Enlace Judío México e Israel.- Mahmoud Abbas y su gente se han lanzado a una desesperada ofensiva para tratar de impedir que los demás países árabes acepten la propuesta de paz que, en breve, presentará el gobierno de Estados Unidos. Y es que ya saben, ya se dieron cuenta, ya entendieron, que su causa ha sido derrotada.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

La causa palestina nunca tuvo vida real. Nunca fue un movimiento surgido del propio pueblo palestino que tuviera por objetivo reivindicar algo para éste. Desde un principio sólo fue una especie de Plan B por parte de los países árabes para destruir Israel.

El inicio formal de lo que podemos llamar “causa palestina” se dio en 1974, con la presentación de Yasser Arafat en la ONU. No es coincidencia que esto haya sucedido poco menos de un año después de la catastrófica derrota de los países árabes en la Guerra de Yom Kipur (1973), la que fue su último intento por destruir a Israel por la vía militar. Después de ese conflicto, a los árabes les quedó claro que Israel no sería destruido de esa manera. Así que había que intentar algo diferente.

La ONU se prestó a colaborar con el plan. A fin de cuentas, en ese entonces estaba presidida por Kurt Waldheim, austriaco ex miembro del partido Nazi, y un abierto judeófobo y anti-israelí hasta la médula.

La nueva estrategia comenzó por presentar a Arafat ante la Asamblea General. De ese modo, se le dotaba de legitimidad al padre del terrorismo moderno. Lo siguiente fue la declaración de los “derechos inalienables” del pueblo palestino, una táctica que tenía como objetivo poner a Israel contra la espada y la pared: o plegarse a este documento, o ser relegado por la comunidad internacional (o al menos la mayoría de ésta) como un país rebelde contra las disposiciones de la ONU.

El texto de estos “derechos inalienables” contenía el germen de lo que debería ser la destrucción de Israel desde adentro. Por un lado se exigía el retorno de los refugiados palestinos. Es decir, millones de árabes estableciéndose en territorio israelí. Por otro lado, se exigía que los palestinos fuesen políticamente autónomos. Es decir, se le exigía a Israel dejar ingresar a su territorio a millones de palestinos, pero se le prohibía gobernarlos. Ellos se gobernarían a sí mismos.

Por supuesto, y para furia de Waldheim, Arafat y el resto de los líderes árabes, Israel no se prestó al juego. Optó por la riesgosa estrategia de lanzarse a una guerra de baja intensidad contra Arafat y sus terroristas de la OLP.

Las cosas dieron su giro definitivo en 1979, aunque en ese momento el detalle apenas si se percibió: la Revolución Islámica de Irán logró la deposición del Shá, y en Teherán se impuso un nuevo gobierno, chiíta fundamentalista y extremista, lidereado por los ayatolas. De inmediato, el Irán de Jomeini asumió una política de cero tolerancia contra Israel, y comenzó el lento pero obcecado intento por construir la posibilidad de destruir al Estado Judío.

En ese tránsito de los años 70s a los años 80s no fue tan claro que, a la larga, la Revolución Islámica habría de ser la causa accidental del derrumbe de los palestinos y sus proyectos. Pero hoy, en perspectiva, lo podemos ver claramente.

La enemistad entre Irán e Israel es eminentemente teológica, y eso sólo para los ayatolas. En realidad, ni son países vecinos ni se habían enfrentado en una guerra directa. Irán simplemente negaba el derecho de Israel a existir porque sí y ya. Por razones pretendidamente religiosas.

En cambio, su conflicto con la monarquía saudita pronto se hizo evidente. De entrada, porque son países vecinos. Están uno frente al otro. Y luego, porque son los herederos de los conflictos históricos entre el Islam Sunita y el Islam Chiíta. Si en un principio la potencial guerra entre ambos países no se hizo sentir de un modo particularmente fuerte, hoy por hoy es evidente la total animadversión mutual, y están llevando a cabo un conflicto bélico en territorio “prestado”. Es decir, en Yemen. Irán lleva años tratando de imponer allí su control para poder extender su rodeo contra Arabia Saudita por el sur. Los saudíes y sus aliados se han dedicado a bombardear indiscriminadamente las zonas en donde la guerrilla Huthí –satélite de los ayatolas– tiene sus bases. De ese modo, han impedido el avance en los objetivos iraníes.

