Enlace Judío México e Israel – Noah Klieger sobrevivió la “marcha de la muerte” desde Auschwitz. Casi ocho décadas después, antes de participar en La Marcha de la Vida, su hija Iris nos cuenta su asombrosa historia, en exclusiva.

El 27 de enero de 2017, Noah Klieger apareció en el estrado de las Naciones Unidas para dirigir un largo discurso en el Día Internacional de Recordación en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Lo acompañaba un joven marino israelí, que portaba su uniforme, y que lo escuchaba con atención desde el asiento de al lado.

Cinco años más tarde, la madre de ese joven marino, Iris Klieger, se dirige en un autobús hacia el antiguo campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, para formar parte de la Marcha de la Vida, que conmemora la liberación del campo y la funesta “marcha de la muerte”, a la que su padre, el mismo Noah Klieger, había sobrevivido casi ocho décadas antes.

“Sobrevivió historias increíbles, como muchos sobrevivientes del campo de Auschwitz”, dice Klieger sobre su “prisionero privado”, su padre, y se dispone a narrar algunas de ellas porque sabe, como lo supo él, que contar la historia —y las historias— del Holocausto es una misión para cada sobreviviente y para su descendencia.

Noah Kliger

“Nació en Salzburgo. Llegó a Bélgica con su familia cuando tenía 15 años” y, desde su militancia clandestina en una organización juvenil sionista, “ayudó a sobrevivir a 257 jóvenes, chicas y chicos, moviéndolos a Suiza con papeles falsos.

Hasta ese momento, Klieger había logrado pasar desapercibido entre los nazis que ocupaban Bélgica. “No parecía judío”, recuerda Iris, quien habla de los ojos azules de su padre con un destello en su propia mirada. Luego continúa:

“El día que él mismo cruzaría la frontera, un amigo suyo le dijo ‘Noah, ¿podrías hacerme un favor? Quiero llegar a Suiza con mi novia. ¿Podrías cambiar tu lugar conmigo? Yo cruzo hoy y tú mañana’ y él respondió ‘¡claro, no hay problema!’”

Pero al día siguiente, cuando estaba por huir de su destino, Noah fue interceptado por un oficial nazi. “Ven al baño conmigo”, le dijo, y Klieger supo que aquello solo podía significar una cosa. “Bájate los pantalones”, le dijo el nazi cuando se hallaron a solas. La deportación era inminente.

Un cuento de hadas

Como si hablara de La vida es bella, esa famosa película que logró hacer del Holocausto una historia de la que era posible reírse, Iris recuerda cómo, a los seis años de edad, su propio padre tuvo que ceder a sus súplicas y contarle los acontecimientos que explicaban una seña artificial impresa de por vida en su brazo.

Desde que tenía cinco, Iris Klieger había visto el número 172345 tatuado en el brazo de su padre. “Yo me pintaba el mismo número en el brazo para ser como mi padre, sin saber lo que significaba.”

Alguna vez, la niña Klieger escuchó a sus padres conversar en francés. “¿Cómo hablas sobre el Holocausto con una niña pequeña?”, se preguntaba su padre. “Un año después, cuando yo tenía seis y estaba en primer grado, volví a preguntarle ‘¿qué es ese tatuaje que tienes en el brazo?’, y no fue sino entonces que él comenzó a contarme la historia, pero lo sin la parte mala. Me contó una especie de cuento de hadas pero al estilo del Holocausto, por decirlo de alguna manera.”

El cuento de hadas es una historia de supervivencia, de ingenio y de mentira porque, si bien a la postre Klieger haría de la verdad su principal herramienta de trabajo, y una parte importante de su misión más especial en la vida, para poder sobrevivir al horror de los campos de exterminio, Noah tuvo que volverse un gran mentiroso.

Así, cuando un oficial nazi —aficionado al boxeo— pidió voluntarios para participar en combates de exhibición que lo entretuvieran durante las largas jornadas de tortura, humillación y asesinato que debía administrar, el joven y famélico Klieger no dudó en alzar la mano. Hasta ese momento, recuerda su hija mientras vuelve, una vez más, a la escena de los hechos, Klieger no tenía más experiencia atlética que pedalear una bicicleta. Lo que sí tenía era hambre, y sabía que a los boxeadores les darían algo de sopa, un lujo para los prisioneros.

Lo que Klieger no sabía era que, entre los boxeadores voluntarios, se encontraba el judío tunecino Young Perez, excampeón mundial de peso mosca en 1931 y 1932. ¿Se habría ofrecido como voluntario de haberlo sabido? Si la historia de Klieger deja algo en claro es que habría hecho cualquier cosa para sobrevivir.

