Si la clase de historia fuera como sumergirse en una aventura milenaria, de ésas que abarcan series enteras de novelas, como de Frank Herbert (Dune) o de Isaac Asimov (Foundation), ningún niño se aburriría. Entonces, ¿por qué los aburren sus maestros? Pregunto porque la historia política de Asia occidental —que incluye a Europa— tiene esa estructura de fantasía y ciencia ficción: ha sido un enfrentamiento milenario entre dos grandes fuerzas ideológicas que —en el sentido de Tolkien— llamaré sin pudor alguno ‘del Bien’ y ‘del Mal’ (verás por qué…).

Con variopintos matices y complejidades, estas dos grandes fuerzas han venido enfrentándose una y otra vez en colisiones titánicas desde el inicio de la civilización—durante 4,300 años—. Y esta lucha sigue (es tu realidad presente). ¡Ni mandado a hacer para Asimov y Herbert! Pero en la escuela no enseñan esta estructura; entonces, me inventé un curso para explicarla.

La resumo así: semitismo vs. antisemitismo.

Me explico. Antisemitismo es la etiqueta que ponemos sobre los enemigos ideológicos del pueblo judío, porque el hebreo— idioma ancestral y ritual judío—es una lengua semita. Y los enemigos del pueblo judío han querido siempre que los conozcamos como ‘antisemitas’ (ellos inventaron el término en el siglo 19). Por costumbre moderna, entonces, decimos que los nazis eran antisemitas.

Los antisemitas son un peligro especial para los judíos, como testimonia el asombroso crimen de Shoá (Holocausto) cometido por los nazis. Pero no pierdas de vista esto (no te distraigas): los antisemitas causaron la Segunda Guerra Mundial, y esa guerra, como indica el nombre, se tragó al planeta entero. Murieron más de 70 millones de personas. Y a cientos de millones más los esclavizaron. Entonces: los antisemitas odian más a los judíos, cierto, pero vienen por todos.

Ahí la tienes: esa es la estructura—o una mitad—.

¿Podemos encontrar esta estructura en otros siglos? Sí que podemos. En siglos anteriores hubo igualmente grandes expulsiones, conversiones forzadas, quemazones, y enormes matanzas de judíos. Y los poderosos antisemitas responsables fueron igualmente malas noticias para todos los cristianos: si amabas a Jesús a tu manera, los antisemitas te enviaban a la hoguera. Hubo enormes matanzas de cristianos, también, cortesía de los mismos antisemitas. A los que no mataron los oprimieron (me refiero a los cristianos). Y a los paganos los convirtieron a la fuerza o los exterminaron (para eso eran las orgullosos y devotos caballeros germánicos).

¿Y hacia atrás? También: nos encontramos la misma estructura. Pasamos por los siglos llenos de dolor y terror de la Inquisición y rebobinamos hasta la Roma pagana, cuyo crimen magno fue un genocidio contra los antiguos judíos en el siglo primero y segundo. Habrás oído de la destrucción del Templo en Jerusalén (Tishaá B’Av) en el año 70 del primer siglo de nuestra era. Fue un episodio de la Primera Guerra Judía —una guerra genocida—. Siguieron la Revuelta de la Diáspora y la Segunda Guerra Judía, también guerras genocidas. Quedaron pocos judíos en el Mediterráneo. Los historiadores estiman que, en términos proporcionales, ¡los romanos mataron más judíos que Hitler!

Y aquel Imperio Romano esclavizaba y oprimía a todo mundo.

Dato curioso: Hitler y sus nazis se consideraban la reencarnación de la Roma antigua. Saludaban a su Führer con el brazo alzado, como habían hecho (pensaban ellos) los romanos con su césar, y le gritaban ¡Heil Hitler! (¡Ave César!). Y la Iglesia, autora de una opresión cruel durante el largo Medioevo, también ha sido siempre orgullosamente romana.

Insisto: aquí hay una estructura transhistórica.

Pero vayamos más atrás—antes de los romanos—. ¿Qué hay? Griegos y macedonios. Y esos también estaban esclavizando a todo mundo. Olvida eso que te dijeron en la escuela sobre Atenas, supuestamente ‘democrática.’ En otro artículo presento una refutación documentada de esa narrativa escolar (todavía vigente). Pero considera esto: el censo de Demetrio de Falero—gobernante del pequeño imperio ateniense en los años 317-307 antes de Jesús—documentó 21,000 ciudadanos, 10,000 metecos (semilibres o semiesclavos, al gusto), y 400,000 esclavos. No diré que los atenienses eran inimaginablemente crueles porque ahí tenemos la experiencia reciente de campos de muerte nazis y ustachas; los atenienses también los tenían: trabajaban a muerte a grandes multitudes de esclavos en las minas de Lavrio. ¿Una democracia tiene campos de muerte?

Esta cultura de horror la heredaron los macedonios. ¿Y qué crees? Los grecomacedonios también cometieron genocidio contra los antiguos judíos (famosamente narrado en los Libros de los Macabeos, contenidos en la Biblia Cristiana). Querían abolir la religión judía. Eran pues, antisemitas.

