Enlace Judío – Que Superman ahora es gay (o, por lo menos, bisexual); que el nuevo agente 007 es una mujer afro; y, si seguimos con la lista, que en una serie de prestigiosa plataforma de streaming, el rey Arturo es mulato; y que en otra serie de esa misma plataforma, Aquiles —el héroe griego— también es afro. ¿Qué es todo esto, sino la cultura bajo ataque?

Advertencia: voy a ser muy políticamente incorrecto en este texto, pero es que justo se trata de una diatriba contra la corrección política.

Y es que estamos hablando de una nueva moda potencialmente fascista, porque deriva en el esfuerzo explícito por controlar lo que podemos o debemos pensar, decir y hacer.

La corrección política implica, obligadamente, que alguien se levante como censor y autoridad moral y te diga qué es lo que debes hacer con tu creatividad (en el caso que nos ocupa en este artículo).

Así pues, una serie de televisión nueva debe tener —por ejemplo— personajes con ciertas características, para que todas las minorías estén representadas. Dichas características, naturalmente, serán raciales, de preferencia sexual, o étnico-culturales.

Es, en esencia, el espíritu de la antidemocracia.

Te lo explico fácil: ¿Quién está obsesionado por la corrección política en todo lo que tenga que ver con las razas? Naturalmente, el que cree en las razas. Es decir, el racista, porque una persona que no tiene prejuicios en este asunto, es una persona que sabe que las razas humanas no existen. Existen las culturas o existen las identidades históricas. Y unas y otras se mezclan todo el tiempo, evolucionan sin que nada ni nadie las detenga, son dinámicas y se retroalimentan.

Todos los seres humanos somos mestizos, y si hay una identidad histórica que lo sabe a la perfección, es el judaísmo, cuya identidad se hereda por la vía materna, por lo que no importa qué mezcla étnica cultural pueda darse entre una pareja; si la madre es judía, el hijo o hija será 100% judío o judía, sin importar su aspecto, color de piel, fenotipo, conformación ósea o craneal.

Todos somos hijos, o nietos, o bisnietos, o tataranietos de inmigrantes. O somos inmigrantes, directamente. Todos compartimos la misma base genética. Imagínate: nuestras convergencias genéticas con los chimpancés son del 98%. ¿Cuánto mayores serán entre cualquier ser humano de cualquier lugar del mundo?

Pero las modas posmodernas no lo soportan. Están obsesionadas con el concepto de minoría, de un modo tan chistoso como falaz y hasta peligroso. En realidad, no es más que la resaca por el fracaso histórico del marxismo. Recordemos: el viejo Marx soñó con una revolución que transformara la vida de los obreros, esa clase explotada por el capitalismo. Pero ya desde inicios del siglo XX, Eduard Bernstein (otro filósofo judío y uno de los más importantes para la evolución de la socialdemocracia) señaló que Marx se había equivocado, y que —en realidad— las clases obreras empezaban a tener mejores niveles de vida en el sistema capitalista.

Esta situación se acentuó de manera contundente en la posguerra. Fue demasiado evidente cómo la reconstrucción de Europa Occidental (capitalista) fue notoriamente más exitosa que la de Europa Oriental (marxista). Cuando se derrumbó el Muro de Berlín, eran los alemanes de la Alemania marxista los que querían huir a la Alemania capitalista, y fue esta, la Alemania capitalista, la que absorbió la economía de la Alemania socialista para sacarla de la pobreza.

El marxismo, en términos prácticos, hace mucho que perdió la batalla por la causa obrera. Hoy por hoy, la mejor calidad de vida de los obreros está en los países cuya economía se basa en el libre mercado. Incluso países que todavía hace 40 años seguían modelos marxistas, se han liberado económicamente y están teniendo éxitos notables, como Singapur o Vietnam.

Pero el odio al capitalismo no desapareció por ello. Y es que no es, en estricto, odio al capitalismo. Solo es resentimiento. Así que en los últimos 50 o 60 años, este se ha reorientado hacia un nuevo pretexto para luchar —incluso con más agresividad— contra la cultura occidental, ahora etiquetada como “heteropatriarcal” y “colonialista”.

