Enlace Judío – “Ciudad de los Palacios, saturada de pobreza\intolerable, el fardo que cubre tus espaldas\Hay quien duerme en mullido lecho\hay quien, los más, sobre la mística tierra”.

Ciudad de los Palacios, maestra en ironías; ciudad, para algunos, de pesadillas recurrentes: “Donde la soledad construye su palacio\casuchas de lámina y hojalata \donde sobrevuelan las ansias de pan”, escena y contraparte que se desarrolla más allá, en otras latitudes, menos amargas, más brillantes, tal vez, en la periferia: “Más allá, en el palacete de piedra, cerraduras de acero\las carnes de las mujeres, envueltas en seda\Escancian y beben vino de las barricas\quienes, bebidos, danzan su alegría cotidiana”.

Ciudad traicionera, cobra vida y, cual autómata, “se calza  zapatos cenagosos, como lagos” y se echa andar por los caminos. Su derrotero las “frías callejuelas” entre “jacales miserables”; entre gente gris, hambreada; entre niños que lloran, temblorosos, seres que deambulan por patios pestilentes… Sus hijos.

Berliner —judío de ultramar y mexicano por adopción— es uno de ellos. Poeta doliente, aún canta en su idioma materno, el ídish, lengua  próxima a sus afectos y a  sus dolores, misma que emplea para llorar por la ciudad, que se dice de los palacios, y que no lo es completamente: “Desearía tanto huir de ti, ­oh  ciudad­\no estar más en ti\que de mis fatigado paso no quedara seña”. La fatiga y las pisadas, aparentemente   enemigas, se alían. Ambas animan al poeta a continuar por los caminos de una ciudad “ennegrecida y dura” “cuyo  cuerpo ha sido pisoteado durante generaciones” ,”donde baila la pobreza en intrincadas callejuelas”.

Mucho tiempo ha pasado desde que Giovanni Francesco Gemelli Carreri, oriundo de Radena y nacido en el s. XVII, autor de Viaje a la Nueva España encomiara la ciudad mexicana “situada en una llanura casi perfecta”, “caracterizada por buenos edificios y por los ornamentos de sus iglesias”, habitada por “alrededor de cien mil hombres”: “En fin bonísima ciudad, ya que en su mercado se ven durante todo el año flores y frutos de cualquier especie”.

Mucho tiempo ha pasado: la Ciudad de México se ha poblado en demasía. Las flores y frutos de cualquier especie parecen haber desaparecido de la mesa de muchos, del lumpen citadino de destino incierto, que pulula entre edificios e iglesias del pasado que han visto mejores años. El centro de la ciudad es aún magnífico, mas Berliner parece no apreciarlo. Su vista dolorida, se detiene en los contrastes que lo cimbran, que lo impulsan a  escribir, a esgrimir la ironía, como cuando habla del “fulgor gratuito del sol sobre los harapos, que cuelgan de cuerpos cansados, ásperos”.

En efecto, el sol se da generosamente, al igual que la penuria, que el hambre cotidiana. El pueblo, heredero de “los hombres de maíz”, nada tiene que llevarse a la boca. Asimismo, las tortilleras, hacedoras del pan mexicano desde tiempos inmemoriales, “ídolos de cobre y piedra”, inmóviles e impávidas ente el sufrimiento de sus hijos “niños echados sobre la tierra,\envueltos en harapos, que ayudan con su lloriqueo”.

La tortillería, “su puerta abierta en medio de dos paredes rotas”, es el hábitat de “siete mujeres, que golpetean con manos morenas el pan de cada día”, “que hornean días enteros, en su triste cantar, el pan ajeno”.

Pan, tortillas, y en su defecto, la huida por la puerta falsa: la marihuana. Berliner se atreve a poner el dedo sobre la llaga: la tortillería es un tema digno de ser poetizado; también la mariguana, que se ingiere, tras la falsedad de una puerta, por los carentes de pan, por ende, de esperanza.

Mariguana, oriunda de tierras mexicanas —como el maíz, como el chile, el mole y el cacao— sugiere al poeta un nuevo canto que adormece, narcotiza y engaña, sueño dentro del sueño, donde el hambre huye, donde el hombre es rey, “conducido en andas \que evitan el roce de la tierra”: “Hombre, rey-mariguano ya no escucha los lamentos,\la mendicidad de niños en calles mugrientas…\ Escucha los músicos, sus coplas mil”. “Nadie languidece de hambre,\no hay manos pedigüeñas\ no más pieles ajadas\ Un César, un joven mancebo\ suyo es el trono\alumbrado por candelas rojas, de sangre\Nirvana… Sí, Nirvana, aunque se duerma sobre el fango, la inmundicia, la tierra. Nirvana, se llega a su territorio, en ocasiones, tras poner el pie, la piel, el corazón lastimado en la pulquería: “Sus puertas, dos labios carnosos listos a paladear”.

Berliner no se queda afuera: entra como cualquier cliente, más o menos tomado y se queda absorto ante una fotografía: la de una mujer desnuda que despierta en los borrachos el adormecido vicio de la lujuria, en competencia galopante con el de la  borrachera. Hambrientos, harapientos, borrachos, marihuanos, vagabundos: son los pobres, los parias omitidos por Balbuena, por Gemelli Carreri… ¿Acaso no los había?

¨¿Cuándo surgió aquella raza marginada, maldita? ¿De qué Caín-asesino, o de qué Abel-mártir surgieron estos hombres, desheredados, marginados, a quienes solo les resta vagar, ajenos del  mundo, atados— como afirma Beliner “al altar del sacrificio”. Vagabundos: tal vez niños abandonados por sus madres “en tenebrosas callejuelas”, escena que orilla al poeta a lanzar un punzante: “Yo acuso”, una pregunta  angustiante: “¿Dónde están las madres\que han permitido vagabundear\entre tenebrosas callejuelas\a sus hijos\que ocultan\una maldición en el centro de  sus almas”.