Pregunto: ¿Por qué esta estructura? ¿Por qué vemos, siglo tras siglo, que los hampones empecinados en esclavizarnos a todos están siempre especialmente enemistados con el pueblo judío? ¿Sería porque, según el Libro del Éxodo, los judíos tienen su origen —como comunidad legal y política— en una revuelta de esclavos?

Ya puesto sobre la mesa es obvio, ¿no? Y ahí tenemos la otra mitad de la estructura.

La Ley de Moisés es la ley de los esclavos liberados, ésos que desafiaron al faraón egipcio y escaparon al desierto. Esa ley tiene todo que ver con el esfuerzo por abolir la opresión. Luego entonces, los opresores los antisemitashabrán de perseguir a quienes, generación tras generación, atesoran y trasmiten dicha ley. El peligro para los opresores está en los libros judíos (que contienen e interpretan esa ley) y en el testimonio social de paz (shalom) para quienes viven la ética de la tradición legal judía. ¡No sea que los judíos inspiren a sus esclavos!

Pero los antisemitas antiguos—ojo—no eran simplemente judeófobos. Eran antisemitas. El término realmente aplica (esto es lo más interesante). Pues los antisemitas antiguos querían destruir no solamente a los judíos, sino al semitismo entero.

Este término, semitismo, no se ha utilizado antes para referirse a una ideología. Pero lo necesitamos, en mi opinión. El judaísmo sería su expresión más sublime, pero el semitismo—como lo definimos aquí—es un fenómeno cultural más amplio, instituido por pueblos semitas hace 4,300 años (2,300 años antes de Jesús) en Sumeria, Mesopotamia, cuna de la primera civilización.

¿Qué es el semitismo?

El semitismo nos habla de la relación que —anclada en la evolución de la ley— debe existir entre los reyes y los pueblos. El rey es garante de los derechos de todos, y protector, especialmente, de la gente pobre y vulnerable. Esta ideología la fundó Sargón de Acad, Sargón el Grande, al establecer el Imperio Acadio en revolución.

Es la revolución original, al inicio de nuestra historia.

Ya antes se había manifestado el descontento en Sumeria cuando Urukagina depuso al opresivo Lugalanda e instituyó reformas para proteger a los pobres y a toda la gente vulnerable en las ciudades de Lagash y Girsu que gobernó. Pero el problema trascendía esas dos ciudades: la élite sumeria al parecer era generalmente opresiva y había un descontento más amplio en la región. Eso lo demostró la revuelta de Sargón, a los pocos años, pues Sargón conquistó las ciudades sumerias como relámpago con el apoyo generalizado de las clases bajas, unificando así todo Sumeria para crear el Imperio Acadio.

El acadio es una lengua semita que Sargón convirtió en el nuevo idioma oficial luego de fundar su imperio, de lo cual se infiere que la organización social de las ciudades sumerias, antes de Sargón, había sido así: los sumerios arriba y los semitas, oprimidos intolerablemente, abajo. Según lo escrito después sobre Sargón, él siempre presumió ser egresado de aquellas clases bajas semitas y de estar dedicado a protegerlas.

El ejemplo de Sargón se institucionalizó en Mesopotamia, que a partir de él fue una civilización semita. Si bien el pueblo gobernante de turno fue cambiando—acadios, amoritas, asirios, caldeos, arameos (todos semitas)—a Sargón, durante casi dos mil años, nunca lo olvidaron. Y esa ideología asombrosa—y asombrosamente estable—que fundara Sargón, y que custodiaran los pueblos semitas mesopotámicos, habla de la obligación de un rey hacia su pueblo; de la importancia de establecer la paz, la tolerancia, la igualdad legal, y la justicia; de la misión sagrada de eliminar la opresión.

Entonces, estoy llamando a esta ideología semitismo por tres razones obvias: 1) la produjeron y transmitieron originalmente los semitas; 2) floreció en una civilización semita; y 3) es precisamente lo contrario, en su contenido ético, de lo que quieren los antisemitas.

Este contraste y oposición —semitismo vs antisemitismo— ha sido el motor de toda nuestra historia política en Asia occidental, y luego en Occidente (Europa y sus sociedades descendientes). Desde la más profunda antigüedad, grupos criminales deseosos de lucrar con la opresión de todos vieron en el semitismo, como lo definimos aquí, a su enemigo. Entonces fueron antisemitas.

Esa historia fue así.

La antigua Mesopotamia

Luego de doscientos años de gobierno, cayó el Imperio Acadio y vinieron guteos de oriente a merendar sus restos. Fueron Utukhengal y su hermano Ur-Nammu, líderes sumerios, quienes expulsaron a estos guteos y establecieron la última dinastía sumeria en Mesopotamia, formando el Imperio Neosumerio. Y aquí tenemos la evidencia más dramática de la revolución ideológica de Sargón, ¡pues estos ya no eran los gobernantes sumerios de antes!

