Enlace Judío – Es septiembre y el año judío está a punto de terminar. El próximo domingo 25 dará inicio el año 5783, y con ello comenzará el período de Fiestas Mayores. Pero esta vez las fiestas llegan en un entorno bastante singular, porque este septiembre se ha destacado por sus temblores (uno bastante fuerte, apenas unas horas antes de que escriba estas líneas). Y entonces, nuestra tendencia natural a buscar el sentido de las cosas, echa a volar nuestra imaginación.

Desde los albores de la conciencia humana, los temblores —junto con otros cataclismos de magnitud o impacto similar— fueron un enigma para el ser humano. Y no hay nada peor que los enigmas que no se resuelven. Si se tratara sólo de preguntas estilo quién elaboró las líneas de Nazca o qué es el Triángulo de las Bermudas, vale; no pasa nada. Pero imagínate una época en la que prácticamente todo era una pregunta sin respuesta, un tiempo en el que nuestra ignorancia sobre la mecánica de la naturaleza era prácticamente absoluta.

Era una condición muy similar a la locura.

Por eso, desde la más remota antigüedad, el ser humano se dedicó al complicado esfuerzo de darle sentido a todo lo que le rodeaba. Pero ¿por dónde empezar? ¿Cómo plantear nuestros dilemas? Eran días en los que ni siquiera sabíamos cómo formular nuestras preguntas; es obvio que, menos aún, podríamos dar con las respuestas correctas.

Lo que no teníamos de conocimiento, lo tuvimos de imaginación y de curiosidad. Así, poco a poco, fuimos desenredando el nudo —eso que, en lenguaje poético llamamos “los arcanos de la naturaleza” — y gracias a ello hoy tenemos un conocimiento lo suficientemente amplio como para saber que los temblores se ocasionan por el movimiento de las placas tectónicas, y no porque alguna deidad telúrica esté furiosa y se desquite con los seres humanos moliendo todo a patadas.

En el largo camino para llegar a esta reciente condición de conocimiento científico, los seres humanos resolvimos nuestras dudas creando historias, relatos, ficciones —como eso de la deidad telúrica moliendo todo a patadas—. Así surgió la primitiva idea de que los temblores serían un intento por parte de los dioses (o de D-os) por decirle algo muy específico a un grupo de personas muy específica. O, dicho de otra manera, se le atribuyó a los temblores una especie de condición moral. Algo así como “D-os nos está castigando por nuestros pecados”, o “D-os nos está advirtiendo para que nos arrepintamos”.

Pero entonces surge la duda: a ver, gente pecadora la hay en todos lados, y en este momento preciso se me ocurre que el dictador ruso supera a la gran mayoría de la humanidad —si no es que a todos— por la barbarie que sus tropas están cometiendo en Ucrania. ¿Por qué no tiembla en el Kremlin? O peor aún: gente pérfida y disoluta existe en todo el mundo, pero resulta que sólo tiembla en las zonas sísmicas, determinadas así por los puntos donde confluyen las placas tectónicas.

Entonces no es un asunto moral, sino un asunto natural. Tiembla donde tiene que temblar, y eso no lo determina el deseo de D-os por mandarnos un mensajito, sino la estructura misma de la naturaleza.

¿Pero entonces por qué las afectaciones para los seres humanos? En estricto, es sencillo: porque por causa de nuestra ignorancia, hemos construido muchas ciudades en las zonas donde tiembla. Nada más. Dicho sea de paso, esas afectaciones tampoco tienen un criterio moral: el suelo se les mueve a buenos y malos, justos e injustos, amables y odiosos.

