ESTHER SHABOT

Esther-Shabot

Parece que la realidad de los dos meses posteriores a los comicios del 7 de junio ha estado tan llena de nuevos desarrollos de tan fuerte impacto para Turquía.

Ciertamente es una paradoja que a medida que las cosas se complican enormemente para Turquía como nación, crecen las posibilidades de que el presidente Tayip Erdogan alcance su objetivo de controlar totalmente el aparato político de su país. De hecho ése era su propósito primordial antes de las elecciones de junio 7, pero al no haber conseguido su partido, el AKP, la mayoría parlamentaria para poder así modificar la constitución en ese sentido, se asumió que Erdogan, inevitablemente, vería frustradas sus aspiraciones.

Sin embargo, parece que la realidad de los dos meses posteriores a los comicios del 7 de junio ha estado tan llena de nuevos desarrollos de tan fuerte impacto para Turquía, que Erdogan podría, muy pronto, cumplir su sueño de ser la figura política que monopolice, a manera de omnipotente sultán del antiguo imperio otomano, el poder en su país. Esta segunda oportunidad ha nacido a raíz de que acaba de anunciarse que el AKP y el partido Republicano del Pueblo (CHP) de corte socialdemócrata —el único que aceptó entrar en negociaciones para formar un gobierno de coalición— no llegaron a acuerdo alguno. En consecuencia, el paso siguiente es convocar a elecciones nuevamente en los próximos meses.

La lógica en el cálculo de que el AKP de Erdogan se perfila para obtener la mayoría parlamentaria absoluta a la que aspira está justamente en que las convulsiones que han sacudido al país en los últimos tiempos tienden a inclinar las preferencias de los electores hacia fórmulas que ofrezcan —al menos a nivel de percepciones e intuiciones— mayor seguridad, certeza en el mando, mano de hierro capaz de enfrentar los múltiples desafíos que han aparecido en el escenario. Y es que en efecto, la Turquía de hoy se halla en una encrucijada nueva, inexistente antes del 7 de junio.

Previo a esa fecha no se había acordado aún la colaboración que hoy existe entre Turquía y Estados Unidos, para que el primero se comprometiera a operaciones militares directas contra el Estado Islámico (EI), lo cual incluye la apertura para los norteamericanos de la estratégicamente importante base turca de Incirlik, a fin de lanzar desde ahí operativos militares hacia Siria. Tampoco se había sellado el acuerdo entre el G5+1 e Irán para congelar el desarrollo nuclear iraní y eliminar paulatinamente las sanciones prevalecientes contra Teherán, cuestión que altera de manera aún incierta los equilibrios regionales previos.

Y, finalmente, en los últimos dos meses se ha desatado en Turquía una oleada de violencia y terrorismo muy alarmante: el 20 de julio un terrorista suicida del EI mató a 31 personas en la localidad turca de Suruc, muy cerca de la frontera con Siria. Dos días después militantes del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) asesinaron a dos policías turcos poniendo fin con ello a tres años de cese al fuego y de negociaciones entre el PKK y Ankara. Se detonó así un renovado estado de beligerancia entre ambos, que se ha traducido en inclementes bombardeos aéreos a bases del PKK en Irak, lo mismo que ataques del PKK a estaciones de policía y locaciones militares turcas. Incluso, una sede del cuerpo diplomático de Estados Unidos destacado en Turquía ha sido víctima de bombazos en sus inmediaciones, contribuyendo con ello a la percepción acertada de que el país ha entrado en una etapa de inseguridad y desafíos como no se había visto en mucho tiempo. Así las cosas, la perspectiva de nuevas elecciones antes de que termine 2015 debido al recientemente anunciado fracaso de las negociaciones para formar un gobierno de coalición, augura que Erdogan y su partido aprovecharán la crisis en la que se encuentra el país para cumplir con su aspiración de obtener, a partir de tales comicios, el monopolio absoluto en la conducción de la política nacional.

Fuente: Excelsior