Enlace Judío México e Israel- Si aún no has visitado el Museo Memoria y Tolerancia, te pierdes de una gran experiencia.

“La conciencia no se crea haciéndote sufrir: se crea haciéndote pensar”, dice Sharon Zaga, co creadora y fundadora del Museo.

Si te gusta pensar y obtener conocimiento y conciencia de algunos capítulos importantes de la historia de la humanidad, la visita a Plaza Juárez, Centro Histórico frente al Hemiciclo Juárez, es indispensable.

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El Museo Memoria y Tolerancia es el resultado de la pasión juvenil de una mujer que supo convertir el dolor en acción, con el objetivo de mover conciencias. La protagonista de esta historia, Sharon Zaga, conversó por casi hora y media con “Oso” Trava, para el Cracks Podcast, en una entrevista memorable que retomamos para nuestros usuarios.

A los 15 años, Sharon Zaga había leído 50 libros sobre el Holocausto. En el proceso, pasó de ser una mala estudiante a convertirse en un especie de ratón de biblioteca, una chica “rara”, obsesionada con un tema doloroso que otros muchachos preferían no abordar.

Pero eso no fue siempre así. Una conversación con su tía abuela, sobreviviente del campo de exterminio de Auschwitz, y víctima directa un experimento monstruoso de Josef Mengele, sembró en ella una semilla que, años más tarde, germinaría en la forma de uno de los recintos culturales más celebrados de México: el Museo Memoria y Tolerancia.

Sobre el origen de esta obsesión, la forma de materializarla en un museo y el aprendizaje que en el proceso ella y su compañera Milly Cohen han obtenido, conversó largamente la activista con el presentador “Oso” Trava, para Cracks Podcast.

Zaga narró cómo, a los 15 años, formó parte de un grupo de miles de jóvenes que visitaron Polonia para participar en la Marcha de la Vida. Confesó que, al igual que los otros jóvenes, tuvo que hacerse un examen psicológico para determinar si era apta o no para ir al perturbador evento.

A diferencia de todos los otros, ella no pasó el examen. Lo recuerda riendo con esa espontaneidad contagiosa que la caracteriza. Habla de un profesor de su escuela que abogó por ella, que dijo “esta niña merece estar ahí”, y comparte algunas de las emociones que vivió al hacer el recorrido que durante el Holocausto llevó a cientos de miles de personas hacia la muerte.

“Yo hoy pienso que me hubiera gustado, quizá, hacerlo más grande. (A esa edad) no tienes la madurez o la capacidad de estar frente a una fábrica de muerte, es algo complejo, muy difícil de digerir. A ninguna, la verdad, es un lugar con una energía terrible.”

Sobre esa “energía”, Zaga hablará más tarde para explicar cómo obtuvo para el MMyT su pieza más emblemática,  y por qué era importante hacerlo. Pero antes, dirá que salió de Polonia “muy afectada. Me sentía orgullosa de poder hacerlo. Me costó trabajo poder llegar. Estábamos en medio de una guerra, la Guerra del Golfo, y había muchas dudas de todos los padres, de dejarnos ir. Pero realmente lo viví con toda la profundidad de mi ser.”

Fue una experiencia transformadora. “Y cuando regresé, estaba en la escuela, en una ceremonia, y ahí dije ‘yo voy a hacer un museo’.” Tenía 16 años, la edad en la que cualquier chico o cualquier chica se compromete con proyectos que jamás realizará. “Yo voy a ir a la luna” o “voy a ser presidente”. En su caso, sin embargo, la determinación era tan fuerte y tan real que, años después, se convertiría en un espacio referencial sobre la empatía, la aceptación y la convivencia entre diferentes.

Un museo en casa

De Polonia, Sharon Zaga volvió con el alma tocada, un puñado de tierra del campo de exterminio y un montón de materiales, documentos y hasta souvenirs que, años después, servirían para montar en su casa un pequeño museo. El ancestro de lo que hoy se encuentra junto a la Secretaría de Relaciones Exteriores, en pleno Centro Histórico de la Ciudad de México.

