IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – A raíz de las controversias generadas por los proyectos de ley que el gobierno israelí está tramitando, en relación al Kotel (Muro Occidental) y las Conversiones oficialmente reconocidas por el Estado, vuelve a ponerse sobre la mesa el debate de qué tanto poder político se le debe conceder a los sectores religiosos.

Nótese: no estoy hablando de qué tanta representatividad. Su participación en el gobierno está fuera de toda discusión, porque siendo un sector de la sociedad israelí, deben estar representados (exactamente igual que cualquier otro sector).

El debate es sobre algo más sutil y delicado: hasta qué punto una agenda religiosa debe integrarse a la política estatal e imponerse a toda la sociedad israelí.

El tema más delicado en ese sentido es el del matrimonio, que en la actualidad no existe como figura civil y laica, y tiene que ser forzosamente tramitado por los rabinatos locales. En segundo lugar, está el asunto de las conversiones: ¿hasta qué punto el monopolio estatal debe ser propiedad de los rabinatos ortodoxos?

Para los judíos religiosos es muy lógico: así debe ser porque así lo establece la Torá. Pero ¿realmente así lo establece la Torá?

Aquí el problema (y sí, en esta ocasión es un problema) es el concepto tradicional de “mesías”. Aunque parezca que de entrada no tiene nada que ver con el tema, basta un vistazo a nuestra historia para ver la manera en la que nos hemos creado mucho ruido en la cabeza con este asunto.

Comencemos por lo más evidente: ¿Por qué desde 1948 hubo una gran oposición por parte de sectores ultra-ortodoxos hacia el Estado de Israel como estado sionista? Por culpa de una construcción teológica, según la cual el Estado de Israel sólo sería legítima hasta que llegara el Mesías.

Y seamos directos: eso es una construcción teológica, y además una construcción teológica del exilio. En vano se buscaría un solo versículo del Tanaj que dijera algo semejante. He conocido a muchos judíos que me han asegurado que esa creencia sí tiene fundamento bíblico, pero todos —sin excepción— han fracasado a la hora de intentar mostrarme un versículo bíblico que hable del tema con tanta precisión. “Es que nuestros sabios dijeron que…”, es la explicación obligada.

Exacto. Alguien en algún momento posterior al texto bíblico dijo algo, explicó algo, aclaró algo. A eso me refiero cuando digo que es una construcción teológica. Y cuando revisamos a cada sabio que dijo algo sobre el tema, queda claro que todos —otra vez, sin excepción— son del período del exilio.

Sin embargo, esta convicción tan arraigada para el pueblo judío ha determinado puntos de vista que ya no son tan afines a lo que realmente dice la Biblia.

El arraigo es comprensible: vivir en el exilio, sin patria, sin seguridad, siempre huyendo de un lugar a otro, y eso durante casi 2 mil años, provoca que cualquier grupo humano se aferre a la esperanza de que algún día llegue “un redentor” que nos lleve de vuelta a nuestra tierra, derrote a nuestros enemigos y nos gobierne en un ambiente de libertad, paz y justicia.

Si la espera del Mesías es tan importante en el Judaísmo, no lo es en vano. Es resultado (o más bien, es inherente) de lo difícil que fue ser judío durante dos milenios.

Las deducciones —o construcciones teológicas— siguen: nada de eso tendría sentido si el máximo logro de esa redención mesiánica no es vivir conforme a la Torá. Al Judaísmo no le interesa una restauración limitada a lo externo, sino que busca (e incluso define como prioritario) que también la redención se establezca en lo interno, en el alma misma.

Y allí fue donde vino la confusión: esas dos ideas perfectamente legítimas (la redención mesiánica como hecho histórico y la observancia plena de la Torá como objetivo de dicha redención) se enredaron en un concepto que no tiene fundamento bíblico: que el Mesías, personaje alrededor de quien gira ese proceso histórico, tendría que ser también un emblema religioso. O, dicho en términos más duros, tendría que ser el garante del restablecimiento de una teocracia.

Vamos a lo que realmente dice la Biblia sobre el Mesías.

El único pasaje concreto y directo donde la Torá se refiere al rey (no usa la palabra “mesías”, pero la deducción es obvia) es Deuteronomio 17:14-20. Allí se establece que el rey tiene que ser israelita (v. 15), que tiene que ser modesto y frugal en su patrimonio (vv. 16-17), y que tiene que ser estudioso de la Torá (vv. 18-20).

