Enlace Judío México e Israel – Difícilmente escribo de futbol en estas líneas, pero hay días que lo merecen. Esta semana fue histórica. El domingo, por primera vez en veintitrés años, el Cruz Azul se coronó como campeón de México. Para muchos de sus aficionados, incluyéndome, fue la culminación de un proceso altamente personal que comenzó temprano en nuestras vidas.

Después de tantas decepciones, de numerosos ya meritos y de incontables cruzazuleadas, al fin obtuvimos nuestra novena estrella. Hablo en plural, porque en el momento en el Cruz Azul se proclamó campeón de México, decenas de miles de personas nos vindicamos, se nos quitó una espinita, un peso de encima.

Tan pronto como el árbitro pitó el final del partido, me convertí en un mar de lágrimas. Acurrucado en el piso, recordé el sabor a los plátanos con cajeta que me preparaba mi papá al medio tiempo de los partidos de Cruz Azul cuando era niño, me acordé de cómo me molestaron mis amigos después de la trágica final del América en 2013, de las idas al Estadio Azul por más gris que fuera la temporada y de las visitas al Estadio Azteca con mi hermana, por más malo que estuviera el partido.

Era inevitable: una final del Cruz Azul me recordaba siempre el destino de los resultados contrariados. Acostumbrado a los desenlaces tristes, no podía creer lo que estaba viviendo.

Como el milagro que siempre esperé, la irracionalidad del aficionado al futbol se apoderó de mí. Enloquecí. Desde hace tres días estoy emocional a todas horas. Las lágrimas se precipitan de mis ojos cuando me acuerdo de que Cruz Azul es campeón.

Esbozo una sonrisa cada vez que veo la repetición del gol del Cabecita que nos dio La Novena. No puedo pasar un segundo sin una prenda de La Máquina encima, ni siquiera a la hora de dormir.

Finalmente, una deuda con mi propia historia se ha saldado. La euforia eventualmente se esfumará, pero el recuerdo del campeonato siempre será grato.

Tan sólo asistiendo a la celebración del título en el Ángel de la Independencia era posible dimensionar lo que La Máquina significa para su enorme afición.

El Paseo de la Reforma, tan azul como nunca, era la avenida de la catarsis colectiva. Cada uno de los asistentes teníamos una historia individual con el equipo. La multitud celebraba una causa común: el campeonato de los cementeros. Al mismo tiempo, todos los aficionados festejábamos algo diferente: nuestras experiencias personales.

Mientras yo recordaba una conexión inquebrantable con mis sueños infantiles, otros aficionados azules pasaban con urnas o fotos de sus difuntos seres queridos. Para ellos, el campeonato de la Máquina debió de haber significado un honor a su memoria.

Entre cánticos y banderas ondeando, me sorprendí al ver un sinfín de niños. En esa etapa de inocencia, de pasión desenfrenada, la novena probablemente representó una victoria personal.

Para los padres de aquellos niños, mirar al Cruz Azul alzar la copa es ver a sus hijos felices. En caso de que alguno de los padres también fuera azul, es posible que el título figurara como el éxito de un amor heredado.

Para el que no es aficionado al futbol, el amor a un equipo es difícil de comprender. ¿Cómo enloquecer ante once personas que no conocemos persiguiendo un balón? Para los que somos aficionados, es una pieza de nuestras vidas. Los colores de un equipo son parte de nuestra propia historia, de nuestra identidad. Es casi imposible de borrar totalmente.

Todos los aficionados del Cruz Azul saben de lo que hablo cuando platico de las finales contra el América, del 4-0 contra el Pumas y de los penales contra el Toluca. Sin importar que no hayamos vivido juntos aquellos momentos, sólo entre nosotros entendemos en nuestras experiencias compartidas.

Cada quién tiene sus vivencias particulares en la universalidad de nuestro camino al título, pero hay algo por seguro: desde Mérida a Tijuana y en E.E.U.U., los aficionados al Cruz Azul estamos festejando en grande la novena estrella.

¡A disfrutar que son tiempos de celebración!


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