ESTHER CHARABATI

“Hacerla” en la vida parece ser el mandato de la última generación, aunque es cierto que la anterior ya había sido educada por esta vía. “Hacerla”, obviamente, se refiere al éxito, pero ¿por qué en “la” vida? ¿Por qué hablamos de la vida como si fuera algo externo, como si no se tratara de nuestra vida? Hay una razón: la consigna está dirigida hacia los logros públicos, visibles. Finalmente el éxito tiene que ser cuantificable: en pesos, en acciones, en fans, en ejemplares o en espectadores. Y eso es lo que la sociedad actual toma en cuenta. ¿A quién le importa si Bill Gates sabe relacionarse con las mujeres, si es feliz, si se siente satisfecho con su papel de hijo o de padre? Eso se queda para los chismes del Hola, a cuyas páginas sólo llegan los que han demostrado su pertenencia a la élite de los exitosos. ¿Y cómo se alcanza el éxito?

Para asegurar sus ventas, los libros de autoayuda declaran hasta el cansancio que el éxito depende de cada uno. Todos sabemos que es falso, y que las excepciones sólo demuestran que siempre hay excepciones. El índice de éxito profesional, social e incluso afectivo es infinitamente inferior a la buena voluntad y al mérito. ¿Cómo negar que nacer en una familia con recursos, con un capital cultural, una inteligencia privilegiada, belleza física y, de paso, buenas relaciones, marcan la gran diferencia entre el que “la hace” y el que no? Como afirma Alain de Bottom, no es lo mismo ser un “fracasado” que un “desafortunado”. En todo caso, ¿quién evalúa? ¿Cómo confiar en los criterios que utilizan para decidir quién tiene talento y quién cometió error de nacer.

Pero estar inscritos en la lista de Forbes o en el hit parade sólo alude, como dijimos, al aspecto público, porque los logros internos no son mensurables, ni suelen ser valorados por los demás. Y sin embargo todos —famosos incluidos— tenemos una vida personal, con logros y fracasos que por momentos parecen monumentales y por momentos insignificantes. Éstos no están alumbrados por los reflectores, sino por la convicción de que podemos vivir bien y mejorar: tener amigos, ser querido y respetado, mantener buenas relaciones con la gente cercana, estar contento en el trabajo, cultivar bien un jardín, entender lo que no entendíamos, transmitir lo que sabemos… todos estas conquistas tienen como característica el ser fines, no medios. Y no se ganan, se aprenden.

La cultura del éxito nos ha convencido de que el que sabe hacer las cosas es un ganador, y el que no, un fracasado. Así, los procesos desaparecen. Quien descubre una teoría física o un nuevo tratamiento no es visto como un estudioso que ha pasado años o décadas cometiendo errores que finalmente lo han llevado al resultado correcto, sino como un “genio”. De la misma manera, el niño de dos años que hace un rompecabezas en el primer intento es un genio, y el que no, un tonto. La idea de que los fracasos son parte sustancial del aprendizaje es aceptada en teoría, pero no en la práctica. Sin embargo, en la vida cotidiana, aprendemos por ensayo y error y sabemos que no estamos hechos a prueba de disparates.

Así, “hacerla” en nuestra vida se presenta como el único fin legítimo, porque es la fuente de las satisfacciones personales duraderas. Podemos plantearnos el éxito profesional o económico como medios para alcanzar este objetivo, y serán tan válidos como cualquier otro. Pero poner el éxito como objetivo de nuestra vida puede ser el camino más rápido hacia el fracaso.