La ideología monárquica de Sargón—proteger a las clases bajas y vulnerables—se había institucionalizado durante los dos siglos de gobierno acadio, cuya continuación Ur-Nammu anunció al adoptar el título “Rey de Sumeria y Acadia” de los emperadores acadios. Y en el prólogo de su Código de Ur-Nammu, el código de leyes más viejo rescatado como texto de las penumbras del tiempo, explicó los principios de ética y justicia social que lo inspiraban:

“… Ur-Nammu … de acuerdo a sus principios de equidad y verdad … estableció la equidad en la tierra; desterró la maldición, la violencia, y la discordia … El huérfano no fue entregado al hombre rico; la viuda no fue entregada al hombre poderoso; el hombre de un siclo [shekel] no fue entregado al hombre de una mina [= 60 siclos].”

El Rey Shulgi, hijo de Ur-Nammu, considerado uno de los mejores reyes de toda la historia mesopotámica, afirmó en el texto ‘Shulgi, Rey de Abundancia,’ que entre sus obligaciones monárquicas estaban las siguientes:

“Asegurar que no se agote jamás la justicia. Aventar la maldad a las profundidades, como si fuera una piedra liviana. Asegurar que ningún hombre explote a otro.”

Los pueblos del Imperio Neosumerio fueron afortunados de tener reyes cuya ambición era destacarse, a los ojos de los gobernados, ¡como defensores de la ética!

Luego del Imperio Neosumerio gobernaron nuevamente reyes semitas en el Imperio Paleobabilónico. Trescientos años después de Shulgi y medio milenio después de Sargón tenemos al Rey Hammurabi, un amorita (el amorita es un idioma semita), quien adoptara también el título ‘Rey de Sumeria y Acadia.’ En el prólogo de su famosísimo código de leyes—copiado y estudiado por escribanos mesopotámicos durante un milenio a la postre—Hammurabi expresó que su obligación monárquica, según la entendía él, era:

“establecer el imperio de la ética en el territorio, destruir a los malos y malvados, para que los fuertes no lastimen a los débiles … [y] avanzar el bienestar de la humanidad.”

Esto es el semitismo.

Luego entonces, el antisemitismo busca destruir todo aquello: el imperio de la ética, el amparo de los débiles, el bienestar de la humanidad.

Por ejemplo, los hititas, que bajaron desde Anatolia, saquearon Babilonia, y pusieron fin al Imperio Paleobabilónico de Hammurabi para retirarse luego de súbito. Antisemitas.

En el caos que dejaron los hititas, una dinastía del pueblo casita logró establecerse en Babilonia. Fueron muy exitosos y unificaron a Babilonia, la zona sur de Mesopotamia, gobernando más años que nadie. Si bien la información que tenemos sobre ellos es limitada, todo parece indicar que los casitas, que no eran semitas, respetaron y preservaron el semitismo como tradición legal y gubernamental (conservaron el acadio como idioma oficial y también las estructuras burocráticas del Imperio Paleobabilónico). Dicha continuidad explicaría por qué, mucho después de los casitas, cuyo gobierno en sí duro cuatro siglos, el Código de Hammurabi seguía siendo tremendamente influyente.

A la larga el Imperio Babilónico de los casitas fue derrumbado por ataques del Imperio Asirio desde el norte y de los elamitas desde oriente. El rey asirio Tiglatpileser III conquistó Babilonia en el año 729 antes de Jesús.

Esto fue terrible, pues los asirios eran los peores antisemitas.

Debo enfatizar aquí, nuevamente, que por semitismo y antisemitismo entendemos dos ideologías. La ideología del semitismo puede ser respetada y adoptada por reyes de lenguas no semitas, como hicieron los sumerios del Imperio Neosumerio y también los casitas; igualmente, la ideología del antisemitismo puede ser adoptada por reyes de habla semita, como hicieron los asirios, cuya lengua era un dialecto del acadio.

Centrados totalmente en la guerra, la esclavitud, y la crueldad, los asirios fueron grandes monstruos, asombrosa y orgullosamente brutales, pues su estrategia de control era el terrorismo, por lo cual en sus inscripciones los reyes asirios —muy al contrario de Sargón, Ur-Nammu, Shulgi, y Hammurabi— celebraban el sufrimiento impuesto sobre todo mundo, presumiendo que arrasaban ciudades, exterminaban y exiliaban a pueblos enteros, torturaban inocentes, y esclavizaban a las multitudes. (La imagen que encabeza este artículo es tomada de un bajo relieve asirio que —como muchos— celebra la tortura de sus prisioneros.) Por desgracia para muchísima gente, los asirios crearon el imperio más grande que se había visto jamás. La sombra del Mal se extendió sobre un territorio vasto.

Los asirios amedrentaron a muchas personas, tal era su violencia. Pero no pudieron deshacerse de su ‘Problema Babilónico,’ como han comenzado a llamarlo los estudiosos: no importa cuánta violencia dirigieran los asirios hacia Babilonia, los babilonios intentarían otra revuelta. Una y otra vez. Esto se debió probablemente a que los babilonios tenían una consciencia política muy desarrollada y sabían que era posible gobernar de una forma muy distinta, sin enemistad entre las clases sociales, y no podían descansar hasta no haberse liberado.

