Enlace Judío – El Día Internacional por los Derechos Humanos nos recibe con otra agradable noticia para el Medio Oriente: Israel y Marruecos han acordado establecer relaciones diplomáticas. Con ello, Marruecos se convierte en el cuarto país árabe en normalizar relaciones con Israel, todo ello con el apoyo de los Estados Unidos.

Todo parece indicar que la diplomacia israelí tiene vida propia y se mantiene saludablemente ajena a otros problemas que aquejan al país y al gobierno de Netanyahu (como las protestas en su contra por los grupos de izquierda, la crisis sanitaria ocasionada por la pandemia de COVID-19, el anuncio de que pronto habrá nuevas elecciones, o el juicio pendiente que está enfrentando por cargos de corrupción). Nada de todo eso ha afectado los acercamientos entre Israel y los países árabes, y Marruecos engrosa la lista de éxitos en las negociaciones que primero acercaron a Israel con los Emiratos Árabes Unidos y Baréin, y luego con Sudán.

En Estados Unidos sucede algo similar: evidentemente, la derrota de Trump en las elecciones pasadas y la inminente conclusión de su gestión como presidente no ha provocado que la diplomacia norteamericana pierda el ritmo, y con este nuevo anuncio la administración saliente se anota otro éxito internacional.

Y así, poco a poco, el complejo rompecabezas del Medio Oriente comienza a armarse conforme a otro paradigma, y empezamos a vislumbrar una realidad distinta.

Por supuesto, el máximo hito será cuando Arabia Saudita firme tratados de reconocimiento con Israel, cosa que todavía va a tomarse un tiempo. La razón ya la he mencionado en notas anteriores: está claro que el rey Salman bin Abdulaziz no va a firmar ningún acuerdo de esta naturaleza, ya que está indisolublemente vinculado a esa vieja guardia política que creció y se desarrolló llena de prejuicios contra Israel. Son los que todavía insisten en que no se debe firmar ningún tratado si primero no se llega a una solución definitiva con los palestinos.

Así que será la siguiente generación, liderada por el príncipe heredero Mohamed bin Salman y que no tarda en llegar al poder, la que firme la paz con Israel.

Es muy probable que el tema de los palestinos no vaya a ser determinante en ese proceso, por una simple razón: todos saben que las autoridades palestinas se mantienen en su negativa de proceder a cualquier tipo de negociación. Y, además, ahora se sienten traicionados por el mundo árabe, justo porque cuatro naciones —incluyendo a Marruecos ahora— han firmado la paz con Israel sin esperar a que los palestinos reciban algo a cambio.

En términos prácticos, esto significa que mientras los palestinos y el resto del mundo árabe se están distanciando, mientras que Israel y las naciones sunitas están fortaleciendo sus vínculos.

El resultado final debe ser, de cualquier modo, la implementación de un tratado de paz entre Israel y Palestina, y está fuera de toda discusión que su principal objetivo debe ser a favor de que los palestinos puedan acceder a mejores condiciones de vida, en un Estado propio y con el apoyo de la comunidad internacional.

Pero eso nunca se iba a lograr bajo los antiguos paradigmas, promocionados tercamente durante décadas por la comunidad europea y —sobre todo— por los presidentes demócratas de los Estados Unidos (es probable que Biden trate de regresar a ese modelo, pero el Medio Oriente ha cambiado tanto que va a poder hacer muy poco por alterar la ruta que se ha tomado).

En ese paradigma, la exigencia es que lo primero que Israel tenía que conseguir era un acuerdo con los palestinos. Todo lo demás dependía de eso. Esa estrategia llevó al Medio Oriente a un callejón sin salida, debido a la sistemática negativa palestina para avanzar en las negociaciones.

No fue un asunto arbitrario, caprichoso o gratuito. En realidad, esa resistencia palestina era obligada debido a una situación tan fácil de entender como difícil —o imposible— de entender: una negociación exitosa con Israel habría desembocado en la fundación del Estado palestino, y casi de inmediato Hamás habría comenzado sus movimientos para hacerse con el control del mismo. En términos prácticos, eso significaba una guerra civil con Fatah, organización que tendría todas las de perder.