Y el vehículo para reciclar ese rencor es la filosofía posmoderna, acaso la de nivel intelectual más bajo desde Parménides de Elea hasta la fecha.

Un elemento central del posmodernismo es el “déjame ser violento, pero no me digas que soy violento, porque me ofendo”. O “déjame ser fascista, pero no me digas que soy fascista, porque me pongo a llorar”. Literalmente.

Pero el posmodernismo es profundamente fascista y violento. Y agrego: xenófobo, racista, clasista y nada amable con las preferencias sexuales.

Paradójico, porque todo el tiempo trata de presentarse como el defensor de estas grandes causas. Esa es la idea central, por cierto: ahora que ya no tiene sentido defender o reivindicar al proletariado, hay que defender y reivindicar a las minorías. Pero entonces hay que creer en las divisiones que generan, artificialmente, el concepto de minorías.

En términos sociales, las minorías no existen. Solo existen diferentes tipos de personas con diferentes características, pero eso no define una minoría. El detalle es que identificar a un grupo como minoría es un proceso eminentemente matemático y pasa algo chistoso: salvo el cero, no existe ningún número que no puedas dividir.

Eso significa que, incluso a nivel social, puedes inventar todas las minorías que quieras. Puedes erradicar a todos los judíos de un lugar y dejar a puros católicos (como pasó en 1492). Y entonces la mayoría diocesana señalará a la minoría jesuita y también la expulsará (como pasó en 1767).

Es un cuento de nunca acabar: cuando una sociedad se haya deshecho de sus minorías, tendrán que inventarse otro criterio para definir a un nuevo grupo como la nueva minoría.

Claro, esto solo sucede cuando estamos hablando de sociedades primitivas, rudimentarias y torpes.

La democracia ha tenido el singular valor de ir en sentido contrario. El concepto de democracia va en contra del concepto de minoría. Y no porque tenga el objetivo de que anular el folclor de cada pueblo, las tradiciones de cada comunidad, o las particularidades de cada grupo humano. Eso, si te consuela el dato, es simple y sencillamente imposible. A la democracia no le interesa el modo en que construyes o participas de una identidad histórica. Lo que le importa es cómo se interrelacionan los integrantes de una sociedad. Es decir, la política, en el sentido más puro de palabra.

Por eso, la democracia parte de la premisa de que todos somos iguales y la plasma en donde la tiene que plasmar: en el nivel jurídico.

Delante de la ley, nadie debe tener privilegios, y a nadie se le deben negar derechos. Todos, por igual y sin excepción, debemos tener las mismas ventajas y obligaciones.

Por eso es que el discurso posmoderno es, por definición, antidemocrático. La obsesión por señalar todo el tiempo las diferencias entre unos y otros (ya sea por cuestiones de etnia, cultura, orientación sexual, identidad de género, o lo que se les vaya a ocurrir inventar esta semana) es un retroceso ideológico que, literalmente, nos avienta al siglo XIX.

Y por eso el posmodernismo y su corrección política son tan intolerantes y fascistas como las jerarquías políticas y eclesiásticas de la Edad Media. Ah, aquella época en la que un cura panzón o un señor feudal creían que tenían el derecho de decirte cómo debías pensar, qué podías escribir o no, o qué temas tenían que abordar tus canciones.

Es lo que estamos viendo hoy.

Si yo quiero escribir una novela en la que los 6 protagonistas sean hombres, europeos y heterosexuales, no faltará el despistado que me reclame por qué no incluí en los roles protagónicos a mujeres, a gays, lesbianas, transexuales o algo similar, a un afro, a un vietnamita y a un palestino.

Pues porque no se me pegó la gana y ya. Por eso. Porque mis ejercicios creativos son míos y sólo míos y hago ese trabajo para expresar lo que quiero expresar. Y entonces el único que tiene que decidir con qué elementos narrativos —en este caso, personajes— se va a trabajar, soy yo y sólo yo, no un autoproclamado tribunal de conciencia.