A la larga, una de esas interminables revueltas de los babilonios se convirtió en una revolución exitosa cuando Nabopolasar, un rey de Babilonia de origen caldeo (de habla semita), lideró a los oprimidos semitas mesopotámicos y destruyó el Imperio Asirio. Hecho lo cual se declaró ‘Rey de Sumeria y Acadia,’ es decir, sucesor de Sargón, y formó el Imperio Neobabilónico, restaurando la cultura del semitismo en Mesopotamia. Esto fue 1700 años después de Sargón, en el año 609 antes de Jesús.

Ahora llegamos a la porción más interesante

Para derrotar a los asirios, el babilónico Nabopolasar se había aliado con Ciájares, líder de los medos, un pueblo iraní (al noreste) también oprimido por los asirios. Pero la destrucción de las ciudades asirias a cargo de los medos había causado mucha vergüenza en Babilonia, patria del semitismo, pues los medos habían exterminado poblaciones enteras, con todo y niños. Y luego lo habían demolido y quemado todo, sin tregua siquiera para los templos.

No era totalmente inocente Nabopolasar, pero el punto aquí es la vergüenza (tanta que los cronistas de periodos posteriores en Babilonia quisieron exonerar a Nabopolasar y culpar por completo a los medos). Los babilonios sintieron vergüenza porque semejante violencia, en el semitismo, era un pecado, inclusive contra los asirios, que habían cometido contra los pueblos semitas crímenes iguales—y muchos más, y orgullosamente—durante su largo reinado.

Empero, los violentos medos pronto serían transformados. Pues tras la derrota de Asiria ellos formaron también un vasto imperio y terminaron gobernando a muchos iraníes orientales que ya seguían las enseñanzas del profeta iraní Zoroastro (Zaratustra), cuya prédica era la paz, la hermandad, y la justicia universales. En una de las transformaciones religiosas más importantes de la historia, los medos—y también sus aliados los persas (otro pueblo iraní)—se convirtieron al zoroastrismo.

Entonces, cuando Astíages, hijo de Ciájares, se tornó opresivo, los nobles medos se aliaron con los persas, liderados por Ciro, Rey de Anshan, quien, al frente de un gran ejército de campesinos (según Heródoto), derrocó a Astíages en una nueva revolución. Ciro —Ciro el Grande—refundó el imperio como el Imperio Persa Aqueménide (año 550 antes de Jesús). Desde Egipto y la actual Turquía en el occidente, hasta lo que hoy es Pakistán en el oriente, este imperio cobijaría bajo sus alas a todos los pueblos de Asia occidental, gobernando sobre la base de la ética zoroástrica y del semitismo.

De hecho, para efectos de un análisis funcional, tiene sentido simplemente asimilar a los medos y persas zoroástricos al semitismo, porque el semitismo—insisto—es una ideología, y porque existía una profunda afinidad entre el zoroastrismo de los iraníes y la tradición política de los reyes y pueblos semitas de Babilonia.

Además, Ciro 1) incorporó a Babilonia a su imperio y la convirtió en una de sus capitales; 2) se declaró Rey de Sumeria y Acadia, sucesor de Sargón; 3) protegió que los semitas babilonios continuaran con sus tradiciones religiosas y legales; y 4) hizo del arameo, un idioma semita que para estas fechas se había convertido en lingua franca mesopotámica (como es el inglés hoy a nivel global) en el idioma oficial del Imperio Persa. A partir de ahí el Imperio Persa Aqueménide sería una gran alianza de pueblos semitas e iraníes, unidos en la misión común de paz, hermandad, y justicia universales.

Pero no solo eso. En Babilonia, Ciro se encontró a muchísimos judíos (también semitas), exiliados ahí 50 años atrás por el Rey Nabucodonosor (hijo de Napobolasar) luego de una revuelta israelita contra Babilonia. Ciro—llamado ‘Mesías’ en el Libro de Isaías, contenido en la Biblia Hebrea (Tanaj) y en la Biblia Cristiana—reconoció en el movimiento legal y religioso judío el desarrollo más refinado, maduro, y sofisticado del proyecto legal de paz y justicia iniciado tanto tiempo atrás por Sargón el Grande. Así las cosas, Ciro, rey de reyes zoroástrico de Asia occidental, el hombre más poderoso que había existido jamás, se convirtió en el gran padrino del judaísmo, religión semita, cuya tradición de origen era una revolución de esclavos.

