LEÓN OPALÍN PARA ENLACE JUDÍO

Apoyo fundamental para salir adelante

En la Crónica previa empecé a elaborar ideas alrededor del inesperado deceso de mi esposa Sari. Mencioné que recibí ayuda de familiares y amistades en el tránsito de esta difícil experiencia; valoro en particular la de, en aquel entonces, compañera del Banco, Jose, quien posteriormente se convirtió en mi esposa después de casi cinco años de noviazgo; estamos próximos a cumplir 34 años de matrimonio. Jose me ha pedido que no la mencione en las Crónicas, sus razones tendrá, y no pienso contradecirla; sin embargo, su persona aparece en mis relatos en la medida que ello es útil para explicar y hacer congruente el desarrollo de varias etapas de mi vida.

La historia con Jose y mis hijos empieza con actividades conjuntas; varios fines de semana salimos de excursión con los niños a sitios próximos a la ciudad de México; recuerdo un paseo que hicimos al Nevado de Toluca.

Después de subir y bajar por las laderas de la montaña, mis hijos lo hacían con una agilidad extraordinaria, nos sentamos a comer sobre el pasto en la zona de picnic, próxima a la de los estacionamientos; una vez que terminamos de comer, mi hijo, Natan, que aquel entonces tendría nueve años, se le ocurrió hacer una pequeña fogata, empero, como el pasto estaba muy seco y había mucho viento, el fuego de la fogata se extendió con una rapidez inusitada hacia la zona de estacionamientos, amenazando con incendiar a los numerosos automóviles que ahí se encontraban. Los paseantes en el Nevado, asustados, se movilizaron junto con nosotros para apagar el fuego, lo cual se logró cuando las llamas estaban apunto de alcanzar a los vehículos.

En otra ocasión fuimos a pasear a los bosques que bordean la autopista México- Puebla a la altura del poblado de Río Frío, además de Jose, nos acompañó mi amigo Jove y su novia; él era en ese tiempo Director de Ventas de un importante hotel de una cadena de lujo que operaba en México. Asamos carnes, los niños montaron a caballo, y en medio de una algarabía, jugamos varias horas. Otro fin de semana fuimos al Bosque de Tlalpan, contiguo a la Ciudad Universitaria; esta vez también estuvo presente mi madre, Bito, Alicia, y sus dos pequeños hijos. Ellos habían sido compañeros míos en el Instituto de Instructores en Israel a final de los cincuentas; residieron en México dos años, 1977-1979, huyendo de la dictadura militar de Argentina, de donde eran originarios; disfrutamos de un bello día de campo familiar y para variar, asamos carnes.

Más adelante, mi madre y la de Jose se unieron a nuestros recorridos; en particular viene a mi memoria un paseo que realizamos por las principales ciudades del Estado de Guanajuato. Asimismo, recuerdo la primera vez que fuimos a Acapulco con Jose y mi madre, nos alojamos en el Hotel Belmar por una semana. El Hotel estaba en la zona de Caleta, era de tipo familiar con un plan de tres comidas; la cocina era excelente y el trato de la administradora y los meseros era muy cordial. Mi hermano mayor, Pepe, lo frecuentaba y después nosotros nos hicimos huéspedes asiduos.

En esa visita a Acapulco, mi pequeña hija, Regina, que tendría siete años, al regresar de la playa, donde estuvimos asoleándonos por más de cinco horas, se sentía muy caliente y agobiada; le tomé la temperatura y casi me desmayo cuando el termómetro marcaba 40.5 grados centígrados. Fui corriendo a buscar un médico, mientras mi madre, ducha en estos menesteres, la metía a la regadera de agua fría; cuando llegó el médico, la temperatura había cedido bastante, le dio un antibiótico, en virtud de que tenía una infección en la garganta, y en unas horas, se recuperó totalmente. A mi hijo, Natan, por más que le aplicábamos bloqueadores contra el sol, ya que tenía una piel muy sensible, terminaba las vacaciones con un intenso color rojo y con molestias en la piel, lo cual no impedía que llevara a cabo sus habituales travesuras, como la que hizo en el Hotel Belmar al construir una bomba con una lata rellena de pólvora de cohetes, que hizo estallar causando cierta alarma en el Hotel. Rumbo al Belmar, viniendo de la playa de hornos, a la que íbamos con frecuencia, pasábamos a la famosa heladería de la Vaca Negra, en donde disfrutábamos de unas deliciosas malteadas bien frías.

La familia de Jose poco a poco nos fue acogiendo en su seno. Eran muy afectuosos con mis hijos; su padre, Don Alfredo, estaba fascinado con mi hijo Natan, le celebraba alegremente sus travesuras. Era una persona generosa, y como la mayoría de este tipo de individuos, vivió al final de su vida con estrechez porque todo lo compartió. Su situación se agravó porque quedó ciego, víctima de la diabetes; cuando ello sucedió, escribí, al inicio de 1994, un reclamo a Dios cuestionándole ¿por qué sumía en la obscuridad a un anciano que ha sido noble y necesita trabajar para mantener su cuerpo y su espíritu? La fecha del reclamo coincidía con el levantamiento armado de indígenas en Chiapas, de aquí que en mi queja a Dios se amplió, añadiendo ¿por qué dejas perpetuar un sistema que margina y hace vivir, peor que animales, a miles de indígenas en Chiapas y otros miles de millones de personas en todo el planeta? ¿Por qué permites que gobiernos instauren regímenes que dejan sin trabajo y sustento a los seres humanos y sus familias pierden la esperanza en la vida, errando por el mundo? ¿Por qué fluye tanta droga y surgen actividades ilícitas que destruyen los valores de la sociedad y dañan las relaciones de afecto y amistad de la gente? … Señor, si eres el Dios del bien y la bondad, se piadoso con tus hijos.

La madre de José, ha sobrevivido 17 años a su esposo tiene ahora 97 años y medio, proviene de una cepa de roble, su padre vivió más de 100 años. Su lucidez es inaudita y tiene grandes deseos de vivir; es una pena que ya no pueda cocinar los deliciosos platillos auténticamente mexicanos que en incontables ocasiones disfruté. Mis respetos, que viva hasta 120 años.