SHULAMIT BEIGEL (CORRESPONSAL EN LONDRES) EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

 

“Un buey es un buey desde donde lo veas”. Y un ladrón es un ladrón donde sea.

 

Como se acordarán, las semanas pasadas varias calles de Londres estaban llenas de desechos y vidrios mientras la Policía continuaba su campaña de arrestos, después que estallaron los disturbios y saqueos en un barrio pobre de la capital y se extendiesen a otras partes de la ciudad, que el año próximo va a ser la sede de los Juegos Olímpicos.

La Secretaria del Interior británica, Theresa May, dijo que el número de detenidos en los disturbios llegó a más de 215.  La Policía dijo que 35 policías resultaron heridos.

Los disturbios fueron desatados por un tiroteo policial, pero algunos culparon al desempleo, y a las bruscas tácticas policiales, en los peores incidentes de violencia que ha vivido la capital británica en años.

Aunque la policía y los políticos aseguran que los desórdenes fueron obra de una minoría criminal y no un indicio de tensiones sociales o problemas de seguridad antes de los juegos de 2012, algunos no están de acuerdo.

Muchos piensan que los saqueos fueron obra de jóvenes delincuentes, ayudados por comunicaciones instantáneas en sus celulares, al mejor estilo egipcio y que Inglaterra ya no es lo que era. Un lugar tranquilo.

A pesar del clima siempre lluvioso, a pesar del cricket que me aburre y la puntualidad inglesa que no logro respetar, llegando siempre tarde como buena latinoamericana que soy, hay cosas “buenas” aquí en Inglaterra, como lo son los gentlemen, los caballeros ingleses, que te abren la puerta del coche, y en general siempre te hacen sentir que eres una dama al mejor estilo Robin Hood.

Sucedió así. Llovía a cántaros, por lo cual busqué un lugar para resguardarme de la lluvia. De repente, en plena avenida Regency, una motocicleta se detuvo ante mí dando un brusco frenazo. El asaltante se bajó de la moto con tremenda agilidad y me encañonó con su pistola.  Quedé tan sorprendida, que me dije: ¿estaré soñando? Estoy en Londres, no en México o en Caracas. Pero no era un sueño. “Manos arriba y camine hacia ahí, hacia  adelante”, me ordenó.

No me quedaba de otra. Levanté las manos, temblando como se imaginarán, y empecé a quejarme en mi inglés con acento mexicano: “Oye Sir”, lo llamé de Sir, señor, por si acaso eso me ayudaba. “Está bien, voy hacer lo que dice, pero no me parece justo esto de que asaltes a una señora de edad a las once de la mañana”.

El tipo me miró sorprendido y me dijo: “¿Qué tiene de malo la hora?” mientras me clavaba el cañón del arma en la espalda. “¿No te gusta la hora?”, me preguntó medio riéndose.

“Mire Señor”, otra vez le dije señor, jugándomela, “no es que me guste o no me guste, pero me parece que estas no son horas de asaltar a una ciudadana inglesa que además está al corriente en el pago de sus impuestos y debe ser protegida por la policía”.

Nuevamente me miró incrédulo, pensando seguramente que además de vieja, estaba loca. “Eso a mí no me importa”, me dijo.  “Yo trabajo a la hora que me dé la gana, no soy un inglés adinerado y además no le tengo miedo a la policía”.

I see, ya veo” le contesté, con cierta ironía británica, pensando que tal vez eso me ayudaría, aunque me estaba muriendo de miedo, yo que conocía todas las películas de Alfred Hitchcok y que veía en cada inglés un asesino en potencia. “Además, ni siquiera te molestas en taparte la cara con un pañuelo, como lo hacían los asaltantes de antes en Inglaterra (yo seguía pensando en Robin Hood), y como lo hacen en las películas”.

El malhechor me miró como si estuviera yo delirando y se rió por fin, con una risita medio seca, mientras los miles de peatones, turistas y nativos, así como los carros, autobuses y motocicletas, pasaban en oleadas a nuestro lado sin hacernos el menor caso.

“Lo siento, I am sorry, pero veo que eres una burguesa romántica. No me digas que querías un asalto a la antigua, de noche, con antifaz y un garrote. Esos tiempos en Londres ya pasaron. En la actual sociedad moderna y en estos momentos de crisis económica generalizada, por culpa de los políticos, tenemos que utilizar todos los medios y redoblar nuestros esfuerzos para salir adelante”, me dijo seriamente.

All right, muy bien” le dije, y no Ok, sabiendo que a los ingleses no les gusta el Ok gringo, “muy bien”, continué el dialogo (con el que iba pareciéndome cada vez más un caballero inglés, aunque con problemas), todo el tiempo con los brazos en alto, y el revólver incrustado en mi espalda, en medio de aquel gentío, totalmente indiferente. “Pero insisto en que no le veo ninguna gracia a esto de que la maten a una, a mitad de la mañana, en un país que no es el mío”.