Pero nunca dice que tenga que ser el jefe de una teocracia. De hecho, el puro concepto de teocracia va en contra de lo que establece la Torá.

¿Cómo lo sabemos? Porque Deuteronomio establece las normas para lo que debe hacer el rey, y Éxodo 29 establece las normas para lo que debe hacer el Sumo Sacerdote. Y nótese: al Sumo Sacerdote sí le llama “mesías” o ungido. Al rey no.

El concepto mesiánico original de la Torá es, efectivamente, religioso. Pero no se refiere al líder político, sino al líder espiritual de Israel.

La Torá es acaso el primer texto sagrado que deja bien establecido que el gobierno humano del pueblo de Israel debe diferenciar el poder político del poder sacerdotal. Es decir: promueve la separación entre Religión y Estado.

Incluso, para no dejar dudas sobre esa separación, la Biblia estableció —conforme a los parámetros culturales vigentes en la antigüedad— que el poder político le correspondería a una tribu (la de Yehudá) y el poder religioso a otra tribu (la de Levi), justamente para que a nadie se le ocurriera la dominguera posibilidad de mezclar ambos poderes.

De hecho, cuando esto sucedió con la dinastía Hasmonea (reyes y sumos sacerdotes al mismo tiempo), el pueblo de Israel se opuso y se rehusó a legitimar esa condición. Eventualmente, los Hasmoneos perdieron ambos poderes, pero el Sumo Sacerdocio original no fue restaurado. Quedó bajo control de las autoridades romanas, que ponían y quitaban Sumos Sacerdotes a su antojo. Por eso el pueblo tampoco reconoció la legitimidad de ese liderazgo religioso, porque estaba sujeto al poder político. Peor aún: a un poder político extranjero.

¿A qué quiero llegar con todo esto? A que el verdadero paradigma mesiánico —el bíblico, no el exílico— no es una carta abierta a los líderes religiosos para imponer sus criterios a nivel de gobierno. No hay ningún pasaje de la Torá que diga “y cuando veáis que el rey desvaría y se conduce inapropiadamente, entonces tomaréis a un grupo de Kohanim y les estableceréis como jefes de tribu, de miles, de centenas y de decenas, y obligaréis a todos a someterse a sus criterios; y si el rey no desvaría, pero no estáis de acuerdo con sus decisiones, de todos modos os rodearéis de Kohanim y de Leviim, y los pondréis en lugar de vuestros jueces y vuestors jefes de familia, y ellos impondrán sus criterios en todos y cada uno de vuestros caminos. Y entonces el pueblo se levantó, y todos se regocijaron”.

No. El mensaje bíblico es ser luz por medio de la Torá.

La Torá no es un martillo que deba aplicarse a rajatabla para imponer condiciones. Menos cuando son las condiciones de una minoría hacia una mayoría.

La Torá es una luz que sólo debe ser encendida para que alumbre. Cuando hay luz, no necesitas explicarle a la gente por dónde debe moverse. Menos aún, obligarla.

Eso, justamente eso es a lo que se refiere Jeremías cuando anunció que vendría un día en el que la Torá estaría en nuestros corazones y no en tablas de piedra. Es decir: la observancia de la Torá estaría en la convicción de cada judío, no en la coherción impuesta por los decretos legales.

El correcto trabajo de los líderes religiosos está allí, en hablar al corazón del pueblo judío (y celebro que haya muchos que así lo hacen; he conocido a varios, y me atrevo a decir que son los que me han cambiado la vida).

Pero cuando esto se pierde de vista y se cree que la única lógica viable para el Estado de Israel es imponer una teocracia pseudo-moderna (y digo “pseudo”, porque una teocracia jamás será moderna) en la que los rabinos más rigurosos imponen como ley para todos lo que, al final de cuentas, sólo es su muy particular perspectiva de las cosas, entonces algo está fallando.

Se está regresando a la Torá en piedra, y se está provocando que los corazones de los judíos se alejen.

El trabajo con la Torá está en otro lugar. No está en el palacio del rey David, sino en el Mishkán. No está en la Knesset, sino en el Bet Haknesset.

Allí es donde esos rabinos ultra-ortodoxos deberían iluminarnos a todos con su conocimiento. Intentando monopolizar en la letra lo que en la realidad no pueden mnopolizar (porque, les guste o no, la mayoría de los judíos no van a someterse a sus criterios), sólo están intensificando una fricción que no lleva a ningún lado.