Enlace Judío – Hillary sabía cuidarse, tal como todos lo sabemos hacer luego de diez meses de pandemia. Las únicas salidas eran para atender a sus pacientes; imposible ser dentista desde casa. Al igual que para Joe su esposo, que es veterinario, el uso de cubrebocas en su consultorio es obligatorio, medida inquebrantable que ambos practican desde que salen de su departamento en Nueva Jersey. Y sin embargo, cinco días antes de que Hillary acudiera a su cita para recibir la vacuna contra COVID-19, comenzó con síntomas.

“Frustrada, así me siento, muy frustrada”. 

La llamada telefónica que sostuve con Hillary me recordó a la historia que con tristeza varias veces me ha contado mi papá sobre su amigo de la infancia que a días de vacunarse contra la polio contrajo el virus que lo dejó paralítico. No sé si exista una palabra para nombrar una situación así. Tengo en la mente la imagen del Éxodo regresando a Europa, pienso en el superior de Charles Havlat cuando se enteró del cese al fuego. Quizás es frustración, tal como lo describió Hillary. Ganas de regresar el tiempo y corregir la pequeña diacronía. Así no tenía que ser.

Hillary ya está bien, a sus 31 años sus síntomas se limitaron a algo de tos y mucho cansancio, sin duda su mayor pesar fue sentirse como el trapecista que por milímetros dejó ir el columpio que la iba a lanzar hacia el otro lado: a la plataforma de los inmunizados, protegidos. El gobierno de Nueva Jersey le había asignado cita de prioridad por ser dentista, le tocaba la vacuna contra COVID-19 el domingo pasado. 

Cuenta que el martes anterior una colaboradora de la veterinaria donde labora Joe recibió noticias de que la tía con la que había pasado Navidad estaba con COVID-19. Inmediatamente la colaboradora se aisló y sin síntomas obtuvo su prueba positiva al día siguiente. Debido a que habían usado el reglamentario equipo de protección personal en todo momento Joe convivió con su esposa y pequeña hija Charlotte con plena confianza, “no hubo riesgo de contagio”, asegura, “sí estuvo en el trabajo pero siempre con cubrebocas y en cuartos distintos”. Sin embargo, ese viernes que empezó el nuevo año, Joe comenzó con síntomas. 

“Nunca modificamos la forma en que nos cuidábamos. Tenemos que salir a trabajar, y por ello, somos muy estrictos. Usamos el cubrebocas siempre. No vemos amigos, ni vamos a restaurantes, nada. Nos contagiamos porque alguien más fue a una cena de Navidad. Nosotros no rompimos los protocolos que hasta hoy nos habían funcionado”.

Y es que quizás las reglas del juego que ya conocíamos han comenzado a cambiar. Joe y Hillary están seguros de que fueron víctimas de la nueva variante del coronavirus. Claro que es una suposición que no podrán confirmar; para ello habría que obtener la secuencia genética del virus que los infectó. 

El mismo día que su madre, el lunes por la noche, la pequeña Charlotte de 15 meses comenzó con síntomas de gripa. Todos tienen pruebas diagnósticas positivas. Según reportes británicos preliminares, la nueva variante es entre 50 y 70% más contagiosa y aquellas personas estudiadas tienen mayor carga viral. Eso explicaría el aumento estrepitoso de casos en todos los países donde la variante B.1.1.7 se ha detectado, incluidos México. Tal como aprendimos desde los inicios de la pandemia, si el coronavirus está en algún lugar, está en todas partes. 

Ahora, una persona contagiaría a ocho en vez de a cinco. Y aunque la variante no parece provocar una COVID-19 más grave, habrán muchos más pacientes que requieran atención médica en sistemas de salud erosionados y prácticamente saturados. La curva de casos exponencial ahora tendrá una pendiente más pronunciada y tal como repetíamos desde marzo, las medidas tomadas hoy para aplanar urgentemente la curva tienen impactos importantes. Debemos reconocerlo con seriedad inmediatamente. 

Como la historia de Hillary, Joe y Charlotte hay un sinfín de vivencias que relatar. Ahora que estamos frente a la masiva campaña de vacunación, la más grande de la historia de la humanidad compitiendo con el avance de este nuevo reto, me pregunto cuántos llegaremos invictos. Si bien el despliegue de los esfuerzos de vacunación no dependen enteramente de nosotros, nos toca cuidarnos aún mejor hasta que llegue nuestro turno, y cuando llegue la hora, descubrir el brazo y recibir la vacuna. Después, seguir cuidándonos y regresar por el refuerzo. Y luego, seguir cuidándonos hasta que la circulación del virus se apacigüe y ya no encuentre a quien infectar. No es tan complicado, ya lo sabemos hacer; pero ahora se requiere hacerlo mejor, con mayor paciencia y decisión.

Los virus sufren mutaciones de forma natural, cambios aleatorios que a veces resultan darle ciertas ventajas. Aquellas que lo hacen “mejor”, se conservan y entonces comienzan a ser más frecuentes hasta volverse los predominantes. Cuando los cambios no le confieren beneficio, no trascienden, se pierden. Así, en cada persona que infecta, el coronavirus encuentra la oportunidad de evolucionar, de mejorarse, de adaptarse y perfeccionarse para ser, en este caso, más infeccioso. Si frenamos los contagios evitamos esta selección natural. 

Sabemos que el cubrebocas y la sana distancia son medidas efectivas para mitigar la transmisión, sin embargo ahora, ante la nueva variante, hay que practicarlas con aún mayor rigor. Debemos ser mucho más estrictos.  Esta batalla no acaba hasta que ganemos la guerra completa. Va a terminar, pero falta recorrer un poco más. 

La estrategia es clara: cuidarnos con obsesividad mientras paulatinamente nos vamos vacunando.  

A veces siento que somos fichas en un enorme tablero de serpientes y escaleras, ese juego que encuentra la forma de retrocedernos a pesar de estar cerca del final. Pero seguimos avante. Ánimo. La vacuna ya no es hipotética, se requiere mayor esfuerzo, sí, pero ya es una realidad. Debemos conservarnos sanos para no sentir en carne propia la frustración de Hillary, y para ello hay que extremar las precauciones que ya conocemos. Sí se puede llegar invictos.


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