“Lo hablé cinco años: ‘voy a hacer un museo, voy a hacer un museo’… Me casé a los 18 años, muy joven. Empecé a tener hijos a los 19. Ya era una ama de casa, estaba enfocada en una vida tradicional de tener hijos y ser ama de casa. Pero no dejaba de repetir lo mismo”, recuerda.

“Un día hice un museo en mi casa, es lo que podía hacer.” Ya desde entonces, a Zaga se le ocurrió que, además del Holocausto, debía de hablar de otras tragedias, de otros genocidios, y se volvió una estudiosa del tema.

Reunió los materiales que había acumulado hasta entonces “incluí desde ese momento otras tragedias, e invité a grupos culturales, porque era en mi casa, no es que pudiera poner afuera ‘pasen al museo’ y a ver quién entraba.”

Una de las visitantes al pequeño museo que Zaga montó en su casa fue Milly Cohen. “La conocí en mi conferencia de mi museíto en mi casa”, recuerda riendo. Venían grupos culturales y yo no sabía quiénes eran. Entonces, pensé que ella era parte de esos grupos, pero ella estaba buscando… Ella fue justamente al mismo viaje, 10 años después que yo, y regresó con las ganas de ser guía en Auschwitz. Que todavía estaba peor que yo. Nunca me atrevería a regresar. Se sentó en ese grupo, se acercó al final y me dijo ‘yo quiero trabajar contigo’.”

Cohen se ofreció como voluntaria “24/7”, incluso le dijo que podría dejar su carrera de Relaciones internacionales si Zaga lo consideraba necesario. “Ese era su nivel de compromiso.”

Apenas tenía 21 años cuando su padre la confrontó. “¿En serio quieres hacer esto?, le dijo. Y ella, decidida, respondió afirmativamente. Entonces, su padre, quien fue un apoyo constante par ella, le consiguió una cita con el filántropo judío max Shein, un hombre que por entonces ya tenía 90 años de edad.

Zaga narra cómo, en poco tiempo, tuvo que armar un pequeño proyecto para mostrarle al empresario. Entre quienes la ayudaron se encontraba el mismo maestro que, años antes, había intercedido por ella para que la dejaran participar en la Marcha de la Vida. Con él comenzó a pergeñar nombres para la institución. Así surgió Museo Memoria y Tolerancia, que quedó escrito en una servilleta.

Cuando al fin se halló frente a Shein, Zaga le mostró su precario proyecto. “Voy a hacer un museo que hable de la dignidad humana. Eso fue lo primero que dije y no sé ni siquiera de dónde me salió esa palabra”, recuerda. Narra cómo también habló de cifras. “Yo le dije que (el museo que tenía pensado) iba a costar dos millones de dólares. Pero no sabía ni en dónde ni cómo ni en qué terreno. Así, con Esa facilidad di esa cifra…”

Se trataba de una muy joven mujer que pedía una cifra estratosférica para realizar un proyecto impreciso. “Y él me dijo: ‘no me gusta que la gente salga de mi oficina sin nada. Te voy a dar $20,000 pesos’.” El padre de Sharon Zaga intervino: “No es necesario, vamos a volver con el proyecto bien hecho para que, entonces sí, puedas hacer una donación.”

La siguiente vez que Zaga volvió a ese despacho, Max Shein ya había muerto y el Museo Memoria y Tolerancia estaba por abrir sus puertas.

No se trata del Holocausto

“¿En qué momento deja de ser un proyecto exclusivo del Holocausto?”, pregunta Trava, quien no deja de sonreír, afirmar y torcer el gesto ante cada anécdota y declaración de su entrevistada.

“Había un curso en la Anáhuac que se llamaba ‘Otros genocidios’, en el cual me invitaron a participar. Porque, obviamente, yo empecé a estudiar el tema del genocidio, no nomás del Holocausto, y eso te abre una perspectiva enorme, al entender realmente qué es lo que aprendes de un genocidio. La capacidad destructiva que tenemos los seres humanos.”

