Imagínate la escena: es 1850, y llegas a tu casa después de un arduo día de trabajo. Quieres cenar, descansar un poco, y relajarte escuchando música. Pero ¿cómo lo logras, si faltan 37 años para que Berliner invente el gramófono, y 47 años para que Marconi invente la radio?

Aunque no lo creas, era sencillo: sólo tenías que pedirle a alguna de tus hijas que se pusiera a tocar el piano. Tal vez en otros años fuiste previsor e hiciste el esfuerzo por invertir algo de dinero en lecciones de música, y entonces serán dos hijas las que pongan música a la velada, una al piano y otra al violín. O cantando.

Así eran los hábitos de las clases medias y altas en esos tiempos. En épocas en las que disponíamos de cero tecnología convertida en aparatos domésticos, el elemento indispensable en cualquier casa era un piano, y alguno de los hijos —mínimo uno, generalmente las mujeres— tenía que aprender a tocarlo. Era el único modo de tener música en casa.

Por eso es que la industria editorial era tan importante en aquellas épocas, y las grandes firmas fueron verdaderas dinastías que manejaron grandes negocios durante tres o hasta cuatro generaciones. Tal fue el caso de las familias Schirmer y Ricordi, por ejemplo.

Los editores podían ser verdaderos potentados económicos. Multimillonarios, para ser precisos. Cuando se estrenaba una obra y esta resultaba de gran éxito, los editores de inmediato ponían a trabajar a una tropa de músicos e impresores para que, a la máxima brevedad posible, en las tiendas de música ya hubiese arreglos para piano solo, o violín y piano, o flauta y piano, o cuarteto de cuerdas, o piano a cuatro manos, de las partes más deleitables de la nueva obra.

¿Cuántas veces podías ir a una sala de conciertos para escuchar una obra famosa, por ejemplo, la Quinta Sinfonía de Beethoven? No muchas, en realidad. En ese tiempo, las orquestas tocaban las obras de los compositores vivos. El repertorio “clásico” (es decir, de compositores del pasado) era poco repetido. Por eso, un gran fan de Beethoven tal, a eso de los 60 años, podría presumir haber escuchado cuatro o cinco veces a lo largo de toda su vida, y en vivo, esa obra del gran Genio de Bonn.

Pero no era algo que resultara preocupante. Para eso estaban los arreglos que preparaban las mejores casas editoriales. De ese modo, tal vez no pudieras escuchar la sinfonía completa en su casa, pero sus temas emblemáticos y más famosos, seguro que sí. Claro, para eso necesitabas el piano. Y, por supuesto, que alguien de la familia supiera tocarlo. Lo normal es que la esposa pudiera hacerlo, pero había que perpetuar esa tradición, así que las hijas, obligadamente, tomarían lecciones de música. Tal vez alguno de los hijos también.

Así, las casas editoriales se forraban de dinero porque todo el tiempo había clientes listos para comprar partituras.

Pero entonces llegó el gramófono, luego la radio, y las partituras quedaron relegadas a un segundo plano. Artículo especializado sólo para gente muy exquisita. Para 1930, si querías escuchar música en tu casa, bastaba con poner un disco. Ya después llegarían los casetes, los discos compactos, y el pavoroso e imposible de controlar streaming.

¿Te das cuenta? Ya no compramos discos, sino que descargamos archivos de internet. Y eso si quieres, porque no necesitas descargarlos. Basta conque tengas una buena conexión a internet, cuenta de Spotify, y paciencia para armar tus listas de reproducción. Existen sólo en la red, no en tu casa. Y no tienes que estar cambiando discos o casetes mientras disfrutas tu fiesta. Sólo la echas a andar, y puede estar sonando sin parar durante tres, cuatro, cinco, seis horas. Puedes compartir tu cuenta con tus amigos, y así ellos podrán usar tu selección de canciones. Y viceversa. O sea, que todos tenemos acceso a toda la música que nunca nos imaginamos. Sin más aparatos que tu laptop y tu módem.

Comodísimo, pero ¿sabes? Ya no estudiamos piano. Ni nosotros ni nuestras hijas. Ya no sabemos leer partituras. Ya no podemos tocar con nuestras propias manos pasajes de una sinfonía de Beethoven, de un ballet de Tchaikovsky, o de una sonata de Mozart.

La tecnología nos facilita tanto las cosas, que ya no tenemos que estudiar como antaño.

Cierto: ahora nos capacitamos para saber manejar mucha información, tanta como ninguno de nuestros ancestros se imaginó. Pero una cosa es manejar datos, y otra es ser culto.

Y sí, la verdad es que somos menos cultos, y eso significa que tenemos menos criterio.

¿Tiene remedio la humanidad, o está condenada a dar tumbos por culpa de eso?

Por supuesto que tiene remedio. Somos atarantados, pero también tenemos espíritu y vocación de sobrevivientes. Llegar hasta donde hemos estado no fue sencillo, pero lo hicimos. Es evidente que las cosas no volverán a ser como antes, pero sabremos adaptarnos. Tal vez todo este discurso que a ratos es una diatriba contra la modernidad, sea propio de un tipo como yo, que ya se encamina hacia los 53 años de edad. Mi hija de 20 ve las cosas muy distintas. Ella tiene una tablet en las manos desde que iba al kinder, así que todo lo de la tecnología le resulta tan natural como para mi lo eran los cómics de Supermán o el Hombre Araña. Ella tiene el reto de ser culta en los parámetros de su propia generación. Yo tengo el reto de entender que el mundo cambió, y no va a volver a ser como antes sólo para quedar bien conmigo.

De todos modos, en medio de esa vorágine que nos abruma a los que ya tenemos cierta edad, una cosa me queda clara: si acaso hay un sentido de identidad sobradamente capacitado para sobrevivir a todo, incluso a la Inteligencia Artificial, es el Judaísmo.

Mientras conservemos nuestra devoción por nuestros rituales más elementales, como Shabat y la lectura de la Torá, tendremos la capacidad de sobreponernos e incluso imponernos a los riesgos de la tecnología.

Y ¿sabes? Eso no lo vamos a perder. Recuerda: un Séfer Torá es un pergamino escrito a mano, con tinta y pluma de pájaro. El tiempo para que eso se hubiera perdido fue un poco después de 1450, cuando Guttemberg logró establecer la imprenta como la máquina más importante de toda Europa. Desde ese entonces, nuestros rezos para leer la Torá y nuestras ceremonias de Bar Mitzvá son anacrónicas. Pero aquí siguen, siendo una parte central de nuestras vidas, y momentos que son más que significativos o importantes para nosotros.

No van a desaparecer. Ni siquiera me atrevería a decir que sabremos conservarlos, sino —parafrasis de un dicho célebre— serán ellos quienes nos conserven a nosotros.

Supongo que en 30 años vamos a estar infinitamente más tecnologizados que en este momento. Pero mientras sigamos conservando ese ritual de acercarnos a un rollo de pergamino, y lo leamos como lo hicieron nuestros padres antes que nosotros, y sus padres antes que ellos, la esencia de nuestra identidad seguirá intacta, y nosotros y nuestros hijos estaremos listos para seguir enfrentándonos al mundo, nos traiga lo que nos traiga.

 


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