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REBECA CIMET PARA ENLACE JUDÍO

Desde muy pequeña me preguntaba por qué no había alguna foto mía de chica

En esa época, los 40’s, era muy común que los papás le sacaran a sus hijos fotos de estudio, retocadas, a color. Había fotos muy hermosas de mis dos hermanas, de bebés, desnuditas, vestidas de china poblana o de vestidito de ballet, ambas con caireles y sonrisas. Estaban colgadas en la recámara y me encantaba verlas, imaginando sus bailes y festivales.

¿Porqué no había ninguna mía?

Mi mamá me hacía sentir que mis preguntas eran complicadas y siempre con exigencias que ella no podía cumplir. No recuerdo ninguna respuesta clara. Ahora me doy cuenta que yo imaginaba las respuestas. ¿Será que inquietaba mucho a mi mamá y prefería ya no preguntar?

El hecho de no ver nunca una foto mía iba acompañado con un sentimiento de no pertenecer. Eran mis dos hermanas las protagónicas. Habían nacido en un departamento muy lindo y ahí habían crecido acompañadas de Cristina, una magnífica nana que ayudaba en todo a mi mamá. Ella le pedía que las vistiera, las peinara con grandes moños todos los días, y

las tuviera listas para cuando ella pasara por ellas al salir del salón de belleza o de ver a sus amigas.
Esas eran las épocas doradas, de las que se hablaba continuamente cuando yo iba creciendo, ya en otro departamento y sin el hada madrina de Cristina que cuidaba tanto a mis hermanas, permitiéndole a mi mamá una vida de mujer de alta sociedad.

Yo nací cuatro años después de mi hermana menor y siete después de la mayor. Mis padres tardaron algunos meses en cambiarse de departamento pues en el que vivían no había lugar para mí. El espacio en el que yo crecí toda mi vida de soltera tenía tres recámaras, un hall en donde pasábamos la mayoría del tiempo, una cocina muy pequeña y un solo baño.

Estaba en un tercer piso, sin elevador y sin interfono. A mí me gustaba mucho pero no era comparable con el otro.
En cuanto a Cristina en mis 18 años mi mamá ya nunca tuvo a nadie que la ayudara igual. Había que resignarse a que la época de antes de que yo naciera no volvería más.

Me tomó muchos años descifrar mejor los eventos. Uno nunca está tan claro de porqué sentía lo que sentía. La sensación de no pertenecer a la familia es algo con lo que uno crece y le parece tan normal que ni siquiera lo detecta de esa manera. Siempre traté de adaptarme convencida de que si me esforzaba las cosas cambiarían y sería considerada como un miembro más en la familia. Eso nunca pasó.

No fue sino hasta que murió mi madre que yo me atreví a preguntarle a mi papá. Había escuchado por parte de una tía que mi mamá había tenido varios abortos después de que mi hermana menor naciera

Un día sin muchos miramientos simplemente le pregunté a mi papá:

¿Qué hizo que mi mamá decidiera conservar el embarazo para que yo naciera?

Yo le dije que igual y esta vez era el niño, me contestó. Estaba cansado de que todos me dijeran que yo no podía hacerle un hijo a mi mujer, de escuchar que solo hacía clientas para costureras. Esta vez estaba convencido que sería niño.

Pero les falló ¿verdad? Le dije yo
Sí, nos falló.

No puedo imaginar que mi papá se diera cuenta de lo que me había dicho. Finalmente era un hombre sencillo y no veía más allá de lo evidente.

A mí me hizo entender finalmente de donde había salido ese sentimiento profundo de no pertenencia, de no encajar.

Cuando la expectativa hacia uno se ve tan profundamente defraudada, cuando la necesidad de tener un hijo o hija se frustra, hay mucho en juego.

Mis papás nunca se repusieron económicamente y antes de que yo naciera habrán imaginado que un varón les daría la esperanza de un mejor futuro, las hijas solo podían casarse con un hombre rico que eventualmente los ayudara, pero eso era poco probable cuando tus hijas no tenían un soporte económico para empezar.

Mi madre se dedico a “cultivarnos” de la manera que ella conocía, vistiéndonos bonito, haciendo lo imposible para que con poco dinero nos viéramos bien y pudiéramos conseguir un buen partido. Si yo hubiera sido niño la esperanza hubiera cambiado, hubiera sido la buena señal de que las cosas iban a cambiar, la suerte iba a girar. Pero… fui niña y eso fue un mal presagio porque solo aumentaba la carga de una mujer más a la que casar, de dividir lo que se tenía para que alcanzara para las tres disminuyendo así las probabilidades de que las tres tuviéramos la oportunidad de encontrar un buen partido, un joven con dinero que los ayudara a ellos también. Yo entonces signifiqué el déficit y por ello no recibí ni la atención ni el cuidado mínimo.

Yo le recordaba a mi madre el fracaso y la culpa; eso aunado a una personalidad fuerte, inteligente y crítica hicieron que ella me evitara. Estar conmigo implicaba confrontarla y eso era muy desagradable.

Por mi parte yo estaba profundamente enamorada de mis padres por lo que nunca percibí este desamor. Insistí en ser “perfecta” intuía que ya había sido una enorme desilusión y no quería aumentarla. Fui una estudiante de 10 y trataba de no fallarles en nada, no me daba cuenta que ya nada de lo que hiciera podía componer lo que mi género había provocado y que era irreversible.

Hoy, gracias a una profunda introspección y años de terapia estoy clara en que al final, el camino que tomé desde niña, el de ser lo mejor que podía ser, a pesar de lo que me rodeaba, dio sus frutos, me siento plena, orgullosa de lo que he logrado alcanzar en mi vida personal, familiar, profesional. Hace unos días una idea me asaltó:

¿Qué hubiera pasado si hubiera sido niño? ¿Cómo hubiera sido mi vida? ¿Y la de mis padres?
Simplemente me atreví a fantasear…

¿¿¿Se imaginan??? ¡¡¡No, en verdad me asusté!!!

¡Gracias dios mío por haberme hecho mujer!

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