Los judíos de aquel momento eran proselitistas: querían convertir al mundo entero al judaísmo y así acabar con la guerra y la injusticia, estableciendo la paz y la hermandad en todas partes. Ciro vio eso con buenos ojos y apoyó y subsidió el movimiento judío, como lo hicieron también sus sucesores, según lo narrado en los Libros de Esdras y Nehemías, contenidos en la Biblia Hebrea (Tanaj) y también en la Biblia Cristiana. Protegidos en el Imperio Persa, los judíos llevaron a todos lados un mensaje universal de amor, paz, y justicia, y se convirtieron en una de las poblaciones más grandes de la antigüedad, creciendo rápido por conversión, y desparramándose fuera del imperio hacia el oriente, en Asia, y hacia el occidente, en el Mediterráneo.

Ahí, en el Mediterráneo, estaban los más temibles antisemitas: los griegos.

Como los asirios, los griegos estaban total y orgullosamente dedicados a la guerra y a la esclavitud, y además muy conscientes de que tarde o temprano deberían destruir el semitismo mesopotámico o serían ellos mismos destruidos. Pues la ideología mesopotámica del semitismo era ahora promulgada y defendida por el imperio más poderoso jamás visto, más grande aún que el asirio, y dicha ideología rebasaba ya las fronteras imperiales, seduciendo al mundo entero, amenazando con derribar el orden represivo de los helenos y liberar a todos sus esclavos. (Eso mismo había hecho Ciro, según Heródoto, luego de conquistar algunas ciudades griegas en la costa egea de la actual Turquía).

Los antisemitas en la península griega resistieron con éxito dos intentos del Imperio Persa de conquistarlos. Esto ha sido celebrado por los historiadores occidentales como una victoria para la ‘democracia’ contra la ‘autocracia,’ como si el sufragio de un puñado de criminales en la cima de Atenas valiera más que los derechos legales extendidos a todo mundo—inclusive a los esclavos (que no eran muchos)—en Babilonia y en el resto del Imperio Persa.

Luego de resistir, los grecomacedonios salieron al ataque con Alejandro el Macedonio (no ‘el Grande,’ por piedad…). Según las fuentes clásicas, a Alejandro lo educó su tutor, el filósofo griego Aristóteles, quien le aconsejó que, cuando fuera a conquistar a los asiáticos, los tratara “como plantas y animales.” Alejandro en efecto llevó la esclavitud y la muerte a Mesopotamia. Celebró su conquista del Imperio Persa con una gran borrachera y luego quemó la ciudad sagrada de Persépolis, una joya, en su totalidad. Hecho lo cual repartió todavía más esclavitud y muerte en todo el oikoumene (‘mundo conocido’) de Asia occidental, ahí donde había reinado la paz y la libertad entre tantos pueblos, por doscientos años, bajo la mirada paternal y compasiva de los emperadores aqueménides.

¿Que sería ahora del semitismo? En Mesopotamia, en su cuna, sería destruido. Habría todavía dos imperios persas más (el parto y el sasánida) y la tradición sería revivida. Pero al final, con la venida de la conquista islámica, el semitismo en Mesopotamia sería abolido. Y el zoroastrismo moriría casi del todo; hoy quedan muy pocos.

El semitismo, empero, se había cruzado de Mesopotamia a Occidente, pues los judíos estaban ya por todo el Mediterráneo, y con mucho éxito convirtiendo a los paganos. Entonces, los sucesores de Alejandro el Macedonio en el Imperio Ptolemaico y en el Imperio Seleúcida hicieron enormes matanzas de judíos (el ataque genocida del Imperio Seléucida está narrado en los Libros de los Macabeos, contenidos en la Biblia Cristiana).

Pero eso no afectó la popularidad del judaísmo con la gente de abajo. Naturalmente, porque el movimiento judío convertía a los esclavos en sirvientes a plazo limitado y protegidos por ley. Esto evolucionó en la ley secundaria judía—la Ley Oral luego plasmada por escrito en el Talmud—al grado que se exigía a quien quisiera un esclavo proporcionarle condiciones de vida idénticas a las suyas (Kidushín 20a). El judaísmo, en efecto, estaba aboliendo la esclavitud.

Para cuando empezó a sistematizarse aquella ley secundaria con el famoso Rabino Hilel el Viejo en el siglo primero antes de Jesús, ya era amo y señor del Mediterráneo el Imperio Romano, heredero de la cultura antisemita de los griegos.

Los paganos del Mediterráneo, con la bota antisemita romana en el cuello, veían mucho qué admirar en el judaísmo. El Dios Invisible de los judíos, cuya ley había sido entregada luego de una revuelta de esclavos, era solidario con toda la gente subyugada y oprimida. Hilel el Viejo —el rabino más influyente de todos los tiempos— venido a Jerusalén desde Babilonia, enseñaba que el propósito entero de la ley judía se resumía en un mandamiento: “amaras a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19.18). Las sinagogas estaban abiertas a los paganos, y ahí escuchaban que un Mesías —un líder revolucionario sobre el modelo de Ciro— vendría a liberarlos a todos del Imperio Romano. Miles y miles de paganos se convirtieron al judaísmo. Y muchos que aun no se convertían los admiraban y se aliaban con ellos.