A toda esta situación se agrega algo más: los países árabes hace mucho que dejaron de buscarle pleito a Israel. Los únicos que realmente mantienen esa política, por lo menos a nivel teórico, son Siria y Líbano, pero esto es porque llevan años controlados por Irán. Pero para Arabia Saudita, Egipto, Jordania y los Emiratos Árabes, la realidad es muy distinta. Israel es un país que no les ha provocado ninguna molestia, y en algunos casos ha sido un excelente socio comercial (para Jordania y Egipto) o extra-oficial aliado en cuestiones de seguridad militar (para Arabia Saudita).

La nueva generación de políticos saudíes nació en los años 70’s. Son demasiado jóvenes para recordar como algo propio y directo todo el discurso de los ayatolas contra el Shá, o de Nasser contra Israel. Ellos sólo han lidiado con la amenaza iraní, objetiva y real, y por eso ven a Israel como un aliado obligado. Por eso ya no es extraño que delegaciones de empresarios de Bahrein se den una vuelta por Israel para ver qué de bueno hay por ahí (algo impensable hace todavía diez años), o que Benjamín Netanyahu se entreviste primero con el rey de Omán, y luego con el canciller de ese mismo emirato.

Las relaciones entre Israel y los países árabes poco a poco van normalizándose, y por eso los palestinos ya pegaron el grito al cielo. Traición, le llaman.

Pero los demás países árabes ya no lo ven así. Sólo los políticos de la vieja guardia, que están próximos a caducar. Para la nueva política árabe los palestinos sólo son un grupo revoltoso que no se contenta con nada, y que siempre exige apoyo y dinero, sin ofrecer nada a cambio. Son una carga.

¿Sus derechos? Les importan un comino. Máxime porque en momentos cruciales los palestinos han tenido el pésimo tino de ponerse del lado de Irán.

Abbas, el anciano, decrépito y derrotado Primer Ministro palestino, sabe que su lucha está agotada. Israel se impuso. Los derrotó. Lo único que le queda a ese viejo negacionista del Holocausto es navegar en la indiferencia para poder morir diciendo que, por lo menos, no se rindió ante sus enemigos.

Patético consuelo para alguien que pudo haberle dado un giro a la intransigente política palestina, pero que no lo hizo.

Ahora los palestinos van por todos lados buscando los apoyos que antes llegaban solos, y topándose con cualquier cantidad de respuestas políticamente correctas, pero sin ninguna ayuda real. El único continente donde todavía los quieren entrañablemente es Europa.

Pero los franceses –sus mejores amigos– tienen sus propios problemas, y aunque en muchos sectores de la política progresista y de izquierda europea sigue presente el rancio antisemitismo que nunca se fue, el ritmo del baile lo dictan Arabia Saudita y los Emiratos con sus cañonazos de dinero.

Así que en el momento en que los saudíes y los israelíes firmen la paz y terminen de descubrir que como socios van a ser incontenibles, incluso Europa se doblará ante la realidad y abandonará su apoyo a los palestinos. Desgraciadamente, son prescindibles.

Pero el ocaso definitivo vendrá cuando reviente el régimen de los ayatolas, cosa que ya no se ve tan lejana. Con una economía en crisis y un descontento popular cada vez más grave, los ayatolas siguen gastando dinero a lo tonto en sus proyectos expansionistas en Líbano, Siria, Yemen y algunas zonas de África. Mientras tanto, el príncipe heredero de la dinastía de los Pahlevi ya ha declarado que cuando recupere el poder una de las primeras cosas que hará será normalizar relaciones con Israel.

Quizá sea demasiado optimista al soñar con su recuperación de un trono que ya no existe. Pero una cosa es cierta: también Irán y su formidable pueblo, heredero de una cultura sorprendente, maravillosa y fascinante, se volverá amigo de Israel. Igual que los saudíes.

Estos difíciles años de extremismo islamista liderado por los ayatolas han tenido una extraña pero positiva consecuencia: le han dejado en claro a los nuevos políticos saudíes y a la sociedad iraní que Israel nunca fue un peligro. Y que, en cambio, puede ser un excelente socio.

Van a ser ellos, árabes y persas, los primeros que den el paso que los idiotas europeos antisemitas no quieren dar.

Y las cosas caerán por su propio peso: sin los ayatolas, la gran mayoría de los problemas del Medio Oriente comenzarán a desaparecer, y lo peor de las confrontaciones con los grupos terroristas y extremistas terminará por mudarse a otro lugar.

A Europa.

¿Y los palestinos? Como de costumbre, todo parece indicar que nadie les pondrá atención.

Y Mahmoud Abbas lo sabe.