Enlace Judío México e Israel.- Estamos todos presentes, voluntarios de México y Miami, entre risas y actividades de integración nos conocemos un poco más. Miro de un lado a otro, deteniendo la mirada en cada uno y una. Los miro y pienso. Ya somos un equipo, lo fuimos desde el instante en que decidimos no ser indiferentes al sufrimiento.

SOFÍA TUACHI

La actividad de pronto se tiñe con un tono de seriedad, me piden que escriba mis miedos y expectativas para la misión que estoy a punto de emprender. Me siento frente a la hoja en blanco, el momento más temido. Debo viajar hasta lo más profundo de mi ser, ser honesta conmigo misma. Divido la hoja por la mitad, de un lado comienzo por los miedos. Tengo miedo de acostumbrarme al dar y olvidar que voy a recibir mucho más de lo que posiblemente pueda dar, a lo desconocido, a enfrentarme a una realidad de la que he oído, pero nunca he experimentado.

Por el otro lado escribo las expectativas, quiero ser capaz de verter mi ser entero en estas personas, dar desde mi lugar más puro, conectarme de manera profunda con la gente y su cultura. Termino de escribir y me hago una promesa, esta misión se trata enteramente de ellos, mi propósito va mucho más allá de mi crecimiento y aprendizaje, me prometo darlo todo.

Salimos antes del amanecer hacia Lodwar, los paisajes cambian rápidamente, de pronto todo lo que veo es árido. Llegamos al hotel alrededor del mediodía. Hellen, la recepcionista me recibió con una sonrisa enorme. Por la tarde fuimos a una escuela, y desde que el camión se acercó cientos de niños saludaban, yo les devolvía el saludo.

Comenzamos a jugar futbol, voleyball entre otros deportes. Una niñita con un vestidito morado cargaba una bebe diminuta, al verme me la entregó en brazos.

De pronto el ruido externo se fue desvaneciendo, solamente escuchaba su latido de corazón junto con el mío. Fue en ese momento en el que supe que los niños serían mi prioridad en la misión. Salí de la escuelita con el corazón lleno.

Desperté agitada antes del amanecer, tomé mi libro de rezos y salí del cuarto sin hacer mucho ruido. Los primeros rayos de luz se asomaban en el horizonte, sólo tenía una plegaria: “D-os por favor mándanos éxito en esta misión”. Cargamos el camión y comenzamos el trayecto.

Cuatro horas después llegamos, el tiempo se aceleró de pronto. Montamos el campamento, el consultorio y la bodega. Un bullicio llamó mi atención, conforme me voy acercando veo cientos y cientos de personas en un círculo y alguien toma la palabra en el micrófono.

Tantas escenas se repiten en mi mente una y otra vez. María, una señora mayor, me toma de las manos y me sonríe. Su mirada me dice mucho más de lo que las palabras alguna vez podrían. La persona en el micrófono tiene un tono exaltado en su voz, finaliza lo que estaba diciendo y las señoras irrumpen en canto.

Los cantos me llevan a caer en una especia de trance, cierro mis ojos y me adentro cada vez más en los sonidos, no siento calor y un sentimiento de paz recorre cada rincón de mi cuerpo. Abro mis ojos lentamente y una niña me mira fijamente, le sonrió y ella entiende. Se sienta en mi regazo y acaricio sus bracitos, ella inmediatamente voltea a verme con una sonrisa de oreja a oreja y me abraza.
El tiempo se detiene. Sólo un pensamiento cruza mi mente, no estamos aquí para entregar comida, estamos aquí para devolver la fe en lugares en donde estaba por extinguirse, estamos aquí para alimentar su alma, para hacerles saber que nosotros no somos indiferentes a su situación.

Pasé el resto de los días rodeada de niños y niñas, con ellos no existía ningún tipo de barrera, ya que para cantar, bailar y jugar no se necesita hablar el mismo idioma. Llegaron momentos en los que sentía que no podía más, pero ver su sonrisa me recargaba de fuerzas, me llenaba de vida.

El viernes marcó nuestro último día de misión y comencé por despedirme de las niñas más grandes, bailamos y cantamos deseando que ese momento no terminara nunca. Después de entregar los últimos pads sanitarios sentí la necesidad de hablarles desde lo más profundo de mi corazón. Les dije que todo lo que necesitan se encuentra dentro de ellas, y que son las niñas más especiales y talentosas que había conocido.

Subí al camión y todo el cansancio acumulado se dejó caer sobre mí, pero no pude hacer más que sonreír mientras saludaba a mis niños por la ventana y se hacían cada vez más pequeños.

El domingo por la mañana desperté agitada antes del amanecer, tomé mi libro de rezos y salí del cuarto sin hacer mucho ruido. Los primeros rayos de luz se asomaban en el horizonte, sólo tenía una plegaria: “Gracias D-os por esta misión”.

Y en ese mi último amanecer en África me di cuenta que un poco de luz disipa mucha obscuridad.

 

 

 

 

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