Enlace Judío México e Israel – Habían sido ochenta y un días exactos desde que decidimos escondernos en nuestra casa. Lo sé porque una de mis hijas llevó la cuenta día por día: una crónica del encierro equivalente a lo doble de la duración literal de una cuarentena.

Ahí anotó, a especie de diario, las actividades que marcaban nuestros días. No sé bien si para encontrarle algo de especial a los días que parecían todos iguales o más bien para algún día voltear atrás y tratar de recontarlos como una anécdota de adolescencia. Lo que sí, es que fueron esos papelitos que tapizaron la pared de su cuarto, la medida de nuestro #QuedateEnCasa.

Lo más difícil es romper esa inercia, tomar “la decisión” de someterte a un cambio. Especialmente si lo que hacías hasta ahora, funcionaba. Ya era cómodo, nos daba un cierto control dentro de la espantosa incertidumbre. En varios textos he escrito que lo más complicado va a ser adquirir la confianza de salir, minimizar los riesgos de forma segura. Cuando estábamos en casa no había que pensar demasiado, estábamos en “modo avión”, anonadados, expectativos. Pero levantarse del sillón y hacer un cambio, comenzar a encontrar gradientes y estar cómodos con ello, implica enfrentar miedos y empezar a asumir posibles costos. Implica dejar de ir con la ola y remar un poco. Pero, ¿a dónde?

Por razones quizás irracionales, porque seguramente así las catalogaría el escritor Dan Ariely, pero que en ese momento nos autoconvencimos de que eran sumamente lógicas, decidimos emprender el viaje. Encontrar un vuelo temprano, no tan lleno, elegir lugares de ventana, alejados del tráfico de los pasillos y lo más adelante posible. Justificamos las excusas que inventamos para salir del caparazón, asumimos que eran suficientemente válidas y trazamos cada uno de los pasos para lograr pasar del punto A al punto B esquivando, en la medida de lo posible, al ubicuo virus.

El atuendo consistió en una careta por persona, que prometimos no quitarnos desde llegar al aeropuerto hasta subirnos al coche rentado en el destino. Usar el tapabocas más extravagante que encontramos, con miles de letras y certificados que nos garantizó aparente confianza y seguridad. En una bolsa reusable, acomodamos meticulosamente el arsenal que, aunque ridículo, consistía en el armazón que nos hacía sentirnos invencibles. Este consistía en numerosas botellitas pequeñas que rellenamos una noche antes de gel antibacterial, un bote retacado de toallitas de Lysol que por fortuna conseguimos, y unas de las húmedas de bebé bañadas con cloro medio diluido, hechas en casa, para situaciones extremas. 

Lo más gratificante fue llegar al aeropuerto y darnos cuenta que no éramos los únicos lunáticos. Que todos los viajeros iban igual de silenciosos, tensos e incrédulos. Que en vez de abordar un Airbus, parecía que íbamos todos a explorar el espacio exterior. Nadie hizo conversaciones casuales con otros humanos. Ningún tipo de intercambio social. Lo mínimo indispensable incluso de contacto visual, como si el virus pudiera transmitirse por un rayo láser. 

Los trámites obligados fueron más extensos. Preguntas, cuestionarios, varias tomas de temperatura. Lo que sí es que tuvimos que llenar formas especiales de la Secretaría de Salud. Uno por persona. Sin duda un estudio epidemiólogo que alguna oficina burocrática decidió conducir. ¿Y la pluma? ¿Quién tocó esa pluma? Grandiosa fortuna las cuantiosas botellitas de alcohol que bañaron todo cuanto tocamos. 

Antes de pasar el filtro de seguridad, nos tomaron la temperatura, todos mudos. El aeropuerto lucía desierto, las tiendas cerradas. Por primera vez extrañé las demostradoras de perfumes y bebidas de los duty free. Pasar por la inevitable inspección de rayos X fue aún más angustioso que de costumbre. Los cúmulos de gentes respetaban en la fila la sana distancia, pero nos revisaron cuan terrorista antes de salir de un cerezo. Lo que sí, es que habíamos incluido periódico viejo en nuestro arsenal, y tapizamos obsesivamente las charolas para evitar que nuestras bolsas personales tocaran cualquier superficie ajena. De toda la experiencia, es en este punto que Howard Hughes hubiera sentido tranquilidad. Claro, si el guardia nos hubiera permitido abandonar los pliegos de periódico ahí. Pero no, tuvimos que recogerlos uno a uno y ya no supimos si eso fue peor.

