragilidad de la vida misma, fueron experiencias que dejaron profundamente marcado al joven estudiante de Derecho que, como consecuencia de ello, optó por cambiar de giro y enfocarse en la filosofía.

Si bien sus propuestas económicas son un fallo irremediable, no se puede negar que la de Marx fue la voz más poderosa del siglo XIX a la hora de denunciar lo que no estaba funcionando bien en la sociedad europea.

Eso es lo que, probablemente, ha marcado el fracaso del marxismo hasta la fecha: se trata de una ideología tan apasionada, un reclamo de justicia que apela a las fibras más íntimas del ser humano, que por eso todavía mucha gente cree que hay que volverlo a intentar. Y ahí van, a embarcarse en una aventura que la experiencia ha demostrado que no tiene sentido. Pero es que las arengas de Marx siguen siendo tan atractivas, que a mucha gente le gana el corazón a la hora de entregar su alma y cuerpo a estas doctrinas.

¿Y de dónde nutrió Marx su ferviente aunque torpe deseo de corregir al mundo? Del judaísmo, por supuesto. De la larguísima tradición profética que, desde hace más de 2700 años, marcó la vocación judía del Tikún (corrección), ya sea a nivel individual (Tikún Hanefesh o corrección del alma), o a nivel colectivo y universal (Tikún Haolam o corrección del mundo).

El caso de Wittgenstein es más sutil, pero no por ello menos evidente. Filósofo de la Escuela de Frankfürt, su principal aportación fue alrededor de todo lo que tiene que ver con el lenguaje.

Su periplo filosófico comenzó con su obra Tratado Lógico-Filosófico, en el cual planteó como idea esencial que nuestro contacto con la realidad está íntimamente ligado al lenguaje. El lenguaje no es nada más una herramienta para comunicarnos. Es la columna vertebral de nuestra percepción de la realidad. No podemos conceptualizar lo que no podemos expresar por medio del lenguaje, y no podemos expresar por medio del lenguaje lo que no podemos conceptualizar. De ahí la célebre frase de Wittgenstein: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.

Pero este interesante filósofo no se quedó limitado a esa idea que, en muchos sentidos, parecería acartonada. Lo que le fascinaba de la lógica o de la filosofía es que, a su modo de ver, eran nuestras herramientas para acercarnos a “lo inexpresable”. En ese sentido, Wittgenstein entendió a la perfección que el ser humano tiene una dimensión mística y trascendental que, aunque no se pueda expresar por medio del lenguaje, no por ello deja de ser real.

En todas estas ideas se puede ver la huella del pensamiento judío milenario. Por ejemplo, el hebreo es un idioma que se escribe sin vocales. Eso provoca que todo texto escrito en hebreo sea incompleto, por definición. Por lo tanto, el lector no recupera la información del texto (como sí ocurre con idiomas tan precisos como el latín o el griego), sino que la reconstruye. De ese modo, el lenguaje no se queda limitado a una mera herramienta de transmisión de datos, sino que se convierte en la clave para modelar la realidad.

¿Y desde dónde se modela? Desde el propio bagaje cultural del que lee, porque para poder reconstruir la información que se ha escrito de manera parcial (con consonantes y sin vocales), es necesario que previamente ya se conozca esa información. De ese modo, la lectura en el idioma hebreo es un interminable círculo en el que uno descubre cosas nuevas al leer un texto, pero también introduce sus conocimientos viejos a ese mismo texto.

La experiencia judía no para allí: los sabios judíos entendieron desde hace miles de años que esta especie de círculo recreativo (en el sentido de que todos nos volvemos a crear unos a otros al leer) era un fenómeno completamente humano. A la par de esta comprensión, se desarrolló la costumbre de no pronunciar el Nombre Sagrado, el Nombre Divino. ¿Por qué? Porque de ese modo se entendió que el lenguaje, en cierto punto, nos aproxima a lo inefable, lo trascentende, lo que está más allá del lenguaje. Es decir, aquello que es patrimonio de la mística.

Cuando el lenguaje se agota, ahí está D-os. ¿Por qué? Porque el lenguaje es nuestro mecanismo para relacionarnos con la realidad, con lo objetivo, con lo que tiene sentido. Es, entonces, en la zona limítrofe del lenguaje donde comienza o, por lo menos, se alcanza a vislumbrar lo trascendente.

Justo por esa trascendencia es que el judío entiende que el ser humano no puede (entiéndase como “no tiene la capacidad real”, en vez de “no debe”) pronunciar el Nombre Sagrado. Una idea que Wittgenstein sólo reelaboró en términos modernos (y apelando a las inquietudes de la sociedad humana del siglo XX).

Tan judío como Marx cuando exigía que hubiera justicia social.

Así que tal parece que la carga de miles de años de historia judía es demasiado difícil de quitar, incluso en las familias que —por una u otra razón— trataron de desarraigarse.

Judío se nace, judío se vive.

Hasta que se nos acabe el lenguaje.

 


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