Enlace Judío – El humor es un elemento indispensable en la vida del ser humano. Es una actitud que nos permite desahogar mucho más que el estrés o el fastidio ante las rutinas o los problemas que, de por sí, nos trae la vida. Por ello, el humor es irreverente por definición. No puede ser complaciente, debido a que no funciona si no nos lleva a eso que llamamos catarsis (el momento en el que, de golpe, logras comprender algo que te hace cambiar tu perspectiva sobre algún asunto específico). ¿Pero se vale todo en el humor?

Una de las cosas más difíciles en la vida tiene que ver con aprender a marcar los límites de lo que podemos hacer o no; o de lo que debemos hacer o no. Hay tantos criterios confrontándose todo el tiempo, muchos de ellos totalmente subjetivos, y eso nos complica la posibilidad de definir de un modo concreto y objetivo cuál es la línea roja que no se debe cruzar.

Los marcos legales, por ejemplo, necesitan ser lo más precisos posibles. Una constitución política debe ser concisa y abarcar adecuadamente todas las generalidades de la vida de una sociedad entera, para que desde allí se puedan elaborar las leyes específicas para cada aspecto de lo cotidiano. Reto difícil, porque por una parte tiene que ser más general que particular, pero al mismo tiempo tiene que ser muy clara para reducir al mínimo las controversias en su interpretación.

Pero las normas no tienen nada más que ver con lo legal. Hay muchas reglas no escritas que, de manera natural, intuimos y obedecemos. Por ejemplo, nadie te prohíbe que vayas en traje de baño a un funeral, pero nadie lo hace. Desde esos constructos tan complejos y abstractos como lo son la ética y la moral, hasta las reglas de etiqueta o códigos de honor en los deportes, hay una gran cantidad de dinámicas sociales en las que actuamos por intuición y, en general, lo hacemos bastante bien. Cuando alguien no lo hace por error, la digresión se nota de inmediato y el transgresor suele disculparse tan pronto como le queda claro su fallo. Cuando el error se comete voluntaria y ventajosamente, el resto de las personas no dudan en señalar al autor como alguien “malo” o, cuando menos, “maleducado”.

De entre todos los aspectos de la vida que se rigen básicamente por reglas no escritas, el humor es uno de los más complejos.

¿En qué momento un sentido del humor, o un chiste, se vuelven inapropiados y hay que censurarlos?

El humor es transgresor y cínico por naturaleza. No puedes hacer un chiste a partir de la corrección política. Nadie se reiría. El llamado humor blanco —ese que en México fue representado por comediantes como Capulina— no es algo que se resista por mucho tiempo. Siendo honestos, aburre más temprano que tarde.

Todos, sin excepción, hemos pasado por esa singular experiencia de partirnos de risa tras escuchar un chiste particularmente agresivo.

Y es que, como bien señala Darío Fo, la esencia misma del sentido del humor es la crueldad. Es el modo en el que nos laceramos a nosotros mismos sin lacerarnos físicamente. Es, en muchos sentidos, una especie de vacuna: inyectarnos justo eso que más nos duele de tal modo que nos permita ser más resistente a ese mismo dolor.

Dicha crueldad propia del sentido del humor se manifiesta siempre, inequívocamente, en dos rutas: la burla hacia nosotros mismos y la burla hacia “el otro”. Uno es el complemento obligado del otro. Una persona que solo se ríe de sí mismo es un absoluto neurótico; alguien que solo se ríe de los demás bien podría ser hasta peligroso. La urgencia por comprendernos a nosotros mismos, pero también a los otros, nos obliga a explorar ambos territorios —nosotros mismos en contraposición a la otredad— por medio del reírnos de todo y de todos.

Psicológicamente hablando, es sano. Pero entonces ¿hay chistes, bromas o burlas que hay que evitar, desincentivar o hasta censurar? Sí, por supuesto que las hay. Todo en esta vida tiene sus límites, y el sentido del humor no puede ser la excepción.

¿Qué es lo que nos ha enseñado la historia? Que algo a lo que nunca le debemos tener ningún tipo de tolerancia (y eso va más allá del humor; se refiere a todos los aspectos de la vida) es el discurso de odio. El gran riesgo con el sentido del humor o el chiste es que estos pueden convertirse, con mucha facilidad, en vehículos de normalización. Es decir, si cuentas demasiados chistes de negros, es probable que en algún momento te parezca normal la discriminación hacia este tipo de población. Así que allí hay una bandera roja.

Por supuesto, eso no nos debe llevar hacia el otro extremo, es en el que no podemos hacer ningún tipo de broma porque entonces todo mundo se lanza de inmediato a censurarnos. Ese es otro nivel de neurosis y de represión que tampoco provocan nada bueno.

Un buen ejemplo de lo complicado que es el asunto es la revista francesa Charlie Hebdo. Es una publicación altamente satírica, de un humor gráfico muy agresivo y que no se toca el corazón a la hora de burlarse de todo tipo de gente. Sobre todo por cuestiones religiosas (lo cual le llevó a ser la víctima de un atentado terrorista perpetrado por musulmanes extremistas).