Sobre esto ha hablado Zaga antes. “Un evento histórico no representa nada, puede ser un evento aislado. Cuando un evento se repite y forma parte de la biopsia de la humanidad, ya es un aprendizaje de lo que tenemos dentro los seres humanos.”

Es decir, para Zaga, los genocidios hablan de nuestra capacidad de convertirnos en monstruos, de infligir dolor a otros, de ser despiadados. Ese es el aprendizaje y de eso nos urge a hacernos conscientes mientras recorremos las instalaciones del MMyT.

“Hay muchos casos de genocidio. Particularmente reconocidos, siete. Siete veces donde han muerto millones de personas por ser distintas”, dice. Las leyes internacionales exigen que se pruebe que no hay otra intención detrás de un asesinato masivo que el exterminio de un grupo de personas con características compartidas.

“Es destruirte por ser quien eres. Esa es la tipificación de un genocidio.” Es matar “a un grupo étnico, nacional, racial o religioso.” Por eso,  un genocidio “es el crimen de crímenes. Es el crimen del odio.”

Entonces “me cayó el veinte (de que un genocidio) no tiene que ver con la historia. No tiene que ver con Hitler, no tiene que ver con los judíos. Tiene que ver con los seres humanos. Que tenemos esta capacidad que sale tan fácil que te da miedo.”

Sharon cuenta cómo cierto día fue invitada a dar una conferencia sobre el genocidio de Ruanda en la Universidad Anáhuac. Recuerda que tenía la edad de los chicos para quienes hablaría, y que estaba nerviosa. Casualmente, escuchó a algunos hablar antes del evento y comentar, sin saber que ella estudiaba, lo hartos que estaban de escuchar sobre esos temas.

Entonces decidió que, en vez de dar una cátedra, conversaría con los estudiantes. ¿Qué sienten ustedes cuando oyen hablar del Holocausto y otros genocidios?, quiso saber. Uno de ellos respondió, palabras más o menos, que “me estoy comiendo mi torta en el recreo y se me atraganta. No entiendo qué quieren de mí.”

“La conciencia no se crea haciéndote sufrir: se crea haciéndote pensar”, dice Zaga, y recuerda que “ahí empezó realmente mi pasión, cuando me dijo este chavo ‘no entiendo qué es lo que quieren de mí’.”

El MMyT requiere mucho del visitante. No se trata del estómago para resistir el encuentro con las escenas más horrorosas imaginables, sino de la mente, de la conciencia dispuesta a perturbarse, a cuestionarse y a transformar las acciones de los individuos que la portan.

El peor nombre del mundo

“El nombre del museo es el peor nombre. Hicimos muchas pruebas y todos los mercadólogos nos decían ‘no funciona ese nombre’”, recuerda riendo con su entrevistador, que coincide.

Sharon y su equipo ensayaron diversas opciones: “Museo blanco”, “Museo de la paz”, “De la Justicia”… pero ninguno se sentía como el nombre correcto.  “La palabra tolerancia es mal entendida. En México se percibe como el efecto de soportar, aguantar, conceder (…). La tolerancia es relacionarnos armónicamente, a pesar de nuestras diferencias.”

Para Zaga, “cuando tú hablas de justicia, de respeto, de aprecio a la diversidad, todo eso lo engloba esa palabra.” Cuando el Dalai Lama acudió al museo, meses después de su inauguración, dijo “no me gusta la palabra tolerancia pero nunca he encontrado una mejor.”

Eso reforzó su convicción de que el museo debía conservar su nombre. También la de que millones de personas que visitaran el sitio tenían que salir de ahí diciendo “soy tolerante porque respeto, aprecio la diferencia.”

Pero entre la concepción del museo y su realización pasaron años de grandes esfuerzos. “¡En qué problema te estás metiendo!”, le decía su madre a Sharon Zaga, una ama de casa judía tradicional, cuando vio que comenzaba a conseguir fondos.

Zaga invirtió cada donativo desde el comienzo para arrancar la obra, aún sin tener certeza de si lograría conseguir los fondos completos que le permitirían terminarla. En una reunión le comunicaron que había un problema con la obra y que necesitaría cuatro millones de dólares adicionales, “y me desmayé.”