Esto produjo terror en la aristocracia militar romana. El famoso Cicerón se quejó en un juicio, en el siglo primero antes de Jesús, de que, en la ciudad de Roma, los judíos tenían a las multitudes revolucionarias de su lado, y expresó su temor (Pro Flacco). Y más tarde el senador Seneca, en el siglo primero de nuestra era, lamentó que “Las costumbres de esta maldita raza han adquirido tal influencia que son recibidas en todo el mundo. Los vencidos enseñan leyes a los vencedores!” (De Civitate Dei 6.11). Y es que había conversiones al judaísmo ya en toda la estructura social, inclusive en la clase gobernante romana. Así lo expresó Dión Casio: el antiguo historiador romano:

“No sé cuál sea el origen de este nombre que usan [ioudaios = judíos], pero también se refiere a otras personas, incluidos extranjeros, que enérgicamente siguen sus costumbres. Y esta gente se encuentra inclusive entre los romanos. Aunque a menudo reprimidos, crecieron hasta alcanzar la más grande extensión, ganando por la fuerza la libertad de su culto religioso.”[1] (énfasis mío)

Como indica la última frase de Dión Casio, los emperadores romanos hicieron intentos de genocidio en la primera parte del siglo primero, pero los judíos eran muchos y tenían demasiados aliados. En ese momento estaban muy fuertes. Los romanos siguieron intentando y en la segunda mitad del siglo, y en el siguiente, tuvieron más éxito, derrotando finalmente a los judíos y llevando a cabo un genocidio que, en términos proporcionales, como dijimos, fue más grande que el de Hitler. Empero, ni así pudieron los romanos con la popularidad del semitismo, y al cabo de dos siglos inclusive el emperador se convirtió a un brote greco-judío llamado cristianismo.

Pero si bien Roma fue en cierta medida judaizada, también el cristianismo fue romanizado, y en ese doble proceso el conflicto entre semitismo y antisemitismo —que había sido entre culturas, entre civilizaciones, ¡entre continentes!— se convirtió en un conflicto interno de Occidente. Como si M.C. Escher hubiese dibujado un doblez fractal sobre su superficie, Europa se tragó una paradoja y abrazó en el seno de su identidad dos filosofías morales y políticas precisamente opuestas.

Semitismo y antisemitismo ambos—ésta sería la dupla discordante de la Iglesia—. Los textos judíos se habían adoptado como sagrados y se izaba el “amarás a tu prójimo como a ti mismo,” por lo menos oficialmente, como el valor más alto. Eso era semitismo. Pero la identidad y gobierno de la Iglesia eran grecorromanos. Apoyada en los evangelios y en los argumentos de Agustín de Hipona (San Agustín), la Iglesia justificaba la opresión de los judíos como castigo por su presunto crimen de deicidio, y celebraba dicho castigo como la prueba del acierto cristiano y el error hebreo. Eso era antisemitismo.

¿Cómo explicar esta paradoja?

El Emperador Constantino, converso al cristianismo, estandarizó él mismo las cuestiones teológicas y el canon en el Concilio de Nicea del año 325; a partir de ahí el gobierno de la Iglesia fue el Imperio Romano. La Iglesia fue creciendo en importancia y en las últimas etapas del imperio ya se lo estaba comiendo, absorbiendo sus funciones civiles y el personal burocrático que las administraba. Así, la Iglesia—que sobrevivió al imperio—terminó custodiando la tradición legal romana y el conocimiento romano de gobierno.

Después, cuando la Iglesia revivió en el Medioevo el imperio (como Sacro Imperio Romano Germánico) con la coronación de Carlomagno en el año 800, para muchos efectos prácticos el gobierno del imperio—de Europa—fue la Iglesia. Esta fusión tan íntima entre el Imperio Romano y los papas católicos explica el antisemitismo de la Iglesia, porque el Imperio Romano—autor de un asombroso genocidio—era profundamente antisemita.

En el mundo medieval y renacentista del Sacro Imperio Romano y de los reyes católicos aliados al papa los antisemitas ocuparon todo el poder europeo. ¿Habían ganado? Todavía no. Ahí estaban los judíos en Europa, con su demostración minoritaria de la paz del semitismo. ¿Cómo haría la Iglesia para que no influyeran sobre los cristianos? ¿Cómo podría la Iglesia romana impedir la revolución que el semitismo exige?

Así. Apoyados en los evangelios, que acusan a los judíos de deicidio, los antisemitas en la cima llamaron a los judíos ‘hijos de Satanás’ y enseñaron a los cristianos a temerles y odiarles. Y mientras que los papas, aliados con el emperador romano (germánico) y los reyes católicos, terminaban de exterminar o convertir por la fuerza a los paganos en Europa, organizaron también grandes conversiones forzadas, expulsiones, guetos, quemazones, y exterminios de judíos. Y si algún cristiano se dejaba influir por los judíos, lo encerraban o lo quemaban también. Los oprimidos cristianos de Europa sufrieron muchísimo bajo aquellos antisemitas medievales.