Apenas en Facebook alguien me señalaba que el temblor del 19 de septiembre había sido un llamado de D-os hacia la población de la Ciudad de México, toda ella tan pecadora. Qué raro llamado, le señalé a esta alma simplona y de criterios laxos, porque para llamarnos la atención a nosotros entonces D-os se cargó a los pobladores de la zona del Pacífico mexicano, los más cercanos al epicentro, que fueron los que llevaron la peor parte. Hubo poblaciones en donde todas las calles sufrieron daños de moderados a severos; murieron dos personas en Colima; mucha gente quedó sin casa, sin nada. ¿Y todo para mandarnos un mensaje a los que vivimos en la Ciudad de México, donde no pasó prácticamente nada más allá del susto?

No, me rehúso a creer que D-os es así de torpe para comunicarse con nosotros. Más bien, somos nosotros los que no estamos entendiendo.

Los salmos que se recitan en el rezo de Kabalat Shabat nos dicen algo al respecto. En el Salmo 96:10-13 leemos esto: “Decid entre las naciones: el Señor reina; también afirmó el mundo, no será conmovido; juzgará a los pueblos en justicia. Alégrense los cielos y gócese la tierra, brame el mar y su plenitud; regocíjese el campo y todo lo que en él está; entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante del Señor que vino; porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con su verdad”.

Es un párrafo que parece insinuar que la tierra es algo firme que no tendría por qué sacudirse. Allí se dice de manera muy clara que “no será conmovida”. Sin embargo, la antítesis —por no decirle paradoja— aparece en el siguiente Salmo (97:4-5): “Sus relámpagos alumbraron al mundo; la tierra vio y se estremeció. Los montes se derritieron como cera delante del Señor, delante del Señor de toda la tierra”.

Y el Salmo 29:3-9 remata la aparente contradicción: “Voz del Señor sobre las aguas; truena el D-os de gloria, el Señor sobre las muchas aguas. Voz del Señor con potencia, voz del Señor con gloria. Voz del Señor que quebranta los cedros; quebrantó el Señor los cedros del Líbano. Los hizo saltar como becerros; al Líbano y al Sirión como hijos de búfalos. Voz del Señor que derrama llamas de fuego; voz del Señor que hace temblar el desierto de Kadesh. Voz del Señor que desgaja las encinas y desnuda los bosques; en su templo todo proclama su gloria”.

¿Entonces? ¿En qué quedamos? ¿La tierra no será conmovida porque está bien fundada, o la gloria del Señor proclamada desde su templo hace que todo se sacuda, tiemble, se incendie y/o se inunde?

En este interesante panorama aparentemente lleno de contradicciones subyace ese antiguo dilema filosófico que tanto intrigó —y confrontó— a Heráclito y Parménides. El primero, por poner el énfasis en que la única verdad es que todo cambia, todo se mueve; el segundo, por hablar de que esos cambios no podían ser la última verdad, sino que detrás de todos esos cambios debía existir algo que permanece inmutable.

Tuvieron que pasar siglos para que pudiésemos corroborar que los dos tenían razón: la naturaleza todo el tiempo está en movimiento, siempre cambia. Pero lo hace bajo las indestructibles leyes de la física, la química y la biología. A la par que hay algo que siempre se transforma, hay algo que permanece inmutable.

Los autores de los Salmos no caen en la tentación simplona de pensar, entonces, que los temblores —por ejemplo, aprovechando que estamos en septiembre— son un mensaje directo de D-os para cierto tipo muy específico de gente. Menos aún, un “castigo”. Esta última opción sería odiosa, porque implicaría que en su afán de imponer una sanción a los pecadores, D-os está dispuesto a arruinarle la vida también a los justos. Digo, porque un temblor barre parejo.

Los salmistas entienden las cosas desde una perspectiva totalmente distinta. En primer lugar, no le atribuyen valores morales a los fenómenos naturales que mencionan. No son castigos ni premios ni nada similar. Y, en segundo lugar, no les molesta confrontarse con la aparente contradicción que implica para nuestra percepción que, por una parte, la naturaleza se sacude —y  bastante fuerte— pero, por otra, permanece firme e indestructible.