Sin embargo, por alguna razón, no tenía miedo. “No tenía duda que este museo iba a pasar. Yo me sentía como una aplanadora”, cuenta con orgullo.

Conseguir los fondos fue una odisea. La gente de la comunidad judía no entendía el proyecto. “No es un museo del Holocausto”, replicaban. Las empresas no querían ver asociadas sus marcas al tema del genocidio.

Pero “creíamos tanto en esto que se transmitía esa pasión. Nunca nos donaron por entender bien el proyecto. De hecho, el señor Harp me dijo: ‘No entendí bien ni qué es lo que van a hacer pero hay algo que tienen ustedes dos que me hace creerles.’ Eso me contestó y yo dije ‘bueno, pues con eso es suficiente’.”

Cuando luego de años de ser invitado al museo, el empresario al fin acudió, “salió extasiado”. No había imaginado en qué se usaría la importante aportación económica que hizo al proyecto.

“Soy una persona muy perseverante”, dice para responder a la pregunta que cualquiera se haría: ¿cómo le hacías para llegar a toda esta gente?.

No es una persona muy sociable pero si era necesario hacerle la plática a personas allegadas a posibles donantes, lo hacía. Su padre, un hombre muy respetado, también le ayudaba.

Ella solo pedía 15 minutos del tiempo y la atención de cada posible donador. Si recibía una negativa, salía satisfecha. “Eso me ayudó mucho.”

Marcos Katz, su cardiólogo y un millón de dólares

“Mira, yo no creo en los museos del Holocausto. Soy sobreviviente y mi historia nunca ha hecho que alguien cambie sus ideas. Al contrario, me ven con recelo.” Esa fue la respuesta que Zaga recibió del empresario y filántropo Marcos Katz, cuando después de una perseverante búsqueda, la activista logró reunirse con él para exponerle el proyecto.

Los 15 minutos que le concedió se extinguieron, no así sus esperanzas. “Tengo que ir al cardiólogo”, le dijo Katz. “¿Le molesta si lo acompaño?”, replicó ella. Y sí, según cuenta, le molestaba, pero aceptó. En el auto volvieron a hablar del tema pero Katz no parecía cambiar de opinión.

Luego llegaron hasta el consultorio y ella, tenaz, lo esperó afuera por más de una hora. “Deme 15 minutos más”, suplicó. Katz aceptó. Zaga recuerda que lloró mientras le ofrecía a aquel hombre un discurso apasionado. “Yo me he sentado con sobrevivientes (del Holocausto) y les he jurado que voy a hablar de su memoria para que nunca más nadie sufra un genocidio, sufra injusticia, sufra dolor… Y en ese momento, ya no sé exactamente qué dije, me detuvo y me dijo ‘te voy a donar un millón de dólares’.”

No había a su lado nadie con quién festejar, tampoco nadie que disipara sus dudas. “¿Y si cambia de opinión?”, se atormentaba. Pero “A la semana tenía el dinero, compramos la casa, fue un sueño, la verdad.”

Se refiere a una vieja casa de la colonia Condesa, en la Ciudad de México, que se convertiría en la primera sede del MMyT. Pero el proyecto fue siempre más grande que el espacio que lo contenía, y debió ampliarse con el tiempo hasta ocupar su actual ubicación, al lado de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

En cada fase del proyecto, la pasión de Zaga, a menudo acompañada de la de Cohen, consiguió el apoyo de arquitectos, ingenieros y hasta tesoreros honorarios que debían figurar en una lista que ella presentaba a potenciales donadores. Todo estaba en el aire. Nada era real, salvo la pasión y la determinación de esa chica judía que tenía claro que su misión en la vida era crear el MMyT.

Su vida personal resintió los efectos de su obsesión. Aunque no se lo atribuye a eso, cuenta que, tras nueve años de matrimonio, se divorció. El día de la inauguración del MMyT, su exmarido estaba en primera fila, llorando, incrédulo. “¡Pasó! ¡Lo hiciste…!”

