A veces abrimos nuestras Biblias (Tanaj, en hebreo) como dando por hecho que es un libro (o una colección de libros) que siempre ha estado allí, a la mano. Pero no. Su historia es tan deliciosa como compleja, y vale la pena tener bien presente tres momentos críticos en la que la decisión de una persona, o de un grupo de personas, cambió la Historia para siempre.

No sé si te has puesto a pensar que los autores de los libros que hoy forman parte de la Biblia (Tanaj) no se sentaron a escribir pensando algo así como “oh, voy a escribir un libro de la Biblia”.

Independientemente de en qué momento y en qué lugar y por cuál razón esos autores se sentaron a escribir lo que escribieron, hubo un momento posterior en que un grupo de personas dijo “oh, vamos a integrar todos estos libros en una sola colección para que los podamos tener a la mano siempre”.

¿Sabemos quiénes fueron, y en qué momento?

Por supuesto. Lo sabemos. Si nos atenemos a la narrativa tradicional de la propia Biblia, podemos decir que fueron Ezra el Escriba y los demás escribas de su generación quienes hicieron ese trabajo. En el medio académico, algunos suelen llamarles “escuela deuteronomista” porque —por razones que se salen de los objetivos de este artículo— estuvieron muy ligados a la elaboración del libro que conocemos como Deuteronomio (Devarim).

Esto fue a inicios del siglo V AEC, tal vez por ahí del año 480 AEC. Era un momento crucial para nuestra historia; acabábamos de salir del trágico período de exilio en Babilonia, y el Reino de Judea se estaba reconstruyendo desde sus propias cenizas. Los muros de Jerusalén todavía no estaban levantados, el Templo apenas se estaba armando de nuevo, y la sociedad judía trataba de hacer una vida lo más normal posible bajo dos diferentes tipos de mandatos: el del exilarca y el del Sumo Sacerdote.

El exilarca fue Zerubabel, del linaje de David. Pero su misión era tan compleja que no siempre residió en Jerusalén. Él estaba a cargo de todos los judíos del Imperio Persa, lo que incluía a los que se habían restablecido en Eretz Israel, pero también a los que seguían dispersos en cualquiera de las 23 satrapías o regiones administrativas del Imperio. Por ello, su sede principal siempre fue Babilonia. Así que el verdadero jefe local era el Sumo Sacerdote en turno. Se sabe que los persas siempre reconocieron esta autoridad administrativa ejercida por el líder religioso, y en términos generales puede decirse que las cosas funcionaron bastante bien.

Pero había otro aspecto de la vida en el que el pueblo de Israel también había sido profundamente dañado, y había que renacer de las cenizas: los babilonios, como todas las naciones conquistadoras hacían con sus víctimas, seguro habían destruido el patrimonio intelectual del antiguo Reino de Judá. Entre todo ello, sus escrituras sagradas.

Ahí fue donde entró en acción un grupo de intelectuales (escribas) que se dedicaron a recuperar lo que había sobrevivido a la tragedia, y lo fusionaron con lo que ellos mismos habrían conservado pese a vivir en el exilio. De allí nació la primera versión de nuestra Biblia actual. Hay indicios de que ya desde antes de la invasión babilónica había una clara diferenciación entre los libros de la Torá y los de los Neviim (profetas), si bien no hay indicios de que alguien los hubiese integrado como una colección.

Lo que sabemos es que esto sucedió por primera vez en esta etapa de restauración, y así surgió lo que podríamos llamar “la primera Biblia”. Faltaban varios libros por escribirse, pero ahí fue donde comenzó todo. Con el paso de los siguientes siglos, otros nuevos libros se ganaron el aprecio de los líderes religiosos judíos, y poco a poco se anexaron hasta llegar a lo que hoy conocemos como Tanaj.

Pero los idiomas cambian por su uso cotidiano, y la forma en la que se habla en un momento dado, ya no es la misma tres o cuatro siglos después. Y con el pueblo judío el asunto era peor, porque después del exilio en Babilonia, los judíos nos acostumbramos a usar el arameo como idioma coloquial. El hebreo quedó limitado al uso intelectual y religioso. La gran mayoría de los judíos conocían le Lengua Santa, pero hablaban en arameo, un idioma que por ser usado de manera constante, continuó evolucionando y sufriendo cambios sutiles que tal vez no eran muy visibles con el transcurso de cien años, pero sí con el de quinientos.

Hacia la segunda mitad del siglo I EC, el arameo callejero de los judíos ya no se parecía en casi nada al que debieron hablar, medio milenio antes, sus ancestros regresados desde Babilonia. El texto bíblico seguía siendo el mismo, pero la comprensión de la gente no.