Pero sucede esto: Charlie Hebdo nunca ha promovido un discurso de odio. Se burla de todo aquello que considera ridículo, sin importar si es cristiano, judío o musulmán, o europeo, africano, americano o asiático.

¿Se puede exigir que detengan o diluyan su sentido del humor?

Personalmente, creo que no. La molesta realidad es que los seres humanos tenemos nuestras simpatías, pero también nuestras antipatías. Y un modo en el que desahogamos ambas es por medio del sentido del humor. Desahogar nuestras antipatías por medio del sentido del humor significa, en términos bien concretos, que nos vamos a reír de aquello que no nos gusta del otro. Y, obviamente, para reírnos de ello tenemos que exagerarlo, caricaturizarlo.

Eso es lo que hace Charlie Hebdo. Puede ser muy ofensivo, pero también hay una cuestión definitiva: nadie te obliga a leer esa revista; mucho menos a comprarla. Si lo haces, es porque sabes lo que estás haciendo. Si vas al kiosko de periódicos y pagas por un ejemplar, resultaría absolutamente absurdo y desconcertantemente tonto que luego te quejaras de que algo te ofendió. En este caso, aplica la sabia sentencia de que si no te gusta, no lo leas. Nadie te obliga.

¿Es suficiente apelar a que hay gente que se ofende para exigirle a un gobierno que no permita este tipo de publicaciones? Yo creo que no, y en ese aspecto el gobierno francés está de acuerdo conmigo, y por ello nunca ha intentado censurar a Charlie Hebdo. Será odiosa como publicación, pero se mantiene en el rango de aquello que no se puede prohibir. ¿Por qué? Porque no fomenta el discurso de odio. ¿Y los que se ofenden? Bueno, seamos honestos: las razones por las que se ofenden —generalmente, ideas de tipo moral o religioso— también le resultan ofensivas a otros ciudadanos.

Puede parecernos chocante, pero es la realidad. A uno le ofende que Cristo, Mahoma o Moisés sean ridiculizados en una caricatura, mientras que al que le gustan esas caricaturas le ofende que un religioso quiera imponer su modo de vivir en la gente que no comparte sus creencias.

¿Tiene el gobierno la obligación de darle la preferencia a uno y censurar al otro? En un régimen democrático, no. Debe tratarlos por igual. Mientras no exista un discurso de odio o una abierta transgresión de las leyes, el gobierno debe dejar que cada grupo social lidie lo mejor que pueda con sus muchas o pocas tendencias a ofenderse.

Y es que el territorio de la ofensa puede ser pavorosamente tonto. Es la verdad: hay gente que se ofende por tonterías. Y si le das la razón a un ofendido y procedes en contra de quien lo ofende, entonces abres la puerta a que todos los ofendidos exijan su derecho al mismo trato y el gobierno acabe censurando a todos. Algo tan irracional como contraproducente.

Las cosas, por supuesto, cambian cuando se entra en el territorio del discurso de odio. Es decir, cuando hay un llamado a agredir o violentar a una comunidad (independientemente de qué tipo de comunidad sea: religiosa, preferencia sexual, ideología política, etc.). No importa qué tipo de agresión sea.

Por supuesto, el extremo es el llamado al exterminio físico, al asesinato. Pero en términos legales es igualmente condenable un llamado a, por ejemplo, boicotear los negocios de cierto tipo de gente, o a no aceptarlos en las escuelas, clubes o sociedades culturales, o a negarles derechos civiles compartidos por el resto de la sociedad. Todo eso se considera discurso de odio —y lo es— y no se le debe dar ningún tipo de cabida en un régimen democrático.

¿Puede un chiste convertirse en discurso de odio?

Seguro que sí, por supuesto. Para analizarlo hay que verlo todo en su contexto, bajo el entendido de que los chistes nunca son fenómenos aislados. Los chistes que te gustan, que te hacen reír o que cuentas todo el tiempo son, fuera de toda duda, el reflejo del territorio ideológico en el que te desenvuelves. Así que un entorno de odio siempre, inequívocamente, generará chistes de odio, o chistes que pasan a formar parte de un discurso de odio.

Te pongo un ejemplo bien sencillo: los chistes sobre el Holocausto.

Sus apologetas apelan a que “solo son chistes”. ¿Pero cuántos chistes sobre el genocidio armenio circulan en las fiestas de, por ejemplo, México o Argentina? ¿Cuántos chistes sobre el genocidio ucraniano se cuentan en una típica reunión en Estados Unidos o en Inglaterra? ¿Cuántos chistes sobre el genocidio en Rwanda has escuchado a lo largo de tu vida?

No dudo que existan, pero tampoco dudo que quienes los cuentan —y no se diga quienes se ríen de ellos— son personas particularmente distinguibles por una postura abiertamente racista. He escuchado a muchos de los grandes comediantes del mundo, y para construir sus formidables sátiras políticas, sociales o religiosas nunca los he visto recurrir a burlarse de todas esas tragedias.

