Enlace Judío México e Israel – Una pandemia nos confronta con nuestra fragilidad ante la naturaleza, pero también con nuestra responsabilidad a comportarnos del modo más sensato posible. Eso implica, en primer lugar, nuestros propios cuidados y nuestra propia higiene, pero también cuidar del resto de los animales.

La primer gran pandemia de la historia fue la llamada la peste negra, que asoló el continente europeo entre 1347 y 1353, pero que previamente había causado estragos también en el continente asiático. Nunca antes en la historia una pandemia había sido tan violenta ni tan extensa. Las grandes epidemias registradas ya desde tiempos griegos o romanos habían sido limitadas a zonas específicas, por lo que esta pandemia de peste negra fue un hecho inédito en ese momento. Sus alcances sólo fueron replicados por la pandemia de gripe aviar de 1914-1919, también conocida como la gripe española.

No se conoce el origen de la pandemia de peste negra. Se ha discutido mucho si se originó en Asia o África, aunque en ese punto la mayoría de los investigadores opta por el continente asiático. Sin embargo, no hay consenso sobre qué zona pudo haber sido la originaria. Por lo mismo, tampoco hay datos precisos sobre sus estragos en Asia, y las mejores noticias que tenemos se centran en lo sucedido en Europa. Por ello sabemos que murió, como mínimo, la tercera parte de la población. Los investigadores más moderados hablan de unos 25 millones de muertos. Otros más pesimistas hablan de la mitad de la población europea muerta, o tal vez más, proponiendo una cifra de 50 millones de muertos. Al caso, los efectos fueron devastadores en todo sentido.

Lo que sí tenemos claro es cómo llegó el virus a Italia (¿por qué siempre le toca a ese país ser el punto de distribución? Qué mala suerte): en el marco de los conflictos entre el Imperio mongol y la colonia genovesa en Crimea, ocurrió lo que podríamos llamar el primer ataque bacteriológico en la historia militar. Los mongoles estaban sufriendo los estragos de la pandemia, y decidieron bombardear —literalmente— a los genoveses con cadáveres infectados. Esto provocó el inicio de la diseminación de la enfermedad entre europeos. Los genoveses, agobiados por la rápida extensión de la enfermedad, optaron por retirarse de Crimea y zarparon de regreso hacia Italia.

En ese punto el problema fue que la enfermedad a veces tardaba hasta 39 días en aparecer. La incubación duraba entre 10 o 12 días en los cuales la enfermedad no era contagiosa, pero luego seguía otro período asintomático de 20 o 22 días. Finalmente, la enfermedad manifestaba los primeros síntomas (fiebre altísima, tos sangrante, sangrados por todos los orificios, sed extrema, moretones azules o negros, inflamación de los ganglios del cuello, axila e ingles, gangrena en las puntas de las extremidades y, finalmente, ruptura de los ganglios inflamados que entonces secretaban un líquido de olor nauseabundo), y la muerte llegaba en cosa de cinco días.

Cuando los barcos genoveses llegaron a Mesina, algunos venían sin ningún tripulante vivo, y otros traían a algunos marineros enfermos. El no tener la mínima idea de cómo tratar esta enfermedad provocó que esta se empezara a diseminar en otros puertos. Así, durante 1347 la enfermedad cundió en el occidente de Turquía, Sicilia, Cerdeña, Córcega y la zona de Marsella. Lo grave comenzó en 1348, cuando la plaga se extendió por toda la zona actual de Grecia y los Balcanes, toda Italia, Suiza, la zona centro y sur de Francia, todo el occidente de España, Crimea, y amplias zonas del norte de África, quedando salva sólo la zona occidental de Marruecos. En 1349 siguió la expansión, y esta vez fue el turno de Portugal, lo que faltaba de Marruecos, de España, de Francia, el sur de Inglaterra, y toda la franja central de Europa desde el sur de Alemania hasta Hungría. Entre 1350 y 1351 la epidemia se extendió sobre las zonas faltantes de Inglaterra y las Islas Británicas, los países escandinavos, el norte de Europa incluyendo los Países Bálticos, y Rusia.

En este proceso, uno de los grandes errores cometidos en muchas ciudades fue cremar a los cadáveres en zonas no aisladas. Creyendo que de ese modo aniquilaban las causas del contagio, en realidad sólo generaban focos de infección gravísimos.

Pero acaso el principal problema fue no entender cómo funcionaba la naturaleza. La idea era que la peste se contagiaba de persona a persona, y por ello se tomaron medidas para evitarlo —como las cremaciones—. Y, en realidad, el contagio llevaba una ruta completamente diferente.