“Al minuto de verlo entrenar, Young Perez se acercó a mi padre y le susurró al oído: ‘no sabes boxear, ¿verdad?’, y mi padre respondió que no, pero que a los boxeadores les daban un litro de sopa y él moría de hambre.”

Entonces Klieger descubrió que Perez no solo era un gran boxeador sino uno de esos seres humanos a los que, por su bondad, uno recuerda toda la vida. De judío a judío, ambos acordaron simular que Klieger podía boxear. Su hija levanta las manos y cierra los puños para hacer la mímica de una pelea desigual que, sin embargo, salvaría la vida de su padre, ese gran impostor de los campos que se convertiría en una de las voces más lúcidas, longevas y poderosas de la prensa israelí.

La marcha de la muerte

Noah Klieger inicia su discurso ante la ONU en hebreo. Lo suyo es un poco orgullo y un poco provocación. “Si nosotros podemos aprender inglés, ustedes pueden aprender hebreo”, le dice riendo a la audiencia, que lo ha recibido con una ovación de pie, y que escucha atenta el relato con el que, ahora en inglés, Klieger, de 91 años, trata de hacerle entender que solo un sobreviviente puede saber realmente lo que ocurrió en los campos de exterminio.

Habla de la marcha de la muerte, una de ellas, en la que participó un poco antes de que las tropas soviéticas liberaran a los pocos judíos sobrevivientes de los campos de exterminio. “Los nazis habían perdido la guerra años antes pero seguían creyendo que podían ganarla”, recuerda con una sonrisa irónica.

Narra cómo, al verse acorralados por todos los flancos, los alemanes tomaron a los prisioneros sobrevivientes, casi todos judíos, y los hicieron caminar kilómetros y kilómetros de un campo a otro. “Muchos no lo lograban y eran asesinados ahí mismo. Había cuerpos a todo lo largo del camino”, narra Klieger desde el púlpito. Además de su voz, el silencio en el salón es total.

“Sé que es increíble pero ocurrió. Y todavía quedamos algunos, no muchos, para contar la historia”, acota Klieger. Pero no cuenta esa otra historia, la que presenció en aquel tortuoso camino, y de la cual su hija, ahora, camino a la Marcha de la Vida, comparte con Enlace Judío.

Entre los sobrevivientes del campo viene también Young Perez, el antiguo campeón de boxeo, salvador de su padre. Lleva, entre las ropas, un poco de pan que ha guardado para el trayecto. En algún momento, intenta compartirlo con otros prisioneros, más débiles, más propensos a caer y ser ejecutados por los soldados alemanes.

“Mi padre lo vio”, dice Klieger, “y siempre que contaba esa historia se ponía llorar”. Porque el gesto de generosidad de Young habría resultado aberrante para esas personas que habían renunciado ya a cualquier reducto de humanidad que anidara en ellas. Un afrenta, su bondad, para los asesinos de masas, y cuando uno de ellos vio a Perez compartir el pan con otro hambriento, le disparó.

Ahí murió el excampeón tunecino. Su historia, como la de Klieger, fue consignada en la cinta A box for Life, un documental dirigido y escrito por Uri Borreda en 2017, ese mismo año en que Klieger se presentó ante la ONU para omitir esa parte de la historia. Quizá, solo quizá, porque no quería llorar ante la asamblea.

Una familia afortunada

Cuando llegó al campo, Noah Klieger no sabía qué suerte habían corrido sus padres. Tampoco ellos tenían idea de si su hijo había logrado sobrevivir a la barbarie. La incertidumbre se extendió durante todo el tiempo que permanecieron cautivos de los nazis.

Lo recuerda su hija, Iris, casi 80 años más tarde, cuando vuelve a Auschwitz como tantas otras veces, siguiendo el ejemplo de su padre, Noah, quien participó en casi cada edición de la Marcha de la Vida, que este año, 2022, reúne a menos gente y, claro, a menos sobrevivientes de los campos.

“El padre de mi padre era un muy famoso escritor en Francia y eso le dio algunos puntos, si se puede decir de esa manera. Obtuvo un trabajo para escribir cada día, en una lista, los nombres de los judíos que seguían con vida en el campo. Así supo que su hijo seguía vivo cada día, porque veía su nombre en la lista.”

También así supo, por descarte, quiénes de sus familiares y amigos iban muriendo. De su esposa, sin embargo, no sabía nada. No fue sino hasta que terminó la guerra y los campos fueron finalmente liberados, que el matrimonio Kiegel volvería a verse a los ojos.

