Enlace Judío – En la nota anterior vimos cómo los relatos de la Creación y de Caín y Abel tienen un singular trasfondo teológico: un duro cuestionamiento y rechazo de los paradigmas de las religiones solares. Esta misma idea continúa con los relatos de Yosef y sus hermanos.

Un elemento muy frecuente en la narrativa mitológica solar es el número doce. La razón no es un misterio: es un modo de simbolizar los doce meses del año solar, cada uno vinculado con una constelación del zodíaco.

Acaso el mejor ejemplo del uso de este simbolismo son los doce trabajos de Hércules, la deidad solar más célebre del antiguo mundo helénico.

El texto bíblico nos ofrece un fascinante relato en el que este paradigma, nuevamente, va a ser totalmente destruido. Hoy por hoy nos puede resultar un tanto extraño, pero recordemos que estamos hablando de teología de hace tres mil años. Sus autores estaban inmersos en diatribas muy distintas a las que nos resultan comunes y sus estrategias para argumentar eran propias de esa época. Así que, repito, hay que hacer el esfuerzo por ponernos en sus zapatos y tratar de ver el mundo como ellos lo veían.

El número doce está presente en la narrativa bíblica y es de máxima relevancia: se trata de las doce tribus de Israel. ¿Por qué el relato bíblico se centra en los doce hijos de Yaacov, dejando de lado casi por completo a Dina y sin darnos información alguna sobre si acaso el patriarca tuvo más hijas? ¿Machismo? ¿Narrativa patriarcal?

No. El texto bíblico se centra en doce personas porque hay un interés teológico bien definido y es destruir los paradigmas de los mitos solares.

Si la Torá siguiese puntualmente dichos paradigmas, las doce tribus de Israel serían un fenómeno fijo y estable, siempre girando alrededor de algo o de alguien. En principio, parece que así es en el libro del Éxodo, donde se establece que las doce tribus debían acampar alrededor del Mishkán o Tabernáculo, espacio donde D-os mismo y Moshé mantenían comunicación. A primera vista, parecería un claro simbolismo solar: el Mishkán como representación del sol y los doce campamentos alrededor como representación de los doce meses del año solar.

Pero no es tan sencillo.

En primer lugar, porque en el relato del Génesis parece que es Yosef quien habría de ocupar ese lugar central. Así nos lo dicen sus sueños: “He aquí que atábamos manojos en medio del campo y he aquí que mi manojo se levantaba y estaba derecho, y que vuestros manojos estaban alrededor y se inclinaban al mío… He aquí que he soñado otro sueño y he aquí que el sol y la luna y once estrellas se inclinaban ante mí…” (Génesis 37:7 y 9).

Ahí podemos detectar un primer punto de ruptura con la narrativa solar clásica: siguiendo la lógica simbólica, Yosef, al ser uno de los doce patriarcas de su generación, sería la representación de uno de los doce meses del año. Y en su segundo sueño, el sol y la luna aparecen inclinándose delante de él. Por supuesto, es claro que se refiere a Yaacov y a su madre Rajel, pero eso no afecta el ataque contra el simbolismo solar.

Más aún: es claro —lo corroboramos al seguir leyendo el relato— que ese sueño se refiere a que Yosef se encumbraría como político en Egipto, y que su familia entera estaría legalmente sujeta a su autoridad.

Exacto. Ese es el punto: el texto bíblico recurre a este modo de humanizar o desmitificar los simbolismos solares. Toma esos elementos o recursos, los inserta como parte relevante del relato, pero en vez de construir un simbolismo mitológico, nos cuenta una historia cien por ciento terrenal. No hay dioses detrás de esos símbolos. Sólo humanos. No hay conflictos cósmicos, sólo pleitos entre hermanos y algo de política egipcia.

El símbolo recibe un nuevo golpe cuando, tras la muerte de Yaacov, Yosef es sustituido por sus hijos Efraim y Menashé como cabezas de dos tribus de Israel, tras la separación de Levi como tribu sacerdotal. Es decir, el esquema original —los doce hermanos— ya no está vigente.

Más interesante aún: si regresamos al tema del Tabernáculo, resulta que, en realidad, no son doce tribus acampando a su alrededor, como correspondería a un símbolo solar. Son trece, porque Levi también está ahí, solo que como tribu itinerante. Ese papel se va a confirmar más adelante en los libros de Josué y Jueces, cuando en el reparto de la tierra de Canaán la tribu de Levi no recibirá un territorio específico, sino que sus miembros estarán dispersos entre las demás tribus.

Es un bello retrato simbólico de que para los israelitas la base calendárica no era el año solar con sus doce meses, sino el año lunar que, cada tanto, requería de la integración de un treceavo mes.

Con el paso de los siglos, aprendimos a hacer cálculos astronómicos precisos y desde hace mucho se puede prever con anticipación cuáles años van a requerir de un treceavo mes (años embolismales). En total, siempre van a ser 7 años en cada siclo de 19 años (ciclo metónico). Y sabemos que serán los años 3, 6, 8, 11, 14, 17 y 19 de cada ciclo.

Pero en los tiempos bíblicos no se conocía lo suficiente como para resolver este asunto por cálculo astronómico, así que la determinación de qué año sería embolismal se hacía por observación. En condiciones climatológicas normales, no era difícil: cada luna nueva comenzaba un nuevo mes y al llegar al mes séptimo desde Yom Teruah (Rosh Hashaná), se revisaba si la cebada ya había madurado. Si tal era el caso, se declaraba ese mes como el Aviv y entonces la Pascua se celebraba con la luna llena (días 14-15). Si la cebada todavía no había madurado, entonces se esperaba un mes más para garantizar que Pésaj se celebrara, como debe ser, en primavera.

Este sistema calendárico empata los ciclos lunares y solares, algo impensable para una religión solar (como la egipcia; y mucho ojo con esto: a fin de cuentas, el relato de Yosef y sus hijos, que luego se extiende en el Éxodo, es el relato del conflicto entre Israel y Egipto). Por eso, aunque las doce tribus parecen ser un simbolismo solar, dicho simbolismo queda destruido por lo que podríamos llamar “una interferencia lunar” al poner sobre el papel la existencia no de doce, sino de trece tribus. Una de ellas —la de Levi—, itinerante, exactamente igual que el mes de Adar Bet, que es el que se agrega cuando hay año embolismal.

Con ese detalle que hoy nos resulta casi imperceptible, el autor del texto bíblico nos está diciendo mucho. Nos está indicando que el culto al sol está completamente desterrado de la religión de Israel, porque aquí se adora solamente al Único y Verdadero.

La próxima semana vamos a abordar el Éxodo y, especialmente, las plagas de Egipto. Y veremos un relato que no parece tener mucho que ver con la mitología solar, pero que podría ser otro sutil modo de destruir los paradigmas de este tipo de religiosidad que, por cierto, fue la más importante para los faraones.

Me refiero al relato del cruce del mar Rojo (mar de los juncos, en el original). Aunque no lo parezca, hay muchos detalles escondidos allí.

Hasta la próxima.

 


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