Enlace Judío México e Israel – “Sufro por tu ausencia, por no tenerte, porque te extraño, por el vacío que me ha dejado tu partida, y sufro por mí… Me dueles y me duelo, me duele tu muerte y me duele mi vida sin ti… Duele el corazón, el cuerpo y el alma; porque finalmente lo que duele es vivir, vivir con su ausencia, vivir sin su presencia”.

Cada día es un buen día para unir a la comunidad, pero Yom Kipur es un momento especialmente importante. Hoy y ahora estamos juntos en esta tarea. Podemos apoyarnos unos a otros a través de las pruebas de la vida que muchos han sufrido.

Así como Dios se acuerda de nosotros, nosotros recordamos a nuestros seres queridos; y en nuestro dolor, buscamos consuelo en la bendición de la tradición y la comunidad. Hoy los recordamos especialmente y con mayor intensidad, los extrañamos y anhelamos que se aseguren de que estemos inscritos y sellados en el Libro de la Vida. Yizkor nos da permiso, para seguir con nuestras vidas sin preocuparnos de que hayamos podido olvidar los recuerdos dolorosos y sagrados que apreciamos.

La pérdida de un ser querido es un golpe devastador. Es la prueba más difícil debemos enfrentar. El dolor no se parece en nada a lo que esperábamos. Y cuando llega, deshace el tejido mismo de nuestro ser. Perdimos una parte de nosotros mismos.

Y este año, Yizcor tiene una nueva dimensión. Nos imaginamos juntos, y lo estamos de una nueva forma, pero con la misma intensidad. ¿Podrá cada uno de nosotros recordar con la misma intensidad que cuando estamos cercanos? Pensé en una forma de ayudarnos.

Hace algunos meses, un amigo me recomendó la película “Song of names”, en español, “La canción de los nombres olvidados”. En el momento que terminé de verla supe que tenía mi idea para esta hora.

En pocas palabras es la historia de Duvidl Rapoport, un niño violinista prodigio cuyos padres, al comenzar la guerra, lo traen de Polonia y dejan para estudiar en casa de un empresario musical. El crece junto al hijo de la familia en Londres y con el tiempo se vuelven mejores amigos. Dovidl vivía muy preocupado esperando noticias de su mishpoje. Se entera que están camino a Treblinka. Pasan los años y una noche es su gran presentación.

Pero Dovidl no apareció. Y ahí comienza el mensaje. La agonía del personaje se da cuando descubre el fatal destino de su familia, un momento que cambia su vida. Un día, perdido, llega al barrio judío, y encuentra una sinagoga de sobrevivientes de Treblinka, conocida porque tenían “La canción de nombres”.

Los prisioneros escribían el nombre de cada victima con una melodía para no olvidarlo, para asegurarse de seguir recordando los nombres de todos sus compañeros muertos en ese lugar. Duvivl entra y pide información sobre su familia y el minián lo rodea mientras se acercan al sefer torá de donde el rabino recita, con una melodía llena de dolor, los nombres de quienes allí habían sido asesinados. Y en medio a la melodía escucha el nombre de todos los integrantes de su familia. Y por ello desaparece.

Años después se reencuentra con su amigo que lo buscaba y convertido en un hombre jasídico le cuenta su historia. Apenas reencontrados Duvidl le dice que la gente en Treblinka no tenía miedo de morir. Lo que le daba miedo es que no hubiera nadie que pudiera decir kadish por su alma.

¿No es el sentido de Yizcor en Yiom Kipur? Nuestra tradición enseña que mientras lloramos, podemos convertir nuestro duelo en una canción.

Por esa razón los invitamos a que enviaran los nombres de sus seres queridos. Para que durante esta hora de Yizcor, los pasáramos en un banner, como una forma de reafirmar que la melodía de sus vidas, su nombre y su recuerdo continúan siempre en nuestra propia vida.

Que aun en situaciones especiales como las que hoy vivimos no los abandonamos, que nuestro lazo de amor sigue intacto. Que todos y cada uno no son olvidados nunca, que están junto a nosotros y que sus vidas forman parte de nuestra historia personal, de nuestra melodía, nuestras tradiciones. Sus nombres nos personifican. Como comunidad, como familia. Y a cada uno en su dolor personal.