Pero más botellita de alcohol.

La sala de abordaje repleta. Pero los humanos esparcidos como tratando de ocupar todo el espacio disponible. Los asientos de la sala tenían una estampa indicando que no podía sentarse nadie junto a otro. Una ilusión óptica al acomodo que encontramos unos minutos después dentro del avión, que para nuestra sorpresa, iba bastante lleno. Supongo que los vendedores de boletos de Aeroméxico olvidaron lo que los directores de mercadotecnia habían prometido a los ingenuos clientes como nosotros. De pronto, nos encontramos con que no había sido tan buena idea seleccionar todos asientos en ventanas y compartir la fila con desconocidos. Mi esposo tuvo que recurrir a sus artes de negociación, a su forma tan especial de conseguir mágicamente cambios de lugares por escuetas sonrisas apenas visibles bajo tanto equipo de protección.

Como es de esperarse, tuvimos que suspender los rituales que disfrutábamos en los viajes de antes. Esos detalles, como la compra del cafecito obligado, ahora cancelado. Comprar alguna revista, fritura o impulso antes de abordar, impensable. Imposible. Ridículo. Ni siquiera era opción. Quizás solo ir al baño del aeropuerto que luego de un análisis entre los seis, decidimos que era mejor tener que recurrir al del avión. Y bueno, adquirimos como premio de consolación unas míseras botellas de agua en una de las poquísimas tiendas abiertas. Grandiosa idea, porque sería el único líquido que nos acompañaría. 

Como de suponerse, durante el vuelo no nos dieron alimento alguno. Nada. No es que hubiéramos comido, pero de todas formas no nos dieron opción. Era claro que no eran tiempos normales. Nunca salió el emblemático carrito a pasear en el pasillo, ni la aeromoza a repartir cacahuates o Coca Cola, tampoco el prometido gel antibacterial por persona que la página de la aerolínea nos garantizó obtener. Los sobrecargos, con guantes, careta y mascarilla, nos invitaron a llenar el avión de forma inversa: primero las filas traseras y al último las delanteras. Al entrar a la aeronave un joven en uniforme nos puso un poco de gel de alcohol a forma de agua bendita, en un gesto más de protocolo y de compasión. Así fue la bienvenida al avión.

En este viaje sui generis, la tripulación que iba a bordo no estaba para hacer “la experiencia” de viaje, un mítico espacio de placer, de esparcimiento. Más bien iba para garantizar el buen comportamiento de los pasajeros. Para por las bocinas del altavoz, dirigir los múltiples recados bilingües, anuncios que esta vez sí escuchamos, por que por vez primera, eran diferentes. Nos indicaron los cambios que por COVID-19 tendríamos que vivir, por si algún despistado aún no se había percatado de la anormalidad. 

Lo que sí, es que para tranquilidad de los germofóbicos y nuestra paz mental, limpiamos todos los rincones de nuestros asientos con las toallitas húmedas cloradas antes de sentarnos. Los respaldos, los asientos, las mesitas, los dos recarga brazos con sus respectivos botones, la pared, la ventana y la jareta de la cortina y claro, el cinturón de seguridad… por poco el piso también. Aprovecho para disculparme con el resto de los pasajeros por el tufo a cloro que dejamos… en ese momento no se me ocurrió hacerlo porque nos veíamos entre todos como posibles infectados. Enemigos entre todos compartiendo una sola cabina.

Luego de la limpieza exhaustiva nos preguntamos si no íbamos a acabar con la ropa blanqueada o la piel de las manos destrozadas por los productos abrasivos. Pero en este caso, Maquiavelo tenía razón: el fin justifica los medios. Y no podíamos bajar la guardia. El invisible virus podría estar en cualquier lugar. No queríamos arriesgarnos. Me sacó de mis pensamientos una niña pequeña, quizás de cinco años, que preguntó a su mamá si ya se podía quitar el cubrebocas, que ya no quería parecer robot. Agradecí no tener que convencer a mis hijos “que todavía no, que un ratito más”. Ese “ratito” que los papás regalamos a los hijos pensando que calmara la curiosidad pero que sólo hace recurrente la misma cuestión. Infinita. Hasta acabar con la paciencia. Mis cuatro adolescentes observaban. Les agradezco enormemente que no pidieron permiso para relajarse. Habíamos diseñado la ruta en equipo. Eran parte del plan de escape.