Su madre, que sabía coser, trabajó después de la guerra arreglando la ropa de los sobrevivientes, que estaban demasiado delgados. “Era una mujer muy pequeñita. Un día estaba cosiendo y, cuando alzó la mirada, vio a mi abuelo. Así fue como se reencontraron.”

“¿No es ese nuestro hijo?”, le preguntó a su esposo cuando, poco después, vio pasar a un chico alto de ojos azules. “No sabían que eran la única familia —papá, mamá, hijo— que había sobrevivido íntegra al campo de exterminio de Auschwitz.”

Israel estará ahí por siempre

El autobús se acerca a su destino y el tiempo que Iris puede concederle a este medio va menguando inexorablemente. Pero aún puede narrar aquella intervención de su padre ante la ONU, que ha quedado consignada en video, pero cuyos detalles no se han hecho públicos hasta ahora.

A las puertas del edificio de Naciones Unidas llega el viejo Kleger, de 91 años, acompañado de un joven marino. Los guardias de la entrada le dicen que el joven no puede entrar ahí con uniforme militar. Es una regla. “Si no entra él vestido así, yo no doy mi conferencia”, responde Klieger, quien ha recorrido el mundo para cumplir con lo que considera su misión: contar la historia de la Shoá.

Las puertas, finalmente, vuelven a abrirse para ese hombre afortunado, testigo de los más salvajes horrores del siglo XX. El hombre que cubrió para la prensa israelí los juicios celebrados contra Eichmann y muchos otros criminales nazis en Israel, Francia, Bélgica…

El periodista deportivo galardonado muchas veces. “Soy el periodista más longevo del mundo”, dice Klieger con orgullo y recibe otra carretada de aplausos en la sede del concierto de naciones.

Luego narra cómo, tras la marcha de la muerte, los 900 sobrevivientes que han completado el trayecto —de los 16,000 que lo iniciaron— son embutidos en vagones de tren para seguir el camino en Polonia.

“No tienen que ser muy listos para entender que no hay espacio para 150 personas en un vagón, ni siquiera de pie. Y aquellos que morían, seguían de pie junto a nosotros, porque no había espacio para caer.”

Parece mentira, es increíble, admite nuevamente Klieger, pero es verdad. Y luego, como si la audiencia no hubiera tenido bastante, cuenta que, conforme iban muriendo los prisioneros en los vagones, el espacio comenzó a abrirse finalmente, y los vivos lograron sentarse al fin… sobre los muertos.

Y cuenta cómo un chico pide que se rece el Kadish por su padre. No hay bastantes voluntarios para reunir el minián, así que debe sobornarlos con pan, que ha traído desde el campo. Cuando al fin lo consigue, Klieger le pregunta: “¿cuándo murió tu padre?”, y el chico responde: “Hace unas horas”. “¿Dónde está ahora?”, inquiere Noah. “Tú estás sentado sobre él”, responde el otro.

Sí, parece mentira, pero es verdad y Klieger tiene las pruebas. Por eso ha convertido en su misión narrar la historia —las historias— del Holocausto. Por eso pide ante la ONU, ese día, el 27 de enero de 2017, que el conjunto de naciones apruebe una resolución que haga mandatoria la educación sobre el Holocausto en todos los países miembros.

También quiere que se enseñe el antisemitismo como una materia. Lo exige con una voz firme que se niega a morir. Habla el hombre que, tras sobrevivir al Holocausto, migró a Israel para ayudar a fundarlo, y luego lo defendió con las armas.

El periodista que convirtió la pluma en una arma quizá más poderosa y que viajó por el mundo incansablemente para contar lo que ya muy pocos pueden recordar en primera persona. Su hija Iris, melancólica y sonriente, recuerda aquel discurso. El autobús se acerca a Auschwitz. Es marzo de 2022. Noah Klieger no asistirá esta vez a la Marcha de la Vida.

“Mis días en la tierra casi terminan pero mi país estará ahí por siempre.” Así concluyó Klieger su discurso ante la ONU. La gente se vuelve a levantar para aplaudirle. El joven marino observa orgulloso la figura de su abuelo, el escritor, el periodista, el orador, el políglota, el sonriente e invicto boxeador que ha sabido eludir cada golpe de la historia.

Casi dos años más tarde, el 18 de diciembre de 2018, la extraordinaria misión de Noah Klieger llegó a su fin. Yitgadal veyitkadash shemé raba…

Reproducción autorizada con la mención siguiente: ©EnlaceJudío