Enlace Judío México e Israel – Algo innegable, impredecible e inevitable es la forma como la epidemia de coronavirus esta cambiando el estilo de vida de gran parte de la población del planeta.

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Esta transformación que está dándose en todos los aspectos de nuestras vidas, tiene, además, la característica de ser extremadamente rápida. Se están produciendo en apenas pocas semanas cambios en la manera de trabajar, estudiar, convivir, comunicarse y hasta amarse, que, en las condiciones anteriores, hubieran llevado años.

Estamos haciendo cosas ahora, que hace apenas un mes nos hubieran sido impensables. Así pasó, por ejemplo, con el reparto de las tareas domésticas entre todos los integrantes de la familia que es ya un hecho. La convivencia cotidiana en un espacio confinado está cambiando de manera radical las dinámicas de las parejas y las familias, tanto para bien como para mal.

Las redes sociales, que ya estaban presentes en todas partes, pues ya hasta aparatos y equipos se comunican entre sí por medio del Internet de las Cosas, ahora han tomado un papel fundamental en nuestra cotidianidad. Así, la oferta de todo tipo de servicios y actividades en línea es desbordante. Hay clases de yoga, de baile, de idiomas, conciertos y funciones de ópera que hace poco costaba una pequeña fortuna acceder a ellos, bibliotecas enteras, películas, capacitación y hasta, por increíble que parezca, sexo virtual.

Esta especie de arresto domiciliario que estamos viviendo nos está obligando a hacer un uso mucho más eficiente de los recursos, de todo tipo, del que no nos sentíamos capaces. Estamos, por ejemplo, rescatando la comida que teníamos olvidada el fondo de la despensa, estamos cuidando el uso de servilletas, papel higiénico, jabón y todo lo que consumimos, que ahora tiene un valor –no nada más precio– mucho mayor que el que le dábamos apenas hace unas semanas. Estamos desenterrando libros y revistas de los que ya ni nos acordábamos.

Todo parece concentrarse en lo que podemos hacer con estas herramientas para hacer más llevadero el encierro, pero existe el otro lado de la moneda. Lo que no podemos hacer. Hay cosas evidentes: no podemos ir al cine, no podemos ir a conciertos, no podemos ir al gimnasio, la mayoría no podemos ir a trabajar, pero hay otras cosas más importantes que tampoco estamos pudiendo hacer.

Esto no solo pasa en el terreno de lo material. También lo estamos viviendo con respecto de nuestras emociones y sentimientos.

No podemos estar con las personas que queremos, más que con los que coincidimos al principio de la cuarentena.

No podemos ver a amigos, a hermanos, a hijos o padres. Por verlos me refiero a estar con ellos físicamente, a tener la posibilidad de tocarlos, de abrazarlos o besarlos. Afortunadamente la tecnología nos permite hacer videollamadas, pero eso tiene el mismo efecto que el agua de mar para un náufrago. Al tomarla, parece calmarse su sed, pero un instante después, esta es mayor, hasta llegar a convertirse en un tormento.

Novios, esposos, parejas, quedaron ahora separados y solo pueden hablar o verse a través de algún aparato electrónico, pero no pueden tocarse, acariciarse, besarse o amarse.

Esto está obligándonos a encontrar nuevas maneras de comunicar sentimientos. Todavía hace poco menos de un siglo, la comunicación era principalmente por correspondencia. El teléfono estaba en sus inicios y hasta hace pocas décadas, una llamada telefónica de larga distancia era un lujo por su alto costo.

Por siglos, si alguien quería decirle palabras de amor a su ser amado, le escribía una carta, la enviaba y esperaba la respuesta, que podía tardar varias semanas en llegar. El lenguaje debía ser muy bien pensado, para que el mensaje emocional fuera captado por la otra persona y causara el efecto deseado. Así se creó el estilo literario epistolar.  Un excelente ejemplo es la novela Nunca te vi, siempre te amé (84 Charing Cross Road)”, de la que se hizo la película del mismo nombre, con Anne Bancroft y Anthony Hopkins. Un ingrediente fundamental en las relaciones era la espera de esa respuesta, que nos mantenía en vilo, pensando en la o el otro.

Lo que estamos viviendo hoy hace brotar en nosotros un sentimiento que fue muy común en todas las generaciones que nos precedieron y que, en esta, la época de la gratificación instantánea es difícil que lo hayamos sentido, que siquiera tuviéramos conciencia de que existía, de cómo se siente.

Se trata del Anhelo. Ahora, sin haberle puesto siquiera nombre a lo que sentimos, anhelamos tocar a quienes queremos, a aquellos por los que sentimos algo. Anhelar algo es muy diferente a desearlo. La diferencia comienza con el origen mismo de la palabra. Anhelar, en latín significa “respirar con dificultad”, es como una necesidad de algo que nos quita el aliento. Es ansiar algo que es muy importante para nosotros y que, al alcanzarlo, – sentimos-, que nos dará una gran satisfacción.

Basta con imaginarnos lo que va a ser el primer encuentro íntimo de una pareja que estuvo semanas separado, deseándose, platicándose sus anhelos y necesidades, emocionales, pero también físicas. Este encuentro va a tener dos elementos muy potentes. El deseo por nuestra pareja y el conocimiento que ya tenemos de ella.

Por el momento, los únicos órganos sexuales que podemos utilizar, son la lengua y el oído, por medio de la palabra y así como el agua fluye con más fuerza cuando el rió se estrecha, los sentimientos, si existen y son reales, se expresan más intensamente cuando los medios de expresarlos se reducen

Como dice la frase de la leyenda del sultán: Recordemos que esto, también pasará. En un tiempo de semanas, o si acaso, meses, regresaremos a la normalidad. Pero esta normalidad será muy diferente de la que conocíamos.

Probablemente, con el paso del tiempo, regresemos a una zona de confort muy parecida a aquella en la que vivíamos antes de está dura prueba, pero indudablemente, va a haber un período en el que valoraremos, apreciaremos y disfrutaremos inmensamente lo que antes dábamos por sentado y nos acercaremos de una manera diferente a aquellos a quienes ahora extrañamos, sin las barreras invisibles que sin darnos cuenta construimos, sin la armadura invisible que nos impedía dejarnos sentir, una vez que haya desaparecido la barrera real que nos impuso el destino.

Regreso a la idea de Víctor Frankl: No podemos controlar lo que nos pasa, pero si podemos controlar como reaccionamos ante lo que nos pasa.

Por duro que sea lo que estamos viviendo, la humanidad no se acabará, muchos, la mayoría, sobreviviremos y ya que el golpe que no mata fortalece, está en nuestro poder el salir fortalecidos de este trance.

Estos son los momentos en que nos damos cuenta de que somos mucho más fuertes de lo que pensábamos.

 

 


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