Ahí vino el segundo momento crítico en esta historia: un sabio llamado Onkelos (tal vez sea el mismo que Aquila de Sínope), noble romano que decidió convertirse al judaísmo para entonces consagrar su vida al estudio.

Tal vez esa condición de ser extranjero y haber aprendido el hebreo y el arameo como idiomas no maternos fue lo que lo sensibilizó y le ayudó a percibir un problema sutil, pero grave: el texto bíblico empezaba a no entenderse de la manera correcta, porque el hebreo ya no se traducía igual en el arameo que se hablaba en la calle. Así, Onkelos emprendió acaso la mayor misión de su vida, y tradujo la Torá al arameo vigente en su momento.

La importancia de su traducción es tal, que hasta el día de hoy todos los ejemplares de la Torá suelen imprimirse con la traducción de Onkelos al margen.

Técnicamente, es una traducción que se antoja bizarra. Hay detalles en los que un filólogo erudito diferiría de Onkelos y traduciría de otra manera, pero es que el lenguaje es un laberinto que a veces no revela todos sus secretos.

Te pongo un ejemplo bien mexicano: imagínate que escribo un libro donde, en un momento dado, uso la frase “y nos cargó el payaso”. Cualquier mexicano entiende que eso significa que todo nos salió mal, o incluso pésimo, y que fue una tarde o noche que mejor sería olvidar. Tal vez durante dos o tres siglos, los lectores mexicanos sigan entendiendo eso sin problemas. Pero va a llegar un momento en el que la gente empezará a preguntarse “¿qué quiso decir este tipo con eso del payaso?”. Entonces tal vez llegue un especialista en literatura rara, haga su traducción, y utilice una expresión equivalente y vigente para su generación, o simplemente ponga “y todo nos salió espantosamente mal”.

Pero entonces tal vez dos mil años después lleguen los grandes académicos, especialistas y filólogos a hacer una nueva traducción al inglés, y se queden profundamente desconcertados de porqué un editor cambió “nos cargó el payaso” por “todo nos salió espantosamente mal”. Ellos, los académicos, cuando hagan su traducción tal vez se sentarán a discutir si es mejor poner “and the clown charged us” o “and the clown take us”. Y, aunque serán traducciones más precisas que la de “todo nos salió mal”, la traducción buena será esta última. La que conservará intacto el sentido de lo que quise decir al hablar de un payaso, será esta última.

Esa es la importancia de la traducción de Onkelos. Es la que nos pone en contacto con lo que se entendía todavía en el siglo I EC cuando se leía el texto bíblico.

Y, bueno, el tiempo siguió pasando, y el significado de las palabras o el uso de la gramática siguieron evolucionando. Por eso, mil años más tarde fue necesario que llegara otro sabio a, simplemente, explicar con lujo de detalle y genialidad enciclopédica el significado llano del texto bíblico.

Este nuevo titán fue el rabino Shlomo Itzjak (o Ben Itzjak), conocido por sus siglas como Rashi. Su comentario al texto bíblico es la base del estudio del Tanaj para todos los judíos, hasta la fecha.

Rashi no fue alguien que se preocupara por forjar nuevas y creativas ideas a la hora de interpretar la Biblia. Al contrario: lo que buscaba era evitar que nuestras especulaciones nos perdieran, y por ello se avocó a detallar el significado llano, directo, del texto. Lo que lo pone por encima de todos los demás comentaristas bíblicos de los últimos mil años, es que Rashi fue un genio con una memoria fotográfica, capaz de recordar citas de cualquier fuente documental de la literatura judía. Sus explicaciones al texto bíblico son una avalancha de referencias a otros lugares de la Biblia que hablan del mismo tema o usan palabras similares o idénticas, complementadas con citas al Talmud, a los Midrashim, a la Toseftá, o a cualquier otro texto que haya pasado alguna vez por sus manos.

Gracias a ello, Rashi es quien logra darle el sentido más lógico y coherente a cualquier explicación del significado de cualquier pasaje de la Biblia.

En otras palabras, si Onkelos garantizó que pudiésemos entender lo que dice originalmente el texto bíblico, Rashi garantizó que, además, pudiesemos entender lo que singifica originalmente ese mismo texto.

Esos son los tres momentos críticos en la Historia: cuando Ezra y sus escribas se sentaron a integrar una colección bien armada y diseñada para que los judíos pudiésemos llevar a todos lados nuestros libros más sagrados, cuando Onkelos se encargó de traducirlos al arameo común para que siempre pudiésemos entender qué dice, y cuando Rashi explicó con detalle cómo debíamos entender el significado y sentido de lo que allí está escrito.

Cada vez que te sientas a leer o a estudiar tu Biblia, cabalgas sobre los hombros de gigantes del intelecto judío, gracias a los cuales la Biblia sigue siendo un libro accesible a todos nosotros.

 


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