Pero todo eso no era suficiente. Había que controlar el acceso a los libros, porque la Biblia Cristiana consiste en un 80% de textos judíos, y esos textos contienen la expresión más sofisticada y madura del semitismo mesopotámico. ¡No fueran a darse cuenta los oprimidos cristianos de que los judíos eran portavoces de la ley de los esclavos liberados—esclavos como ellos—! ¡No fueran a darse cuenta de que los gobernantes europeos—sus opresores—a diario violaban esa ley divina!

Sí, pero la Iglesia no podía simplemente deshacerse de aquellos libros porque había fundado toda su autoridad sobre la afirmación de que Jesús de Nazaret era el Mesías judío legítimo, y cualquier presunta profecía sobre Jesús debía buscarse en los libros judíos. Esta doble necesidad—la teológica de conservar los libros y la política de restringir el acceso a los mismos—produjo un asombro: la Iglesia prohibió la lectura de sus propios libros sagrados.

El método fue este: la Iglesia publicó la Biblia nada más en latín, el idioma romano, que nada más los curas entendían, y se prohibió oficialmente la traducción de la Biblia a los idiomas europeos que la gente sí hablaba.

Empero, los protoprotestantes, empezando por los valdenses, tradujeron la Biblia y la distribuyeron, como harían también después los movimientos protestantes calvinista y luterano, y también los movimientos bautistas, evangelistas, etc., y la Iglesia Anglicana, en Gran Bretaña. Los cristianos de estos movimientos se estaban separando de la Iglesia porque estaban leyendo la Biblia.

Pero eso la Iglesia no lo permitía. Hubo persecuciones y guerras. Muy, muy sangrientas. Por siglos. Y esas guerras religiosas en Europa fueron también políticas. Los proto protestantes, y luego los protestantes, fueron duramente reprimidos, exterminados, abolidos. Pero brotaban siempre movimientos nuevos. Luego de correr en Europa ríos asombrosos de sangre en guerras fratricidas cristianas por varios siglos, se logró un empate entre protestantismo y catolicismo en la Paz de Augsburgo (1555).

Y todos en Occidente leyeron o escucharon la Biblia en su idioma.

En el siglo siguiente, el semitismo ganó otra gran victoria cuando Baruj Spinoza (1632-1677), filósofo judío, compartió con sabios cristianos sus ideas políticas, plasmadas en Tratado Teológico-Político.

Aquel trabajo de Spinoza era un desarrollo de las ideas de Moisés Maimónides, un sabio judío y polímata sin par: además de ser un médico internacionalmente famoso, y de paso matemático, astrónomo, etc., fue el rabino —doctor de la Ley de Moisés— más ilustrado, quizá, de todos los tiempos (“de Moisés a Moisés, nadie como Moisés,” dice el dicho rabínico). Y si eso fuera poco, Maimónides también fue el filósofo aristotélico más importante de su generación (también a nivel internacional). Siglos antes de Spinoza, Maimónides (1138-1204) había tenido un impacto profundo sobre Tomás Aquino (1225-1274), y por vía del influyente pensamiento tomista había inclinado a la intelectualidad occidental (a los curas) hacia aquel racionalismo custodiado desde antaño en la tradición legal rabínica (y en la filosofía aristotélica). Aquino aprendió de Maimónides, también, que la ley judía podía ser valiosa para una comunidad cristiana.

La obra de Spinoza fue un desarrollo de las ideas de Moisés Maimónides (1138-1204), el insuperable sabio judío, filósofo y polímata: además de ganarse fama internacional como médico, renombrado por sus métodos experimentales y notables curaciones, también fue matemático, astrónomo, entre otras cosas, y el rabino doctor en la Ley Judía más erudito y talentoso quizás de todos los tiempos (“de Moisés a Moisés, ninguno como Moisés,” dice el dicho rabínico). Si eso no fuera suficiente, Maimónides también fue el filósofo aristotélico más importante de su generación (también a nivel internacional). Siglos antes de Spinoza, Maimónides tuvo un profundo impacto en Tomás de Aquino (1225-1274), y a través del influyente pensamiento tomista inclinó a los intelectuales occidentales (el clero) hacia el racionalismo desde antaño custodiado en la tradición legal rabínica (y en la filosofía aristotélica). Aquino también aprendió de Maimónides que la ley judía podía ser valiosa para una comunidad cristiana.

Todo eso allanó el camino para Tratado Teológico-Político, una nueva inyección para Occidente de maimonismo—del pensamiento de Maimónides—en la versión 2.0 que entregó Baruj Spinoza. Brotaron ahora las ideas del sufragio universal, de la libertad de pensamiento, de la libertad de expresión, de la libertad de culto, de la separación de Iglesia y Estado, del gobierno republicano… Y con esto Spinoza—el gran filósofo de la ética y la política Baruj Spinoza—encendió la antorcha de la Ilustración Europea, inspiradora de las revoluciones, finalmente exitosas, que parieron a la democracia moderna.

