Enlace Judío – Pues llega septiembre y con este mes, los habitantes de la Ciudad de México no sólo nos preparamos para celebrar —junto a todo el país— las fiestas nacionales, sino también para enfrentar la temporada de temblores. Porque —todos aquí lo sabemos bien— los temblores no se pueden predecir, pero en septiembre siempre tiembla. Y de qué manera.

La Ciudad de México tiene una relación interesante con los temblores. Generalmente, los de magnitud considerable ocurren en las costas de Guerrero, Oaxaca o Chiapas, y llegan a la zona del Valle de México (donde está la capital) muy debilitados. Sin embargo, se intensifican justo en la ciudad porque nuestro subsuelo es acuoso, así que si en las montañas aledañas son de apenas 3 o 4 grados Richter, en la zona centro de la urbe se sienten de 6 o 7 grados. A veces más.

Pero esos temblores son rutina. Ningún capitalino diría que fue un terremoto.

Terremotos, lo que se dice “terremotos”, los de 1985 y 2017. El de hace 37 años fue de 8.1 grados Richter; el de hace cinco años, de 7.1. Sin embargo, este último fue más intenso porque el epicentro fue demasiado cerca (apenas en la zona de Cuernavaca, a menos de una hora de la CDMX) y a poca profundidad. Así que esos 7.1 grados llegaron directo a la capital, y resultaron terriblemente devastadores.

Tengo el extraño privilegio de decir que estuve presente en los dos. Ya sé de qué se trata esa sensación de que el suelo se mueve bajo tus pies de un modo que te pone el corazón en la garganta y el Shemá en la boca.

Es una impresión muy rara. Durante los primeros segundos, no sabes qué está pasando. Sí, sabes que está temblando, pero tu cerebro se tarda unos segundos extras en poder decir “esto es un terremoto”. Y para cuando lo logras articular, es porque —naturalmente— estás colapsando de miedo.

Pero bueno. Uno que está entrenado en estos avatares puede tomarse las cosas con cierta frialdad. Por ejemplo, yo sé que la zona en la que vivo es muy segura si se trata de terremotos. Ni en 1985 ni en 2017 se cayó nada en mi barrio. Todo resistió sorprendentemente, porque —se sabe— está muy bien construido. Es un lugar seguro para vivir un episodio de estos.

Saberlo me sirvió en 2017, cuando el temblor me sorprendió profundamente dormido. Había trabajado hasta altas horas de la madrugada, y ese día podía dormir toda la mañana, más bien hasta la hora de la comida. El temblor comenzó a eso de la 1 pm, y no sentí su inicio. Desperté hasta que vino el golpe trepidatorio que lanzó a uno de mis gatos hacia el piso, y a mí me puso a brincar en la cama mientras escuchaba cómo los libreros de un cuarto y de la sala se desparramaban por todo el piso.

Lo primero que cruzó por mi cabeza fue el obligado “¿y esto qué es?”; lo segundo fue un incrédulo “no puede ser, esto es una broma”. Y es que el terremoto de 2017 cayó justo en el mismo día que el de 1985: 19 de septiembre. De hecho, a las 11 de la mañana se había hecho un simulacro nacional (protocolo obligado cada que se repite esa fecha). Escuché la alarma sísmica y a los vecinos muy obedientes comenzando a desalojar el edificio, pero pues ese era mi horario para descansar así que ni me paré de la cama. Desperté dos horas después todo desconcertado mientras sentía cómo todo el edificio brincaba de arriba abajo sin control alguno.

Y lo tercero que pensé fue “rayos, este está peor que el del 85”. Porque es cierto: estuvo peor. Palabra de testigo presencial de los dos temblores.

Lo demás fue lo lógico: esperar a que parara, ver los destrozos en mi casa —libreros y libros en el piso nada más, afortunadamente—, visitar a mi mamá para ver que estuviera bien, y luego empezar a recibir noticias de los destrozos en la zona aledaña a mi entrañable barrio. Allí sí hubo problemas. El famoso Colegio Rebsamen colapsó dejando un saldo mortal de varios niños fallecidos, y eso fue a unas 8 cuadras de mi casa. Centros comerciales, edificios, casas, negocios, también se contaron entre las estructuras colapsadas, muchas de ellas con gente dentro y dejando trágicos saldos fatales.

En fin. Un terremoto, con todas sus cosas trágicas inevitables.

Hubo otro detalle que me llamó la atención en esa difícil experiencia de hace cinco años: me llevé un sustazo, pero algo de mí se mantuvo tranquilo todo el tiempo. ¿Por qué? Porque, para bien o para mal, sabía lo que estaba pasando. Es decir, sabía que era un terremoto. O sea, un reacomodo de placas tectónicas, algo que sucede porque pues la naturaleza así es y ni modo.

Y eso es lo que me empuja hacia la reflexión: ¿Te imaginas lo que podía sentir un ser humano en la antigüedad? Hace miles de años, la gente simplemente no tenía idea de por qué ocurrían los temblores de tierra. Menos aún, los terremotos.

Eso significa que la experiencia era infinitamente más terrorífica para ellos, porque no sabían qué era lo que estaba pasando.

El judaísmo lo resolvió de un modo muy elegante, a partir de una reflexión que a primera vista parece lógica, pero que cobra una dimensión muy especial cuando te ha tocado vivir este tipo de momentos.