Por supuesto, no nos ofrecen tampoco una explicación científica. Si por un lado vivieron en una época en la que los seres humanos estábamos muy lejos de poder plantearnos estos dilemas en esos términos, por otra parte tampoco es el objetivo del texto.

Lo que nos dicen es algo tan interesante como intrigante: a manera de resumen de todos estos fenómenos naturales, se nos menciona que “en su Templo todo proclama Su gloria”.

Es, evidentemente, una alusión al Templo de Jerusalén, un santuario en el que el culto siempre era el mismo, pero en el que los oficiantes siempre cambiaban. Según el texto bíblico, el rey Salomón organizó a los Kohanim en 24 grupos (familias) distintas, que se alternaban en la conducción del servicio del Templo. Así que ahí mismo, en el lugar más sagrado del judaísmo, se podía ver esa paradoja de algo que siempre cambia pero siempre es igual. Un interesante referente para entender que los detalles de la realidad pueden ser tan variables como uno quiera, pero que la estructura de la realidad siempre es la misma.

Y todo, para cantar la Gloria de D-os.

Interesante, porque entonces el texto bíblico nos sugiere que aquello en lo que se manifiesta del modo más impresionante y contundente posible la Gloria Divina, es justo ese sutil equilibrio entre lo que cambia y lo que permanece inmutable. O, en otras palabras, en la existencia de eso que llamamos “la realidad”.

Parece una palabra simple, y pocas veces reflexionamos en lo que implica.

Para sentir el vértigo que conlleva el concepto, basta con repasar lo que implica la antigua palabra griega “cosmos”: todo lo que ha existido, todo lo que existe, todo lo que existirá. Si para los griegos esto era impresionante, imagínate para nosotros, ahora que telescopios como el Hubble y el James Web nos están ofreciendo una perspectiva cada vez más grande de “lo que existe”.

¿Te das cuenta que la realidad es tan poderosa que no pueden existir dos realidades? Si descubriésemos una nueva dimensión, un mundo totalmente diferente al que perciben nuestros sentidos, o formas de vida que existen en niveles distintos de conciencia, no estaríamos descubriendo otra realidad, sino confirmando que la realidad sólo es más compleja de lo que imaginábamos.

Todo lo que existe es parte de la realidad. Todo aquello que no es parte de la realidad, no existe. Todo aquello que podría existir, podría existir porque sus componentes esenciales ya son parte de la realidad. Todo aquello cuyos componentes esenciales no sean parte de la realidad, nunca podrá existir.

Es increíble como un salmista, un autor antiguo de hace unos 3 mil años, al decirnos primer que “la tierra no será conmovida” y luego que esa misma tierra se inunda, se sacude, se incendia o se derrite, nos abre la puerta para llegar a una reflexión en la que nos topamos con el complejo asunto de la realidad, esa unidad absoluta en la que el cambio interminable se equilibra con lo que nunca cambia.

Curioso ¿no te parece? Una unidad absoluta. Como el D-os del que nos habla la Biblia.

A eso nos remite la frase “en su Templo todo proclama su gloria”. El judaísmo es la religión —y, más que eso, la forma de vivir— que, por vocación, siempre ha puesto su atención en la realidad. Y por eso los salmos que nos explican que uno puede embobarse con sus rutinas, sus proyectos, sus anhelos, sus negocios, y siempre hay algo que nos obliga a ponerle atención a la realidad en todas sus dimensiones.

Un temblor, por ejemplo. Una buena sacudida de placas tectónicas para que recordemos que la realidad, por molesta que nos parezca, es que somos seres pequeñitos, frágiles, ínfimos en comparación con el cosmos, con todo lo que ha existido, todo lo que existe, todo lo que existirá.

Y por ello, la vocación indestructible del judaísmo de regresar siempre a esos territorios en el tiempo —como lo es Rosh Hashaná— para ponernos en paz con nosotros mismos, con nuestro prójimos y con D-os. O, en pocas palabras, con la realidad.


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