Oh, pero del Holocausto hay un montón de chistes. Cualquiera de nosotros puede recordar varios, sin demasiado problema. ¿Por qué? Fácil: porque se habla de judíos muertos. Es eso y solo eso.

Y de ahí brincamos al contexto: así como muchos creen que se debe permitir que la gente se ría de judíos muertos, también se cree que a los judíos sí se nos deben cerrar los espacios culturales o se nos deben boicotear nuestros productos.

Hay todo un movimiento que se dedica a eso, el famoso BDS (Boicot, Desinversión y Sanción) contra el Estado de Israel. Sus activistas interrumpen actividades culturales judías, exigiendo que se le dé un espacio a la expresión de la cultura palestina (pese a que los palestinos no tienen demasiados rasgos folclóricos como para armar algo semejante a una amplia exposición).

Cosa rara: no van por la vida pidiendo que en los festivales chinos se le dé un espacio a la cultura tibetana, o que en los festivales turcos se le dé un espacio a la cultura chipriota, o que en los festivales rusos se le dé un espacio a la cultura tártara. Curiosamente, solo pasa cuando se trata de judíos.

A muchos les molesta escucharlo o enfrentarlo, pero la penosa realidad es que con el pueblo judío la gente está demasiado dispuesta a darse todo tipo de concesiones. Ahí sí se puede censurar, boicotear, reír de las víctimas mortales del crimen masivo más repugnante de la historia. Total, son judíos.

Y créeme una cosa: no es que esto solo suceda con los judíos. En realidad, una persona que normaliza o defiende la posibilidad de hacer humor con el sufrimiento judío, o que apoya los boicots y la censura específica contra los judíos, es alguien que tarde o temprano dejará ver su talante racista y xenófobo.

Los prejuicios nunca vienen solos. Son parte de todo un modo de ver la vida.

¿Cómo distinguir, entonces, un chiste realmente antisemita de uno que no lo es? Porque, claro, hay montones de chistes sobre judíos que no son antisemitas.

Sencillo: solo piensa si ese tipo de chiste se puede contar sobre otro tipo de personas, fuera de un entorno abiertamente racista.

Por ejemplo, hay montones de chistes que hablan sobre las grandes narices de los judíos. Exagerado, porque esa no es una característica universal de los judíos. Pero bueno, a fin de cuentas hay montones de chistes que también se refieren a un rasgo físico de muchos otros grupos humanos. Hay muchos chistes que hablan sobre la habilidad judía para los negocios, o sobre su fijación con el dinero; pero también hay muchos otros que enfocan esos mismos temas con relación a los árabes. Hay muchos chistes sobre el extraño modo de comportamiento de las mamás judías, pero también los hay sobre las mamás italianas. Todo ello refleja que, en esos casos, simplemente estamos hablando de sentido del humor. Algunos chistes pueden ser más subidos de tono o más sarcásticos que otros, pero es solo eso: sentido del humor.

En cambio, cuando ya entras al territorio en el que no son frecuentes ese tipo de chistes dedicados a otros grupos humanos —por ejemplo, los genocidios—, entonces es casi seguro que ya estás en el territorio del chiste y del sentido del humor antisemita.

A veces solo basta darte un garbeo por ese entorno —puede ser una página de Facebook, una revista, o una cuenta de Twitter— para descubrir sin mucha dificultad, que allí abundan los prejuicios racistas y los discursos de odio.

A eso no se le debe tener tolerancia. Hace cien años, una tropa de alemanes atascados de prejuicios y odios empezó a causar problemas por aquí y por allá. La gente los toleró suponiendo que solo era una moda y que pronto desaparecerían, o que Alemania era un país de leyes y tarde o temprano alguien los pondría bajo control.

No fue así. Crecieron como grupo, se convirtieron en partido político, conquistaron el poder en 1933 y hundieron a la humanidad en la peor tragedia de toda su historia. El saldo de esa tolerancia que se le tuvo al nazismo fue de 55 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial y por lo menos 17.5 millones de personas asesinadas por sus prejuicios inhumanos. Seis millones de ellos, judíos; muertos por el puro hecho de ser judíos.

Cosa curiosa: los nazis no toleraban el sentido del humor. Burlarse de ellos era garantía de que te iban a tratar mal.

Y es que así es el que defiende su derecho a burlarse de las desgracias de los demás: es alguien que, como norma, no tolera que se burlen de él. Este tipo de gente se pone súper agresiva cuando les volteas el asunto.

Menudo reto el nuestro: encontrar ese delicado equilibrio entre defender el derecho de todo mundo a reírse, incluso a burlarse, pero estar prevenidos al mismo tiempo contra cualquier discurso de odio.

Es difícil, pero es obligatorio. No podemos darnos el lujo de volver a ver cómo una horda de trogloditas crece hasta convertirse en una amenaza para la humanidad, sólo porque “todos tenemos derecho a hacer un chiste”.

 


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