Enlace Judío México e Israel –  1. El aburrimiento

Alberto Moravia

“El aburrimiento para mí, es propiamente una especie de insuficiencia, o impropiedad, o escasez de la realidad…un ejemplo: mi aburrimiento se parece a la interrupción frecuente y misteriosa de la corriente eléctrica en una casa: en un momento todo es claro y evidente, aquí están los sillones, allí los divanes, más allá los armarios, las cómodas, los cuadros, los cortinados, las alfombras, las ventanas, las puertas; un momento después ya no queda sino oscuridad y vacío”.

Se ha comprobado que eso de “me muero de pena”, “me muero de risa” o “me muero de aburrimiento”, puede sucederle a cualquiera de nosotros. Morirse de pena o de risa no es tan terrible, porque por lo menos, son emociones fuertes las que producen la muerte. Pero morirse de aburrimiento ¡sí que es fatal! El aburrimiento, otra de las modalidades de la depresión y el estrés, puede combatirse de diferentes formas, una de ellas, un poco solitaria pero efectiva, es reírse de uno mismo. No toma mucho tiempo, pero sí mucho ingenio y osadía, y eso puede salvar la vida de cualquier aburrido. De las otras formas para combatir el aburrimiento no quisiera opinar, sería como empezar a dar consejos sentimentales, y esa ya no es mi especialidad.

2. Extrañando a los turistas

Israel es un país lleno de gente de otros lados. Desde Golda Meir que llegó de Ucrania, pasando por el violinista y director musical Shlomo Mintz que llegó de Rusia, o el pianista Daniel Barenboim, argentino nacionalizado israelí y palestino. De distintos orígenes son nuestros diputados y gobernantes, embajadores de países reales o imaginarios y hombres de negocios que en un reciente pasado eran en su mayoría españoles, ya que España era el país que producía antes de la pandemia más hombres de negocios y diplomáticos per cápita.

No era necesario oírlos hablar para saber que eran extranjeros. Los latinoamericanos, por ejemplo, nos distinguíamos por la tendencia a andar siempre en manada y por la incapacidad congénita para entender lo que decían los guías turísticos en inglés.

A los norteamericanos los reconocíamos por su color de leche desnatada, los ridículos anteojos con dibujitos de colores, la vestimenta de un amarillo limón a cuadros y el olor al after shave que despedían. Los españoles se reconocían por vestirse a la ultima moda parisina (de hace tres años), la barba bien recortada y el andar por las calles de Tel Aviv diciendo ¡coño! Los argentinos por creerse fascinantes y las polacas por llevar siempre una mano en la frente a causa del dolor de cabeza, y los rusos por lo mal vestidos y por llevar cheques de viajero en rublos.

Pero desde que comenzó la pandemia todo se volvió más aburrido y nos quedamos solos, sin turistas, solo con los marroquíes que se distinguen por el ardor mediterráneo que tienen en la mirada y los etíopes que desde que comenzó el coronavirus no tienen nada que hacer y con los persas del mercado a quien nadie entiende lo que dicen.

Una buena parte de nosotros tenemos en común una característica fundamental: llegamos a la tierra de la leche y la miel y que hoy es solo de virus, con los gastos pagados. Aunque algunos llegaron por gusto. Otros, porque aquí todo era mejor que en sus países de origen.

Los turistas que hoy ya no llegan, los veíamos los sábados en el parque Hayarkón con camisa sport de Lacoste, celular con excelente cámara fotográfica incluida y varios nietos. Son los mismos tipos que temprano los lunes en su país tomaban su portafolio y se iban a alguna oficina para atender de mala gana al público.

Pero había, y ya no se ven, otra clase de gente de fuera, muy diferente. Los diplomáticos. Estos se pasaban la vida festejando rigurosamente las fiestas de sus respectivas patrias, confeccionando platillos nacionales, negando visas, y esperando pacientemente algún conflicto internacional para tomar las maletas y largarse según el caso.

Un fenómeno que hasta hace unos años era nuevo en nuestro país y que ya no lo es, era el de las sirvientas que llegaban de fuera. Llevaban una existencia difícil y aburridísima. Vivían con otras compatriotas en departamentos de dos recamaras en la vieja tajaná, trabajaban desde temprano por la mañana y hasta la tarde, y al terminar su trabajo se iban a su casa a lavar ropa, a chismorrear y oír música de su tierra natal.

Los sábados, encerradas en sus casas, debían estar barriendo y lavando la suciedad acumulada durante la semana. Tenían romances apasionados tipo telenovela con jóvenes que estaban de paso, y uno descubría su identidad solo al oírlas hablar al cruzar la calle hablando en español, filipino o polaco.

Pero cualquiera que sea nuestro origen, o casta, o nacionalidad, o como quieran llamarlo, todos hacemos lo mismo. Contarnos entre nosotros que vinimos acá porque “este es nuestro país”, “por necesidad económica”, “por la guerrilla”, “por Maduro” “por una decepción amorosa”, etc. etc. “dejando atrás una vida mejor”.

Entre los que hicieron aliya, algunos tienen una colección de pintura naif impresionante, otros una vajilla de porcelana francesa heredada de la abuela o de pipas británicas. El que no es hijo de un líder comunitario judío, tuvo tres criadas o fue asesor jurídico en alguno de los gobiernos argentinos. El que no se iba de shlijut a México, trabajaba para la organización sionista mundial y viajaba a Latinoamérica cada mes. Otro tiene un pequeño depa en Manhattan o por lo menos pasaba sus vacaciones esquiando en Europa.

Pero está la nostalgia. Según el interlocutor se descubre que “la mejor carne del mundo es la de Buenos Aires”, aunque las vacas sean del Uruguay, “el mejor café es de Brasil” aunque venga de Colombia, “los mejores cigarros siguen siendo los franceses Gitanes”, aunque ya sean españoles, y “no hay como unos tacos al pastor con salsa bien picante en los Panchos”, y “los camarones al ajillo del Quijote en Caracas no tienen igual”.

La nostalgia es irracional e irremediable. El otro día, antes del Cierre, cotorreando con un estudiante mexicano en Mezcal en Florentín, que suspiraba por tequila, le pregunté que qué tenía de malo el tequila Cuervo que se estaba tomando aquí, en Tel Aviv, a lo cual me contestó: Sí, pero el limón no me sabe igual.


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