Luego de aquellas revoluciones, los antisemitas en la cima aprendieron a hablar como demócratas para poder quedarse allá arriba. Pero fue una hipocresía. La demostración está en el trabajo del historiador Edwin Black, quien documentara, hurgando en los archivos de las grandes fundaciones, que los grandes monopolistas estadounidenses (y también británicos)—de ideología antisemita—habían sido los impulsores del eugenismo, el movimiento que después conocimos como nazismo alemán. A través de los nazis, los grandes antisemitas occidentales asestaron un nuevo gran golpe al semitismo, el más grande sufrido en tiempos modernos.

Pero los nazis perdieron la guerra, el planeta se recuperó, y siguió una restauración democrática. ¿Cierto? O por lo menos eso nos pareció. Pero pongamos atención: a esos grandes monopolistas occidentales, antisemitas, a esos que habían patrocinado a los nazis, nadie los enjuició. No perdieron su poder. Ahí siguieron.

Se adueñaron del sistema educativo y de los medios (ver aquí y aquí), y con ese poder de comunicación le han estado diciendo a la gente que la democracia occidental supuestamente es un regalo de los griegos. ¡De los griegos! Es decir, de los esclavizadores antisemitas que destruyeron la civilización mesopotámica donde florecía la paz (Shalom) del semitismo…

No. La democracia moderna viene del principio que dice: todos somos hijos de Dios, luego entonces todos somos iguales ante la ley. Ese es un principio mesopotámico, semítico, judeocristiano. Con los griegos no tiene nada que ver.

Pero eso no lo entendemos porque el mismo poder de comunicación se ha utilizado para desprestigiar a los judíos. La gente cree que los judíos tienen “demasiado poder,” que Israel es un Estado opresivo e injusto, que el así llamado Lobby Judío controla la política de Estados Unidos, que los judíos controlan los bancos, los medios, etc. Eso les dicen.

Una población condicionada a ver el mundo a través de un prisma antisemita semejante no puede descubrir las paradojas. Ni parpadea cuando le explican que dichas acusaciones del supuesto control judío de las instituciones de Occidente las hicieron los nazis. Idénticas. Y sin embargo los nazis no tuvieron mucho problema matando a los judíos europeos. Todas esas instituciones y gobiernos que los judíos supuestamente controlaban no los defendieron. Ni siquiera les dieron asilo para escapar a los nazis. ¡Ni el gobierno de Estados Unidos! Aproximando, nadie se movió a favor del pueblo judío, a quien tanto debemos, pues gracias a ellos ya no somos esclavos ni de los griegos ni de los romanos.

Ésta es la gran vergüenza de Occidente: nadie los defendió.

Pero falta que la sintamos. Pues se dice—y se acepta—cualquier cosa, todavía, con tal de construir una representación monstruosa de los judíos. Igualmente en el Medioevo, cuando decían a la gente que los judíos habían matado a Dios, y que, para celebrar el deicidio, se robaban niños cristianos, los crucificaban en secreto, drenaban su sangre y se la comían. Por supuesto que los supersticiosos cristianos medievales asesinaron a muchos judíos —estaban aterrados—.

Igual fue con los supersticiosos occidentales modernos del siglo veinte: asesinaron a muchísimos judíos, aterrados por la propaganda antisemita moderna que les dijo que sus libertadores eran sus esclavizadores.

La libertad es la esclavitud. ¿No nos advirtió Orwell de esto? Nos dijo que si jamás nos hablaban así sería que íbamos camino al totalitarismo. En dicha coyuntura estamos. ¿Qué sigue?

Eso depende de los occidentales. Si dejamos que los antisemitas nos vuelvan a llenar las cabezas de veneno contra el pueblo judío, sufriremos nosotros mismos otra vez las consecuencias, como fue a mediados del siglo 20, cuando nos aplastó una guerra mundial. Porque el antisemitismo significa opresión para todos.

Pero es posible una nueva Ilustración. Si los occidentales abrimos los ojos al papel fundamentalmente positivo del semitismo en nuestra historia, podremos resistir la propaganda antisemita que nos lleva al totalitarismo y adoptar como propia la defensa del pueblo judío. Pues defender al pueblo judío—defender el semitismo—es lo mismo que nuestra propia autodefensa.

Si hubiéramos hecho eso en el siglo 20, nos hubiéramos ahorrado una guerra mundial. Haciéndolo ahora, podemos todavía esquivar un nuevo colapso de Occidente.

Si quieres entender mejor esta estructura histórica, y su expresión en el momento presente, te invito a leer mi serie de libros El Colapso de Occidente: El Siguiente Holocausto y sus Consecuencias. Y te invito a mi curso, donde presentamos y documentamos con cuidado todo lo anterior.

Francisco Gil-White, anteriormente profesor de la Universidad de Pennsylvania y del ITAM (Instituto Tecnológico Autónomo de México), edita la revista web The Management of Reality.


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío. Reproducción autorizada con la mención siguiente: @EnlaceJudio

 

[1] Citado en Slingerland, D. (1997). Claudian policymaking and the early imperial repression of Judaism at Rome. Atlanta, GA: Scholars Press. (pp.62-63).