El poeta no está ajeno a la maldición. La maldición también lo involucra. No hay testimonio, al parecer, ingenuo. Berliner, al tocar las nuevas tierras, se transforma en hijo, en cómplice, en hacedor de la historia. Y, como tal, llora por sus hijos…Gime cual llorona, plañidera dolida por la suerte de sus herederos desheredados criollos, mestizos, mulatos, descastados…

Nombrarlos, resultaría casi una hazaña; también nombrar sus desventuras: hijos sin casta, parecen, al cabo del tiempo, haberse multiplicado como las estrellas del cielo y las arenas del firmamento del horror. En Berliner, la madre abandona a los hijos de su vientre intermitentemente preñado: no hay maldición mayor en nuestra lengua y en nuestro país que carecer  de madre.

Berliner se identifica con los desventurados de su patria-madre adoptiva. Los comprende… Él también está lejos, lejos de sus raíces primigenias, en búsqueda continúa de una madre. El es también un descastado, un judío, un ser marcado, fruto del estigma, un niño más en esta ciudad que devora a sus hijos.

¿Dónde están las madres? Si estuvieran presentes, sus hijos, todos ellos, cesarían de llorar. El poeta silenciaría su canto, no habría  mariguanos,  hambreados, vagabundos… Desde pequeños, separados, tal vez, de un pecho seco y caído, buscan cobijo y sustento en las calles. Se transforman, algunos, en “boleritos”, niños que brillan con  sus manos la oscuridad: “Boleros callejeros\ contornos profundos\dibujados por la ciudad\por sus miles de manos\lóbregos frescos sobre los muros\ Avaros aquilatan, de pies a cabeza, las figuras femeninas\que, huidizas, pasan por las calles (tal vez se deba al exceso de tequila, mezcales, anís). El deseo y los ojos encendidos \sorben \la médula de las piernas mujeriles. Boleros sombríos-prosigue el poeta-lustran, sin cesar el calzado ajeno en avenidas luminosas. Sus pies semidesnudos; sus dedos oscuros, cual  habanos, emergen de  zapatos destrozados”.

Por las mismas calles de Dios, o diríamos sin Dios, deambula una anciana, a la zaga de cualquier vagabundo de menos edad y menor desdicha. Cuando anochece, o bien, cuando anochecen sus fuerzas, busca un refugio temporal, de ocasión. Basta acercarnos, para reconocerla: “Es la anciana abandonada\que se pega a las paredes cual gusano”.

Más adelante, en esta travesía por un  infierno dantesco y citadino, nos topamos con un anciano —el poeta lo enfoca con su luz—. Se acerca, irremediablemente a nuestros ojos, para echarnos a la cara su extrema vejez, su miseria: “Ochenta, noventa años, tal vez una centuria\son los años del anciano, que se echa ante el quicio de la puerta\tal vez no me  condoliera tanto\si su rostro no  fuera tan triste\ Observo su faz de anciano ceniciento\cada arruga, un signo de sus años miserables”.

Sin arrugas ni dolor, que puedan contemplarse a simple vista, aparece la prostituta, personaje imprescindible en el periplo urbano de Berliner, poeta flagelado, una y mil veces. Mujeres del “oficio” se las toma y se las deja, se las vuelve a tomar y a dejar: esa es su estrella. El poeta, las toma y no las abandona. Su retina las capta y las dibuja, sin temor a perder su inocencia, la ya perdida en su afán por conocer, de cerca, muy de  cerca, la realidad que punza y llena de congoja: la suya, porque todo lo que ve es suyo é l es su señor.

Prostitutas van y vienen: parecen mostrarse ante una cámara. Posan frente a ella, sin guardar las apariencias. No hay por qué maquillar la podredumbre; no hay porqué mentirle a la retina ni en años venideros, al cinematógrafo, testigo ocular. Pronto vendrán las “prostitutas” encarnadas por las divas del cine mexicano a captar el interés de  los interesados en ver de cerca, lo que se desearían, sin  embargo, rehuir. Mientras tanto, Berliner, retrata, con su pluma y su cercanía, las escenas más oscuras de una ciudad, a veces, maquillada cual prostituta.

“Yo la vi”, asevera crudamente, el poeta: “oculta tras sombríos callejones por oscuras puertas”, su rostro pálido, embadurnado de carmín. La vio y no la censura. Berliner jamás censura, tan sólo reinterpreta, a través del tamiz del lápiz, del papel. La empatía surge de inmediato y con ella el grito y la pregunta: ¿Quién sabe cuántos años de sufrimiento están ocultos\plegados tras la máscara de alegría de su rostro\corrompido por centavos para maquillaje, arroz y tortillas”. El poeta, tras contemplarla largamente, confirma haberla visto, mujer- ironía, regala calor y se derrumba sin embargo, en el frío. En efecto, se trata de: “…la mujer de la tos seca, íntima; \su rostro empolvado, pálida y vencida su sonrisa\Duerme sobre la paja\sobre el frío del suelo”.

Y las escenas de infierno se suman y se multiplican: escenas de hambruna que encuentran su contraparte en otras, muy lejanas, las del campo, sede del idilio y de la bucólica decimonónica mexicana, la que se extraña, cual  “paraíso perdido”. El poeta cierra los ojos ante la ciudad baldía y malhadada… De pronto, aparecen las escenas acariciadoras, las de la buena madre, las de la buena tierra de maizales exuberantes que, por desgracia, jamás han de satisfacer a los niños llorosos y pedigüeños que imploran por las calles por: “un pedacito de pan, tan sólo uno”.

 


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