LEÓN OPALIN PARA ENLACE JUDÍO

Pasión por Viajar

Una de las actividades que mayor interés y placer me han causado en la vida son los viajes. En este contexto, tengo presente mis primeras vacaciónes al mar; tendría menos de 10 años cuando dos empleadas de la fábrica de mi padre, que eran hermanas, nos invitaron a su pueblo, La Mixtequilla, próximo al puerto de Veracruz. Viajamos mi madre y mis dos hermanas, abordamos el ferrocarril con dirección a Veracruz; en el vagón de segunda clase, los asientos eran de madera. Creo que el trayecto desde la Ciudad de México hasta Veracruz duró por lo menos ocho horas. El tren hizo muchas paradas; en las estaciones subían y bajaban numerosos viajeros y se arremolinaba una multitud de vendedoras, generalmente indígenas, para ofrecer comida: pollo hervido y frito, enchiladas, tacos, quesadillas, gorditas, huevos duros, tortillas hechas a mano, tamales, guisos diversos, frascos de crema fresca de vaca, leche, miel, refrescos, pulque, cerveza y diversas mercancías. En el poblado “Fortín de las Flores”, ubicado entre Córdoba y Orizaba, ya en el Estado de Veracruz, vendían arreglos florales, el aroma de perfume se expandía por los vagones cuando el tren pasaba por allí.

Durante el viaje, los pasajeros, aunque no se conocían, platicaban animadamente entre sí y compartían la comida que habían comprado en las estaciones del tren o traído de sus casas; algunas personas tocaban la guitarra, la armónica u otro instrumento. Se percibía un marcado ambiente de camaradería; el paisaje que se observaba desde las ventanas era de tupidos bosques y ya adentrándose al Estado de Veracruz era vegetación tropical; el panorama contrasta con la deforestación que se presenta hoy en día.

Agotados y sudados llegamos al anochecer al Puerto y nos alojamos en un hotel del Centro. Recuerdo que los dos hoteles “elegantes” de esa época eran el Villa del Mar y el Mocambo, ubicados frente al mar, fuera del alcance de nuestro bolsillo. En los días que pasamos en Veracruz a diario disfrutamos de las playas. Para la paya de Villa de Mar tomábamos un tranvía que en el presente lo han “replicado”, con llantas de goma y solo realiza un trayecto turístico.

En las playas, vendedores ambulantes ofrecían comida, refrescos y cervezas; los balnearios contaban con servicios de regaderas, alquiler de trajes de baño y de neumáticos salvavidas.

En el extenso malecón de Veracruz existía un sitio destinado a la venta de artesanías, objetos de carey y otras mercancías extranjeras procedentes del Lejano Oriente, sobre todo de China y Japón. En el muelle siempre estaban atracados buques de todo el mundo; Veracruz es hasta la fecha el puerto de México con mayor tráfico de carga en la República. En aquel entonces ya existía el famoso restaurante de la Parroquia en el que servían un delicioso café con leche y sabrosos panes dulces; como en el presente, había que golpear con la cuchara el vaso para que el mesero acudiera a la mesa a vertir sobre el mismo, desde grandes teteras el café y la leche. He regresado muchas veces a Veracruz, básicamente por razones de trabajo; aún se conserva el alegre y cálido ambiente “jarocho” del pasado, la comida sigue siendo variada y muy sabrosa.

Mi segundo viaje al mar fue a Acapulco, cuando tenía entre 15 y 16 años. Estaba de vacaciones en Cuernavaca con mi familia y ahí acudieron mis amigos del Ijud, la organización juvenil judía a la que pertenecía, para que tomáramos un autobús a Acapulco, donde había más miembros del Ijud, incluso muchachas que se alojaban con sus padres en el familiar hotel Papagayo, favorito de las familias judías.

La convivencia con jóvenes de mi edad en Acapulco fue inmemorable; el puerto estaba en su apogeo y era el principal centro turístico de playa a nivel mundial al que llegaban famosas personalidades del espectáculo y de la política. En ese tiempo, Acapulco no tenía el hacinamiento de construcciones que se observa hoy en día, el agua del mar era limpia y el entorno social era de completa seguridad y paz.

Parte de la filosofía de la convivencia entre los miembros del Ijud, era la realización de campamentos (Majanot) periódicos en diversas localidades de la República. En particular, recuerdo el que realizamos por una semana a Metlac, zona enclavada en una montaña próxima a Orizaba; puntos de referencia de la misma era una hidroeléctrica, una fábrica de cerveza y un ingenio, en el cual el padre de un compañero del Ijud tenía acciones.

En las majanot contratábamos cocineras locales para la elaboración de las comidas. Las visitas de padres y familiares solo se permitían en el último día del campamento. Durante la noche hacíamos rondines de vigilancia; el objetivo de los mismos no era velar por la seguridad, de antemano se evitaban los sitios elegidos para tener certeza de que no había problemas, más bien, eran para cuidar la bandera insignia de la organización para que no fuera robada por otras organizaciones, ya que esta era una práctica convenida entre las mismas. Los miembros de la organización que lograban apoderarse del banderín, eran evaluados como héroes y los afectados se sentían humillados.

Para honrar al campamento de Metlac, mi inolvidable y querido amigo de la infancia, Jacobo, fallecido tempranamente a los 30 años, victima de una rara enfermedad, y yo, compusimos una melodía con la música de “Pancho López”, que enseñamos a todos los jóvenes del campamento. La creatividad y la alegría afloraban de la piel de todos nosotros, eran días de fraternidad, idealismo, mucho vigor y alegría.