Y sí, lo hizo, lo sigue haciendo cada día. Lo hace ahora mismo, mientras el MMyT resiste el embate de la pandemia, que supuso un desplome total de las visitas al recinto y que hoy enfrenta grandes dificultades económicas.

La energía de los objetos

El vagón de un transporte original de los campos de exterminio es la pieza más recordada por los visitantes al MMyT. Sobre cómo lo obtuvo, Zaga cuenta una historia entrañable. Pero más importante aún es entender por qué era importante que dicho objeto figurara entre las paredes de museo.

“Yo creo en la energía de las cosas. Soy una creyente en la energía de la gente, de los objetos, y eso era, era traer la energía de un objeto emblemático que representa ese trayecto al exterminio.”

En esos vagones, dice, comenzaba el proceso de deshumanización de quienes serían exterminados días o semanas más tarde. En el hacinamiento, la asfixia y la denigración de un transporte diseñado para ganado, súbitamente atestado de mujeres, niños, ancianos y hombres que, poco después, serían torturados, asesinados y convertidos en humo.

Durante 8 años, Zaga escribió distintas versiones de la misma carta al gobierno alemán, solicitándoles la donación de uno de esos vagones. Las negativas que le ofrecían eran diversas pero consistentes.

Confía que tuvo que mentir para tratar de convencerlos. Les dijo que la UNAM llevaría a mil visitantes al día, pero ellos, metódicos alemanes al fin y al cabo, querían ver pruebas. Y como la casa de la Condesa no tenía espacio ni para recibir a mil visitantes al día ni para albergar un vagón de tren, se negaron.

Pero cuando al fin el MMyT consiguió un nuevo terreno, un nuevo edificio y la complicidad de la SRE, las autoridades alemanas al fin cedieron. Hoy, ese vagón puede visitarse. Quien entra en él, dice Zaga y coincide su entrevistador, puede sentir la energía de la muerte.

Rodeada, inmersa en dicha energía, Zaga ha pasado toda su juventud. Sin embargo, dice que no está amargada y que no tiene grietas en el alma. “Tengo la fortuna más grande de conocer sobrevivientes de todos los genocidios. Con la tragedia más grande a cuesta (…). Me decía un sobreviviente de Ruanda: ‘no tengo tiempo que perder. No tengo ni un segundo para perder porque ya perdí todo’.”

La resiliencia que encontró en los sobrevivientes la hizo sentir afortunada, y tiene claro que “el dolor te hace crecer, pero no tiene que ser el tuyo”. Y esa es la visión con la que el Museo Memoria y Tolerancia opera, esa es su verdadera vocación, la de sacudir y transformar a través de la comprensión y el entendimiento del dolor ajeno.

Un sobreviviente del genocidio de Ruanda le enseñó a Sharon Zaga que el perdón es una fuerza fundamental para sanar el dolor. Otra fuerza, una muy poderosa. Un “chavo banda” que visitó el museo, a su vez, la instruyó sobre la libertad, y como esta, en comparación con la opresión, significa todo para quien no tiene nada.

Por el MMyT han desfilado premios Nobel de la Paz, dignatarios, descendientes de nazis y de sobrevivientes del Holocausto. Gente de toda notoriedad y miles y miles de personas totalmente anónimas. Y mientras la leyenda del museo se sigue edificando, Zaga sigue aprendiendo.

Y también transmite lo que ha aprendido. Lo hace con sinceridad y emoción. Lo hace sin temor a que su voz se quiebre un poco a media entrevista. Y lo hace para explicar por qué el dolor no la destruye, para explicar la fórmula que permite que quienes visitan hospitales para niños con cáncer, o casas del migrante, o cualquier otro sitio donde las peores formas del dolor humano pueden palparse, sigan en pie y sonriendo.

La fórmula para que estar en contacto con el sufrimiento no provoque dolor es actuar. “En el momento en que empiezas a hacer algo, desaparece el dolor.”

Los activistas no sienten dolor porque están actuando para combatir las injusticias, para mitigar el dolor de los otros. “El dolor duele cuando te quedas mudo, cuando te quedas de testigo”, dice.  “No le tengan miedo al dolor, a lo que te representa sentir.”

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