Enlace Judío- Llegamos a Kiev, capital de Ucrania, a las 8:30 de la mañana. El viaje en tren desde Chelm -última escala polaca que hicimos los cuatro legisladores mexicanos invitados por el Parlamento ucraniano a tender puentes entre nuestros países de cara a la invasión rusa- duró más de 13 horas. La distancia no es mucha entre Chelm, ciudad enclavada en la frontera, y Kiev. Pero el tren va muy lento porque tiene que hacer varias paradas no programadas, en atención a las indicaciones de posibles bombardeos. Nos sirvió para dormir, aun y con un sueño intranquilo.

Lo primero que hago al llegar al hotel es darme un regaderazo. En ésas estoy cuando suena por primera vez la alerta de bomba, merced a una alarma que ya todos los que estamos -o los que viven- en Kiev hemos descargado en nuestros celulares. La indicación es bajar al refugio, que en el caso del hotel se encuentra en el sótano.

Interrumpo mi baño, me seco a toda prisa, tomo el pasaporte y la cartera, bajo al refugio. Al pasar por la planta principal del hotel, advierto que hay gente que sigue ahí, pese a las insistentes alarmas. En efecto, en el sótano somos muchos pero ni de lejos todos los huéspedes y todo el personal de un hotel de 310 habitaciones distribuidas en 24 pisos. Con el correr del tiempo la población de un país en guerra activa hace otra lectura de los riesgos; pasa como con Pedro y el lobo: tantas son las advertencias que la gente ya no hace caso de ellas pese al peligro real y acaso inminente.

Kiev es una ciudad de 3 millones de habitantes, y luce como tal: hay tránsito, los comercios están abiertos, la gente camina por las calles. Si uno no viera las trincheras en las esquinas, las construcciones militares de acero cuyo propósito es cerrar el camino a los tanques, uno se pensaría en la capital de un país que no se encuentra en guerra. Me atrevo a decir que, sin ser ni de lejos normal, la guerra empieza a normalizarse.

Visitamos los hangares de la fábrica de aviones Antonov, empresa pública donde se construyen aviones que acaso el lector haya visto alguna vez en televisión. Eran los más grandes del mundo cuando fue fundada esta fábrica bajo el orden soviético, tan proclive a la desmesura. Ahora son famosos por ligeros, y por ser capaces de transportar más de 250 toneladas en el caso del avión principal, que es hoy el único presente, y que está siendo reconstruido. Ostenta su nombre en ucraniano; en español significa “Esperanza”, y eso es lo que pretende brindar, lo que no es menor cuando a un costado de la fábrica se alzan una base y un aeropuerto militares que fueran atacados por un despliegue de helicópteros rusos el pasado 24 de febrero, justo el primer día de la guerra.

Hablamos con militares ahí destacados, con ingenieros, con diputados, con alcaldes y vicealcaldes, con ciudadanos. Son palpables la unidad profundísima, el claro compromiso a defender aquello de lo que cada uno es parte, aun a riesgo de la propia vida, lo mismo entre los efectivos de ese gran ejército que construyeron desde 2014 -profesional, voluntario, bien pagado, con buena tecnología- como en la gente que tomó las armas y, con muy poco entrenamiento, se dejó guiar para actuar.

El día cierra en Irpin. De los 95 mil habitantes, 90 por ciento pudo salir a tiempo en cinco días, pese al previo autosabotaje del puente que la une a Kiev con la intención de que los rusos no avanzaran a la capital. Los edificios habitacionales aparecen damnificados de manera aleatoria; también los centros comunitarios, las escuelas, los estadios. Quedan casas de campaña muy grandes que donó el Reino Unido, estructuras modulares que aportó Polonia. Algunos de los que se fueron regresan ya. Los que se quedan tratan de ir normalizando lo que no puede ser normal.

Fuente: Reforma