No está de más aclarar que permanecimos las cuatro horas de vuelo con las mascarillas y caretas puestas. Todos sabemos que los lugares cerrados son los peores lugares de contagio. Lo bueno que nos habíamos desmadrugado tanto que todos nos quedamos profundamente dormimos. Así se hizo menos largo el trayecto. Estando inconscientes descansamos en estado de alerta. Ya nos picaba la frente por la esponja de la careta, urgía mojar los labios, pasarse un Kleenex por la nariz, ponerse cremita en las manos. Pero no, había que aguantar. Era parte de la misión. En ese momento pensamos en los médicos, las enfermeras y personal de salud, que por horas usan su equipo de protección personal, diario. Obligado. Y como la rana René, no nos quejamos más. El poder de la empatía.

Entrar a Estados Unidos requirió el llenado de más formas de salud, unas locales. Estrategia del país que nos recibía por mantenernos en el radar, por si hubiera sucedido algún contagio durante el vuelo. Tuvimos que declarar con precisión nuestro número de asiento. Lo que sí, es que el aeropuerto al que llegamos estaba aún más vacío que el de la Ciudad de México. Ahí si, ni tiendita para comprar un chicle, un entorno suficientemente inusual. Ya daba hambre. Pero faltaba el último jalón.

Fuimos a rentar el coche. Seguíamos manteniendo sana distancia con los demás viajeros, cuidando de no poner nuestras bolsas de mano en alguna silla, menos en el piso, en ningún lugar que no fuera nuestro regazo. Estábamos recogidos. Entre nosotros. Pacientes. Ya era lo último. 

Cuando recibimos el coche aventamos las maletas en la cajuela, y limpiamos con nuestras maravillosas toallitas húmedas el interior del auto que iba a ser temporalmente nuestro. No se si hubiéramos aprobado con honores alguna inspección sanitaria, pero hicimos lo que nos hizo sentir seguros. Me dio remordimiento por la cantidad de basura que generamos. Pero el mantra era extremar precauciones. Maquiavelo. Parte del plan había sido ponernos todos unos shorts debajo de los pants aguados con los que viajamos, y playeras limpias bajo las sudaderas que exhibimos en el trayecto. 

Nos quitamos con cuidado las caretas, mascarillas, pantalones y suéteres. Todo lo sucio a la cajuela entre las maletas. Luego, el obligado alcohol, cloro, más alcohol, lavada de manos a conciencia con dos happy birthday completos. Y listo. Nos sentíamos tal Michael Phelps tocando el otro extremo de la alberca. Ante ese sentimiento de liberación, saque los escuetos y apachurrados sándwiches que habíamos preparado a las cuatro de la mañana, antes de dejar la base.

¿Misión cumplida? No lo sé. Sabremos en dos semanas cuando estemos seguros de que la libramos, que esquivamos los posibles encuentros con el coronavirus, cuando no desarrollemos síntomas. ¿Mientras? Seguir encerrados pero con otro paisaje en las ventanas. Sólo cambió el contexto. Pero el virus, sigue siendo el mismo. Él había viajado también en avión, mucho antes que nosotros. Aquí lo encontramos de nuevo. Aquí la gente también transita con cubrebocas. Fue evidente el significado de la palabra pandemia. El monotema aquí también es el tema. De eso quizás sólo los astronautas a bordo del Crew Dragon pudieron escapar.

Sin duda, el posible éxito de nuestra misión lo puedo agradecer a que repasamos cada uno de los pasos críticos con meticulosa atención antes de aventurarnos. Juntos. Blindando los posibles talones de Aquiles para mitigar al máximo el encare con el virus. Me hubiera encantado meterme en la cabeza de mis cuatro hijos adolescentes para saber si se sentían como una figurina de videojuego pasando niveles con destreza, o simplemente estaban tan cansados de rebotar con las cuatro paredes de la casa que esta aventura alimentó su sed hormonal por una experiencia que fuera posteable, compartible, bloggueable

De haber sido niños pequeños quizás nuestro intento hubiera sido desastroso. Cuan Ulises esquivando sirenas y venciendo cíclopes, nuestra odisea reversa fue para salir de Itaca, escapar de casa. Es posible que a pesar de sentirnos ahora victoriosos, no haya servido el Caballo de Troya que nos inventamos. No estoy segura si verdaderamente logramos pasar desapercibidos, engañar al invisible virus. Esperemos que sí. Pero no hay garantías. 

El salto que decidimos dar fue quizás con la esperanza de encontrar la añorada normalidad, sin embargo, no la encontramos. Creo que ya no existe. Aquí tampoco está. Me parece que la normalidad es una especie más en extinción.

 


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