La muerte trae consigo el silencio de la tristeza y de la soledad.

Algunos entre nosotros, en ese silencio, recordamos a un padre, a una madre, o ambos. Ellos son la síntesis de nuestra vida, y cuando vemos nuestra propia descendencia, sabemos que la muerte no es el fin de la vida; algunos evocamos un hermano o hermana, recuerdos de la infancia inundan nuestra mente; algunos en nuestro silencio, recordamos a un esposo o a una esposa, recuerdos del amor y de los sueños compartidos, truncados. Algunos en nuestro silencio recordamos a un hijo o una hija que se nos adelantó.

Muchos, recordamos abuelas y abuelos, algunos, amigos queridos. Nuestra pena va más allá de lo que otros puedan comprender, o de palabras que pudiesen consolar. Algunos se nos unen por primera vez, los recibimos y los abrazamos deseando que Dios los consuele, otros nos reconocemos porque cargamos con el dolor del tiempo y la ausencia.

Y mientras observamos los nombres, evocamos cada uno con su melodía de infancia, sus recuerdos o historias que nos contaron. Cada uno visitando sus cicatrices del corazón. Es el momento de las almas rotas. Es el momento de la melodía de los nombres, todos los nombres que se sucedieron, de generación en generación hasta llegar a ti. Cada nombre y cada con su propia historia personal y familiar. Cada nombre con su melodía propia. Cada nombre y una cicatriz en nuestra alma.

Los recordamos porque somos el producto de nuestras memorias, porque somos en gran parte lo que cultivamos y almacenamos en la relación con aquellos que hoy evocamos. Rescatamos y atesoramos las imágenes, las palabras, los gestos, las sonrisas, los silencios, su compañía, su último adiós. Y observamos ese lugar vacío en la mesa de iomtev, que hoy sentimos más intensamente en nuestra propia casa.

¿Cómo cerrar le herida que llevo en mi corazón? ¿Cómo vivir con el vacío de tu ausencia? Tal vez nada más cierto que las palabras del Kotzker Rebe: “No hay nada más completo que un corazón roto”.

Algo difícil de explicar para quien no sufrió la pérdida de un ser querido. Desearía poder decir que te acostumbras a que la gente muera. Pero yo nunca pude. Duele, y mucho. Y vas acumulando cicatrices en el alma. Son una evidencia del amor y la relación que he tenido con esa persona. Si la cicatriz es profunda, así era ese amor y así es la melancolía por su ausencia. Y los nombres continúan pasando.

Aquí están ellos, aquí estamos nosotros. Juntos porque el amor es más fuerte que la muerte. Mi mente te habla y mi corazón todavía te busca. Pero mi alma sabe que estás en paz.

Leonard Cohen escribió en una canción que el llamó Anthem, un pensamiento muy profundo.

“Que doblen las campanas, que aún puedan sonar. Olvida tu ofrenda perfecta. Hay una grieta en todo, así es como entra la luz. Los pájaros cantaron al romper el alba. Comenzar de nuevo los oía decir. No te preocupes por lo que ya pasó, o por lo que aun esta por venir. Hay una grieta en todo, así es como entra la luz… Pedimos señales, y las señales fueron enviadas… Puedes sumar las partes, no tendrás la suma. Puedes tocar la marcha con tu pequeño tambor roto…Todo corazón al amor llegará pero como un refugiado.. Que doblen las campanas, que aún puedan sonar. Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”.

Recordamos sus nombres, contamos sus historias a nuestros hijos y nietos, tal vez bisnietos.

Y cuando lo hacemos estamos reafirmando el concepto de ledor vador, da la continuidad de las generaciones.

Cuando así lo hacemos, al rezar el Kadish, sus voces se unen a las nuestras en el coro en la hora de recitar Amén.

Todos tenemos una grieta en nuestro ser y por allí la luz penetra y nos ilumina…

Que la melodía de sus vidas resuene en los que lloramos su partida. Que la canción de la memoria nos acerque. Los recordamos…

Yizcor…


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