Enlace Judío México e Israel – “No existe pasado sin un presente que lo recuerde”. Fue esta sencilla frase la que me hizo, desde niña, hurgar en mi historia familiar. Nieta de una valiente mujer que en 1927 dejó su tierra de tulipanes, minaretes bizantinos y cúpulas doradas, en esa búsqueda eterna del migrante por encontrar una vida mejor. En ese lado de mi corazón corren las aguas del Bósforo.

Ser hija de quien sufrió un exilio forzado cargado de guerra, de estrellas amarillas y de fantasmas de otro tiempo en una Bulgaria en la que, pasear por la Morska Gradina -El jardín del mar-, era todo lo que se anhelaba desde los campos de trabajos forzados, me hizo vivir a la sombra de una guerra que nunca viví, pero que quedó anidada en mi responsabilidad como fruto de un sobreviviente del Holocausto; porque el dolor del luto humano marcó para siempre la estría más profunda en las entrañas del mundo. En ese extremo de mi alma me inundan las corrientes del mar Negro.

En mi centro, el río Bravo; aguas de un México generoso que abrió sus brazos amplios para dar suelo y cobijo a nuevos sueños. Tierra de árboles que gotean cacao, polen bronceado y chile mulato, y bajo su sombra nacerían mis hijos.

La búsqueda de mi herencia paterna me remitió a Bejar, de ahí partió mi sangre en 1492, llevando, junto con la esperanza, las llaves de casas a las que nunca volverían.

Bejarano mi apellido, ese que vi con el corazón henchido en cada pastelería, restaurante y hasta funeraria, cuando retomé, hace unos años, los pasos de mis ancestros en aquellas calles empedradas que me susurraron antiguas historias en cada guijarro. Andar esta tierra se convertiría en un vínculo con mi pasado, con mi herencia y mi historia, porque mis ascendientes habían pisado antes que yo, dejando vestigio de su presencia. “Estoy de vuelta” gritaba con las lágrimas más felices que se hayan derramado nunca, y con la tinta aún en mi pulgar, de haber lacrado mi origen en una notaría ibérica.

Eliakim es el nombre de mi abuelo materno, y de su padre, y de su padre a su vez. En la expulsión, ellos huyeron hacia un imperio que fue tolerante; en el que la vida despierta con plegarias y con los rastros que han dejado los siglos. Un recorrido por mi linaje turco llena mi corazón de incienso y amuletos, de los mitos y confidencias de aquel Sefarad que se espolvoreó sobre el Mediterráneo en una partida punzante, una que dejó en su estela las notas de un Adio Kerida flotando en el aire marino.

Entiendo el dolor de tener que arrancarse del alma la tierra de origen para adoptar una nueva y buscar pertenencia, nuevos horizontes y, ultimadamente, la felicidad. Porque esto me queda muy claro, soy la sefardí más mexicana o la mexicana más sefardí. Nuestro ladino, nuestros sabores y aromas y nuestras kantikas han formado parte de mi vida siempre y es la semilla heredada que ahora yo transmito a mis descendientes.

“El ke ereda no muere” dice uno de nuestros refranes judeo españoles; soy el resultado de ese patrimonio que llevo en las palabras que amo, en los aromas a anís y berenjena, en los sabores milenarios que se alojan en mi paladar. Soy una combinación de mares y ríos ancestrales, una mezcla de mareas heredadas que en sus vaivenes interminables han ido dejando como huella, lo que más valoro: mi identidad sefardí.

El caudal de mi legado se origina en España. España libre, España alegre, España mía. ¡Mi Sefarad!


 

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