En el fondo, estos posmodernos son tan imperialistas como los europeos blancos de los siglos XVI al XX que tanto odian. Esa presión social para que ahora haya un Superman gay, o un Arturo mulato, o un Aquiles negro, es solo el modo de decir “mira qué bueno soy con ustedes, gays, mulatos y negros, que les permito ser parte de mi cultura”.

Cuando vi una parte de ese bodrio televisivo donde Aquiles es negro, me quedé pensando: “¿De verdad estos productores no pueden lanzarse a una versión televisiva de mitología africana?” Eso sí que sería democrático. Y formidable. Los mitos griegos no son mejores que los africanos.

Pero no. La idea es la de una cultura “inclusiva”. Es decir, yo te voy a incluir en MI cultura, porque obviamente tú no eres parte de ella. Eres un paria, pero yo soy buena gente.

Como los europeos colonialistas de otros siglos. Es curioso como toda esta gente se ha convertido justo en lo que más odia.

¿Superman gay? Si realmente les interesa que haya un superhéroe gay (no entiendo para qué; las historias de súper héroes nunca han tenido como objetivo explorar la vida privada de sus protagonistas), ¿por qué no ponen a prueba su creatividad y se sientan a inventar una nueva tira cómica, una nueva serie de televisión, un nuevo personaje?

Eso sí sería democrático. Eso sí sería una aportación.

Pero imponer una presión social para que los productores, autores, guionistas y creativos de las diferentes empresas del entretenimiento sigan un guion políticamente correcto, es caer en los mismos bodrios ideológicos de la añeja Unión Soviética, o de los sistemas inquisitoriales que se creían autorizados para controlar tu conciencia.

¿Y sabes qué es lo más patético de todo eso? Que esa es la ruta segura para que el arte se vuelva de pésima calidad.

Es un retroceso, en resumen.

Los judíos sabemos muy bien de qué se trata todo eso. Nuestra propia experiencia como el grupo minoritario y marginado por excelencia nos ha dejado en claro que no hay nada mejor que el modelo democrático, ese que determina que ante la ley de México —pongo como ejemplo el país donde vivo— yo no soy un judío, sino un mexicano; exactamente igual que todos los demás mexicanos, que a nivel jurídico no importa si son católicos, protestantes, musulmanes, ateos o judíos. Simplemente, mexicanos.

Lo que más agradezco del momento histórico en el que me tocó vivir, es que en esos términos legales yo no pertenezco a una minoría. Soy un ciudadano y punto.

Por eso me alarma —aunque creo que más que alarmarme, me decepciona— la nueva moda en la que todo tiene que girar alrededor de enfatizar nuestras diferencias, y entonces hay que obligar a los autores a que escriban, filmen o produzcan siempre enfatizando esas diferencias.

La verdadera novela no racista es aquella en la que los africanos, los indígenas americanos, los aborígenes australianos o los asiáticos en general simplemente pueden no existir y no pasa nada; se hace así simplemente porque el autor quiere expresar algo concreto, y ese es el modo en el que lo logra. La verdadera ópera no machista es aquella en la que todos los personajes pueden ser hombres y tampoco pasa nada; simplemente, los objetivos del autor pasan por esa ruta y ya. Nadie se muere.

Por eso nunca me voy a rendir con este asunto. Voy a seguir defendiendo el derecho a que cada autor escriba con plena libertad creativa, sin verse obligado a cubrir cuotas de género, raza, ideología, preferencia sexual, bla bla bla.

El único límite es el discurso de odio, porque la democracia no le da derecho a nadie a violentar los derechos del otro.

Por cierto, todo el lío es que el discurso posmoderno es, en esencia, un discurso de odio.

Por eso se obliga a enfatizar al gay, al negro, al judío, al transexual, al aborigen, al indio. Para que todos lo vean. Para que nadie deje de enterarse que ese personaje es gay, negro, judío, transexual, aborigen, indio, lo que sea.

Y para que nadie deje de darse cuenta que el muchacho posmoderno y woke que así lo exige es bien buena gente, y quiere incluir a todos ellos en su reducido mundo donde todos somos distintos.

Yo no creo en eso. Yo soy demócrata. Yo creo que tú —seas quien seas— y yo, simplemente somos iguales.

 


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