El principal agente de contagio fue la Xenopsylla cheopis, de la familia Pulicidae, y que es un tipo de pulga que vive y se alimenta de roedores, principalmente de ratas. El problema fue que los barcos infectados provenientes de Crimea trajeron muchas de estas pulgas, que luego en Mesina evidentemente abandonaron las naves y se establecieron en el puerto. Allí, por naturaleza, debieron infectar a las ratas. Al no haber un adecuado control de este tipo de animales en aquellas épocas, las ratas con pulgas infectadas viajaron en otros barcos —y por ello los primeros brotes en cada región durante 1347 comenzaron por los puertos—, pero también se quedaron en las ciudades portuarias. Cuando las ratas infectadas morían, las pulgas buscaban otros animales de quien alimentarse. Y eso las llevó hasta los humanos.

Hubo un factor más que agravó la situación, llevándola hasta el extremo más delirante posible: en 1223, el papa Gregorio IX escribió la bula Vox in Rama, en la que describió aquelarres en los que las brujas interactuaban con Satanás y demonios, que tomaban forma de gatos negros, patos y ranas.

Por supuesto, esta idea poco a poco permeó en la sociedad europea y, como suele suceder en estos casos, adquirió dimensiones bizarras y grotescas. Es muy probable que ya haya existido una animadversión generalizada hacia los gatos para esas épocas. En épocas precristianas, los gatos habían sido parte natural y característica de los pueblos europeos, sobre todo en zonas costeras (por ejemplo, en el norte de Europa se creía que tener un gato negro en la familia daba buena suerte para que el esposo marinero regresara sano y salvo). Pero la cultura popular cristiana trajo cambios con eso, y estos llegaron a su extremo en la época feudal. Parece mentira, pero algo tan banal como el carácter independiente y voluntarioso del gato vino a convertirse en una representación zoomorfa de la herejía, debido a que el paradigma feudal de lealtad no toleraba ningún tipo de desobediencia, aunque fuera la de los gatos.

La llegada de esta bula provocó todo tipo de supersticiones primero respecto a los gatos negros y luego a los gatos en general, y para inicios del siglo XIV la idea popular era que los gatos eran la representación total del pecado. Como mínimo, de la lascivia; en el peor de los casos, del demonio mismo. La consecuencia fue que durante unos dos siglos los gatos fueron perseguidos en amplias zonas del continente europeo, e incluso se llegaron a crear celebraciones que incluían matanzas de gatos.

Cuando empezaron los brotes de la peste negra, 125 años después de la bula de Gregorio IX, la población de gatos era escasa en Europa y los roedores no tenían un depredador natural. Eso incrementó el margen de contagios.

Podemos decir que el gran pecado de la humanidad en ese momento crucial fue la ignorancia. Por una parte, una ignorancia que no se puede juzgar, pero por otra, una ignorancia condenable y deleznable.

Lo que no se puede juzgar es la ignorancia médica de la época. Faltaba mucho para que la ciencia nos enseñara cómo funcionan las pandemias, cómo se pueden dar los contagios, y cómo se deben tratar las enfermedades. La peste negra simplemente tomó a Europa en pañales respecto a sus conocimientos médicos. Pero lo que sí se puede y se debe juzgar es ese cúmulo de supersticiones que hicieron de los gatos un animal demoníaco, y que al final de cuentas resultó contraproducente para los seres humanos.

Que los gatos son el control natural de las plagas de roedores se sabe desde la antigüedad. No era una noticia para los europeos. Sin embargo, la teología se impuso al sentido común, y los resultados fueron catastróficos.

Fuerte lección para nosotros, que estamos viendo en directo los estragos de una nueva pandemia, pero en una época en la que nuestros conocimientos en todas las áreas de la ciencia son infinitamente superiores a los medievales.

Por ello, una pandemia que para este momento ha provocado un poco más de 23 mil muertos es vista como una catástrofe, pero no se compara ni remotamente a la peste negra y sus alrededor de 37 millones de muertos. Y es obvio: nuestros recursos médicos son mejores, por eso no vamos a ver una catástrofe de esa magnitud.

Sin embargo, el mundo está en alerta máxima porque tampoco tendrían por qué morir 21 mil personas, y porque las afectaciones económicas van a ser terribles. El colapso obligado como precaución para evitar los contagios va a provocar daños económicos en muchos países, y mucha gente va a quedar sin trabajo.

Por ello la importancia de controlar lo mejor posible esta pandemia.

Y por ello, la urgencia de que cada uno de nosotros tome decisiones basadas en el conocimiento y la ciencia, no en la superstición o la ignorancia.

Esa es la máxima lección que nos ha dejado aquella catástrofe sanitaria del siglo XIV.

Cuídense. Y cuiden a sus gatos. A sus mascotas, en general. Bueno, a todo el mundo, por favor.

 


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