Fue entonces que el caballero – ladrón – asaltante, reaccionó un poco, haciendo un gesto raro con la boca y me dijo: “Ya lo sé, tu acento no es de aquí. Mi esposa también me dijo, cuando comencé a trabajar la jornada intensiva de robos, que no le gustaba que vaya a “desvalijar” tan temprano, pues los vecinos me ven salir, y enseguida empiezan a hablar, y a chismear. Pero al fin se ha convencido de que no hay otro remedio, si quiere viajar a España durante las vacaciones y comprarse ropa nueva cada año. Necesitamos mantener nuestra tarjeta de crédito”.

“Mira, yo no soy Laurence Graff”, le dije, acordándome del comerciante de diamantes judío más rico de Inglaterra, que hace unos años fue atracado por dos ladrones armados que le robaron joyas por 40 millones de libras esterlinas en Mayfair, en el centro de Londres (a propósito, la familia Rothschild compró grandes extensiones  de Mayfair en el siglo 19, y hoy en día se encuentran en esta zona las  tiendas más exclusivas de la ciudad). “Mi generación, éramos  jóvenes con ideales, pero fuimos perdiendo los sueños de una solución a la injusticia esencial del mundo. Poco a poco fuimos ganando peso, responsabilidades, familia, paciencia e ilusiones perdidas…”

El gentleman inglés me escuchaba, no sé si entendiéndome. Creo que empezaba a aburrirlo.

“Así es que robas durante muchas horas”, pregunté con un falso interés, y con la voz quebrantada por el miedo. “Ni te lo imaginas. Más o menos entre 12 y 14 horas diarias. Fuera de las horas en que duermo y ceno, me paso todo el santo día (dijo otra palabra que empieza con f. pero que prefiero no repetir) en la calle, aunque llueva. Para mí, y los que trabajan en esto (dijo “trabajan”), no existe la semana inglesa, con dos días de descanso”.

“Qué horror”, me compadecí sinceramente del caballero ladrón.

“Al precio que están los artículos de primera necesidad en este país, y con los hijos ya en edad universitaria, comprenderá usted, señora” (dijo señora como corresponde a un caballero, a estas alturas de la conversación, ya me hablaba con respeto), que no me queda otro remedio”.

“¿Y por qué no asaltas un banco o secuestras a un músico famoso?” me permití sugerir burlonamente, “así podrías dar un solo golpe, y descansar el resto del año”.

“Sí, pero entonces interviene Scotland Yard, y ya vio usted lo que pasó hace unas semanas, cuando asaltamos las tiendas… muchas complicaciones. En cambio, con los atracos diurnos, individuales y en motocicleta o a pie, ya ves, ni quien se meta con uno”.

“Es verdad”, le dije mirando a mi alrededor  y comprobando que nadie, absolutamente nadie, hacia el menor caso al ver que era yo víctima de un atraco.

“No me haga perder el tiempo señora”, suplicó el atracador, con acento indefinido, aunque yo creo que era latino como yo.

“Lo siento, I am sorry, pero es que solo tengo diez libras esterlinas”, le dije casi llorando.

“No importa, cinco por aquí, cinco por allá, otros diez en aquella esquina, al fin de la jornada junto lo suficiente para ir sobreviviendo y dándole algunas alegrías a mi esposa”.

“Ok”. Se me escapó el Ok a estas alturas de la conversación. “Pues aquí tienes las diez libras, que es lo único que llevo encima”. Suspiré aliviada de que me dejaba con vida, y le entregué todo mi capital.

“Gracias señora”. El asaltante tomó el billete y se lo embolsó en su chaqueta de cuero. Después se montó en la motocicleta y se dispuso a dar el primer pedalazo sin decirme adiós. Pero antes de hacerlo, me miró compasivamente y me preguntó: “¿tiene usted algo de dinero para el tranvía?”

“Ni un centavo”, le respondí sinceramente. El gentleman inglés meditó un momento, y sacó una moneda de su bolsillo. Una moneda de una libra esterlina. “Tome”, me dijo, “no me ofrezco a llevarla a su casa porque hoy tengo mucho que hacer. Ya van a dar las doce y media y es hora de que sale mucha gente de las oficinas para almorzar. Que tenga un buen día”.

“Un verdadero caballero”, pensé en voz alta, “educado, y de buenos modales. Por eso existen tantas frases en inglés con esa palabra, comportarse como un caballero, trátala como un caballero, etc.”.

El ladrón se lanzó al torbellino de las multitudes de carros y gente, y al llegar a la plaza Vincent pude ver con tristeza como atracaba a otra confiada dama, mientras la vida de esta ciudad europea de “caballeros” seguía su agitado e indiferente ritmo.