El resultado habría sido la radicalización palestina y un incremento de la influencia iraní en la zona, e Israel no habría tenido más alternativa que lanzar el ataque más agresivo contra los palestinos en toda la historia. Con ello, prácticamente se habría regresado a la situación de 1967, algo absolutamente indeseable tanto para Israel como para todos los árabes.

Por eso fue que Mahmoud Abbas simplemente ha dejado correr el tiempo sin comprometerse a nada que cambie el estatus en Judea y Samaria (Cisjordania) o Gaza, aferrándose acaso al sueño imposible de que la comunidad internacional lograra convencer a Israel de fundar un estado binacional. Ese era el único esquema en el que el liderazgo de Al Fatah habría estado protegido de las posibles agresiones de Hamás y de otros grupos igualmente radicales.

Pero Israel nunca aceptó esa posibilidad, equivalente —simple y llanamente— a un suicidio muy similar al del Líbano en los años 70.

En este punto, no se puede negar que el olfato político de Netanyahu fue correcto y acertó en todos sus cálculos. El empoderamiento de Irán, patrocinado por la desastrosa política de Barack Obama, puso a Israel y a Arabia Saudita en una inesperada negociación extraoficial (casi podría decirse que clandestina), y hace unos seis o siete años comenzaron a sentarse las bases para explorar otra ruta de solución al añejo conflicto árabe israelí.

La necesidad de hacer un frente común contra Irán logró que la diplomacia hiciera lo suyo, y el apoyo que vino con la administración Trump terminó de reconfigurar el panorama.

Y acaso esto es lo más interesante de este nuevo tratado que se anuncia hoy: en gran medida, se está cerrando una pinza en contra de Hamás y los grupos radicales de Gaza. Si Mahmoud Abbas se siente traicionado por los países árabes que están firmando la paz con Israel, la gente de Hamás sabe que, hoy más que nunca, están quedándose solos. Les queda un poco de apoyo iraní, pero la nación persa está sumida en una crisis de la que no van a salir (gracias a la incompetencia de la estrategia económica de los ayatolas). Y tienen otro coto de ayuda en Turquía, pero no hay modo de que Erdogan pueda influir. De hecho, ahora mismo enfrenta terribles problemas porque su agresiva actitud en el mar Egeo está a punto de provocarle sanciones económicas por parte de sus principales aliados, la Unión Europea, algo que la debilitada economía turca no va a soportar.

El panorama parece decidido: los países árabes seguirán normalizando relaciones con Israel, y cuando la vieja guardia saudita haya cedido el poder a la nueva generación, es muy probable que también Jerusalén y Riad, por primera vez en su historia, normalicen sus relaciones.

Entonces estará listo el panorama para que se implemente un verdadero proceso de pacificación con los palestinos. Uno en el que ni Fatah ni Hamás —ni los demás grupúsculos radicales— tendrán más alternativa que someterse al consenso de los reinos sunitas.

Irán y Hezbolá tampoco salen bien parados de todo esto, ya que lo único que sucede es que el bloque de sus oponentes se está reforzando.

La buena noticia para los palestinos es que, aunque por el momento no lo deseen y menos aún lo entiendan, el fortalecimiento de las relaciones entre Israel y los otros países árabes va a ser un importante detonante económico que, eventualmente, también va a beneficiarlos.

Por supuesto, la gran incógnita es si en este nuevo marco que pueda convertirse en la prosperidad del pueblo palestino, sus autoridades —lo mismo grupos como Hamás que Mahmoud Abbas y los panzones de Fatah— tendrán cabida.

Me inclino a pensar que no. Que una parte obligada del proceso de estabilización de la zona será el desmantelamiento de la Autoridad Palestina, una lacra burocrática que, hasta este momento, no ha servido para algo que no sea el desperdicio de tiempo y dinero.

Eso ya lo veremos con el tiempo. Lo que no tardaremos en ver serán los beneficios que empezarán a fluir a raíz del tratado que hoy se anuncia.

Beneficios que Marruecos muy pronto podrá presumirle a otras naciones árabes, como Argelia y Túnez, y que sin duda serán un aliciente para que la África sunita se apresure a integrarse al futuro, que todo parece indicar que ya está aquí.

 


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