Dice el Salmo 29: “Voz del Señor que quebranta los cedros; quebrantó el Señor los cedros del Líbano. Los hizo saltar como becerros; al Líbano y al Sirión como hijos de búfalos. Voz del Señor que derrama llamas de fuego; voz del Señor que hace temblar el desierto. Hace temblar el Señor el desierto de Kadesh. Voz del Señor que desgaja las encinas y desnuda los bosques. En su templo todo proclama su gloria” (versículos 5-9).

Los antiguos israelitas vieron en los temblores una poderosa manifestación del poder de la naturaleza que, en última instancia, no es sino la expresión física del poder de D-os. Dicho de otro modo, un recordatorio de la pequeñez y la insignificancia de nuestra fuerza, imposible de comparar a la de cualquier fenómeno natural.

Lo que puede hacer el planeta Tierra nos abruma, nos oblitera. ¿Cuánto más lo que puede hacer D-os, el Creador de la tierra en la que vivimos?

Esta idea está directamente emparentada con las durísimas preguntas que le hace D-os a Job, cuando debate con él acerca del destino del ser humano: “Ahora ciñe como varón tus lomos; yo te preguntaré y tú me contestarás. ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella el cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular cuando alababan todas las estrellas del alba y se regocijaban todos los hijos de D-os? ¿Quién encerró con puertas el mar cuando se derramaba saliéndose de su seno, cuando puse yo nubes por vestidura suya, y por su faja oscuridad, y establecí sobre él mi decreto? Le puse puertas y cerrojo, y dije: Hast6a aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas” (Job 38:3-11).

Este pasaje —tan hermoso como intenso— refleja algo que parece muy lógico, pero también algo francamente sorprendente. Lo lógico es la forma en la que se expone la ignorancia del ser humano. La naturaleza, el universo, la realidad misma, está llena de cosas que no entendemos.

Pero en medio de esa aceptación tácita de nuestra ignorancia, hay una sorprendente lucidez que nos puede dejar sorprendidos una vez que la percibimos: el autor de este impactante pasaje sabe que la naturaleza tiene una mecánica, que funciona bajo reglas bien definidas. Algo que, en sus términos generales, la humanidad apenas empezó a entender cabalmente gracias a Nicolás Copérnico y a Galileo Galilei. Ellos fueron los que sentaron las bases para la comprensión mecanicista de la naturaleza. Luego Kepler remató el asunto.

Bueno, pues resulta que 25 siglos antes que esos astrónomos, un autor judío ya tiene perfectamente clara la idea de que la naturaleza no es un cúmulo de arbitrariedades. Que ni siquiera D-os (diría Einstein) juega a los dados, encomendando las cosas al puro azar, sino que todo tiene una razón de ser.

Aún las cosas que más nos pueden desconcertar y espantar, como los terremotos.

Las implicaciones de esta noción son tremendas, porque superan por mucho la clásica idea del “D-os sabe por qué hace las cosas”.

En esa frase —que sin duda ha calmado y consolado a mucha gente a lo largo de la historia—, lo que hay es una aceptación de que existe un sentido en las cosas que para nosotros carecen de lógica. Como el miedo o el sufrimiento que puede traer un cataclismo. Pero eso expresión —por otro lado— también es una aceptación de que los seres humanos simplemente no entendemos qué es lo que está pasando.

En cambio, la lucidez con la que el libro de Job nos dice que la tierra, el cielo y los maros se comportan bajo reglas bien definidas por D-os, nos llevan a la conclusión obligada de que existe una realidad consistente más allá de nuestras percepciones.

Bajo esa lógica, el creyente sincero confía en D-os no porque reconozca que “hay un plan” detrás de todas las cosas que no entiende, sino porque entiende que hay algo más complejo, profundo, importante e indestructible: la realidad misma.

¿Por qué es tan importante esa diferencia? ¿Qué ventaja hay en saber que detrás de cada duda nuestra hay no nada más un plan, sino una realidad?

Sencillo: que la realidad sí la podemos estudiar, justo porque funciona con reglas inamovibles.

Los planes de D-os sólo podríamos estudiarlos sí Él, en su infinita bondad, se place en revelárnoslos. Pero la propia Torá dice que las cosas secretas pertenecen sólo a Él, dando por sentado con ello que hay conocimientos a los que nosotros nunca tendremos acceso.

En cambio, la realidad está allí, frente a nosotros, funcionando como el Creador decidió que debía funcionar, y lista para que armados de paciencia y dedicación, la estudiemos.

Y sí: los terremotos también son parte de esa realidad. También se pueden estudiar. Dan miedo, espantan, nos ponen con los nervios de punta, pero hoy por hoy sabemos de qué se tratan, y gracias a ello sabemos que no son la furia de ninguna deidad telúrica —como lo explicaría un griego de hace 28 siglos— y que, por lo tanto, no hay necesidad de que sacrifiquemos cientos de vacas para que no vuelva a temblar. Sólo hay que continuar con nuestra investigación de la naturaleza para aprender a construir casas y edificios que no se caigan, o para aprender a no construir nuestras ciudades en los lugares por donde pasa alguna falla.

Cuando somos capaces de descifrar esos arcanos de la naturaleza, es justo cuando con mayor sinceridad podemos repasar las palabras del salmista y recordar la inconmensurable grandeza de D-os, y nuestra pequeñez absoluta en este universo.

Y una vez más, al igual que nuestros ancestros, temblar ante su Voz.

Sobre todo cuando esta hace temblar la tierra.

En septiembre, por ejemplo.


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