RICARDO FEIERSTEIN

La historia es real y ocurrió hace unos años, en una de esas “mesas redondas”- que en este caso fue rectangular- que los judíos solemos realizar para exponer diferentes puntos de vista sobre un tema polémico (y que, generalmente, terminan con cada uno yéndose a su casa sin haber variado un ápice sus posturas previas).

En este caso éramos sólo dos participantes y la cuestión en debate giraba alrededor de la observancia de los preceptos y rituales como manera- exclusiva u optativa- de reafirmar la identidad judía.

– Explicaré mi posición con un ejemplo- dijo el señor mayor, de origen judío alemán y estricto apego a una ortodoxia rigurosa.– Vamos a suponer que tenemos una sopa de pollo, ese rico y nutritivo alimento de nuestras abuelas europeas. En la mesa hay muchos invitados. Entonces, comienzo a agregar agua a la olla que contiene la preparación, para poder conseguir mayor cantidad de porciones. Llega un momento en que la receta original está tan aguachenta que ya deja de ser sopa de pollo y pasa a ser otra cosa, un híbrido sin definición ni denominación. Esta es la cuestión. Cuando queremos agradar a todo el mundo, no perder a ningún posible adherente, entonces comienzan las renuncias: se puede fumar en sábado, comer jamón alguna vez, no concurrir a los rezos matinales… y se termina perdiendo la sopa de pollo.

Hubo algunos aplausos. Decidí recoger el guante.

– Voy a tomar el mismo ejemplo culinario citado por el compañero.Pero lo referiré a un episodio verídico: la conquista de la ciudad de Santa Clara por parte de los jóvenes guerrilleros del movimiento cubano 26 de julio, en 1958, durante la lucha contra Batista.

Eran comandados por un combatiente legendario, el Che Guevara. Cuando la población recibió como héroes a sus hambrientos y barbudos liberadores, un campesino se acercó a la comandancia con un pollo en la mano y dijo, dirigiéndose al comandante rebelde:

– Este es nuestro último animal y lo guardábamos para usted. Queremos que el liberador de nuestra ciudad pueda tener una buena comida, después de la batalla.

– ¿Y los compañeros?- preguntó el Che.

– Somos doscientos soldados, comandante. Y sólo hay un pollo. Tú tienes la prioridad- le dijo el cocinero.

– Te equivocas, compay.

Acto seguido, el Che trozó en pequeños pedazos el único animal disponible, lo lanzó a la gran olla donde se cocinaba la magra sopa de las raciones y declaró:

– Hoy, día de la conquista de Santa Clara, todos los combatientes comeremos pollo.

– En efecto- concluí-, algunos tendrían un hueso con carne, otros pedacitos desparramados y muchos sólo el gusto diluido en el caldo. Pero todos podrían tener una experiencia sobre el sabor de ese alimento celosamente guardado por el campesino cubano.

Igual sucede con el judaísmo, en la versión opuesta a la de mi interlocutor. Estarán aquellos que dedican su vida a estudiar el Talmud, los que cumplen los 613 preceptos, los que santifican el sábado o hacen usar peluca a sus mujeres. Pero también los muchachos kibutzianos en Israel, los judíos negros de Etiopía, los combatientes de Mordejai Anilevich en Varsovia, los honestos artesanos de Odesa o los característicos norteamericanos de Nueva York, que viven de manera distinta, cada uno, su identidad.

 

El mural que está al frente del Museo de las Diásporas, en Jerusalén, con retratos de los muy diversos tipos judíos del mundoblancos, negros, amarillos, de nariz aguileña o respingada, altos y bajos, morochos y rubios y pelirrojos- demuestra el absurdo de pretender visiones raciales o generalizadoras de un pueblo tan amplio y disperso. ¿Todos podrán sentir el sabor y el olor del pollo o se trata de una comida para elegidos, seres superiores a la masa del pueblo y que se consideran, a sí mismos, los únicos judíos reales frente a los otros?

Obviemos por un instante al Che (aunque en ese momento estaba en la sede representativa de un grupo derechista israelí, al que no entusiasmó demasiado la mención). Lo concreto es saber si estamos hablando de sopa de pollo o sopa con pollo. De un judaísmo para todos o sólo para una “selecta minoría”.

Las dos posturas sobre esta temática son diáfanas y opuestas: una sostiene que, ante el avance de la asimilación, cada medida concesiva o adaptativa no hace más que estimularla (y cita como ejemplo el aumento numérico de los estudiantes ortodoxos y de los asistentes a sus agrupaciones). La otra posición dice que, más allá de situaciones coyunturales transitorias (líderes destacados o momentos de incertidumbre y confusión ante el desarrollo de los conflictos mundiales), no es serio suponer que la “totalidad” de los judíos se harán religiosos observantes: más bien lo contrario, sobre todo en el último siglo. Se trataría, entonces, de abrir y/o posibilitar nuevos lugares para las diferentes versiones del judaísmo que hoy conviven en el planeta. Ya que excluirlos, concluye, llevará a la desaparición del pueblo y la supervivencia de algunas sectas minoritarias como conclusión. Es difícil que los defensores de una y otra se pongan de acuerdo.

Fuente: www.yoktime.com