Hanka Siegreich, de 88 años, y su marido Siegmund de 89, se conocieron de adolescentes en un campo de trabajos forzados de Polonia durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Ahora radican en Melbourne, Australia, tienen dos hijas, nueve nietos y ocho bisnietos. Han estado casados por 69 años.

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La historia de Siegmund

Tengo una memoria increíble, lo cual es una bendición y una maldición a la vez. Preferiría no recordar tanto y a veces e tratado de olvidar.

Cuando hablo de El treinta y seis [mis memorias] , digo que es una historia de amor; trata de la época más terrible, pero también de Hanka.

Lo recuerdo como si fuera ayer. En la víspera del año nuevo de 1944, en medio de la locura y el horror que aún controlaban nuestras vidas, los comandantes del campo permitieron a los hombres visitar la sección de mujeres, que normalmente estaba estrictamente prohibida. Alguien comenzó a cantar y todo el grupo se unió. Al observar la parte superior de las literas, un par de hermosos ojos oscuros me llamó la atención. Quedé atrapado por su esplendor. Una hermosa joven me miraba y nuestros ojos se encontraron; oí el sonido de campanas en mi cabeza. Sólo 18 días después estábamos libres, terriblemente enamorados y felizmente casados.

En los 17 días desde el encuentro, quizás estuvimos juntos dos horas, no más. No nos conocíamos, pero realmente sí. Éramos niños, pero sin infancia. Lo que aprendimos entonces, lo aprendimos juntos uno del otro. Nos apoyamos. No teníamos nada, ni siquiera ropa interior. Yo estaba débil, enfermo, lleno de piojos. No teníamos a nadie más. Éramos padre y madre, hermano y hermana el uno para el otro.

Hanka es increíblemente fuerte y era tan valiente. En el campamento, yo hacía municiones y encontré una manera de sabotearlas. En los últimos días antes de la liberación, los alemanes se enteraron, así que me escondí en un hoyo. Hanka sacrificó todo por traerme comida. Arriesgó su propia vida por alguien que acababa de conocer y no sabía quién era.

Incluso sacrificó su diente por mí: ella lloraba porque se preocupaba por mí, pero dijo que tenía dolor de muelas y le extrajeron el diente.

Viajar por Europa tras nuestra liberación era un caos y la guerra no había terminado. Llegamos a un hospital que los alemanes acababan de abandonar – el café estaba todavía caliente sobre la mesa. Comimos los restos de comida, las sobras. Tal vez esa fue nuestra fiesta de bodas.

Hanka es muy positiva, optimista y fuerte. Nunca les permitió a las niñas sentirse enfermas. Tenían que levantarse, vestirse, arreglarse, y si aún se sentían mal, podían volver a la cama. Les enseñó a no darse por vencidas y les mostró que la única manera de sobrevivir es siendo fuertes.

Vivir en Israel fue muy difícil, tanto económicamente como por el calor. [Siegmund y Hanka emigraron a Israel en 1950.] Cuando llegamos a Australia en 1971, con la ayuda de un amigo, Evelyne (su hija) ya estaba casada y vivía en Londres, pero que no permanecer en Europa, así que emigró a Australia, también. Estamos muy cerca de nuestras hijas. Cada año nos vamos en un crucero, sólo los cuatro y lo disfrutamos mucho.

Yo todavía trabajo parte del tiempo [en la agencia de viajes de mi nieta], jugamos Bridge, vamos a restaurantes, al teatro, a conferencias, a eventos de caridad. Me gustan todos los deportes de invierno, pero a Hanka no. Ella vino a esquiar sólo una vez – se puso los esquís, se tomó una foto, y eso fue todo.

Siempre hemos trabajado juntos. Siempre digo que estamos juntos 25 horas al día, pero no peleamos, no gritamos. Era diferente en esos días – teníamos otra actitud, no teníamos expectativas, construimos nuestra vida juntos. Hoy en día, las parejas jóvenes tienen expectativas, quieren tenerlo todo al instante, ayer. Tuvimos que construir todo paso por paso de la nada, peor que eso. El daño psicológico no ayudó, pero tal vez nos enseño a ser más fuertes, más adaptables.

En nuestras bodas de oro [nuestro 50 aniversario de boda], dije a Hanka, “Tú me has dado y me sigues dando los mejores años de mi vida. Siempre estás presente para todos. Eres la mejor madre, abuela y suegra, la mejor amiga de tus hijos y nietos … para todo esto te amo y te agradezco, gracias, gracias.”

La historia de Hanka

Ingresé al campo a los 14 años con una hermana de 12 años de edad, Stefa; a partir de entonces yo era la madre. Cuando conocí Sigi me asusté – no quería ser demasiado feliz y que lo vean los alemanes. Lo amé desde el primer momento.

Nunca había amado a nadie, a ningún chico. Desde el primer momento pensé en ayudarlo, hacer algo por él.

Quería hacerle una chaqueta. Corté mi manta a la mitad y me faltaba una aguja, así que la pedí prestada. De la manta saque el hilo para coser. Fue muy difícil, porque el algodón de la manta salió en pedazos; Tenía que hacerlo con cuidado. Cuando le entregué la chaqueta me dijo, “¿Por qué haces esto? No la necesito. ¿Cómo voy a cerrarla sin botón?”

¡Así son los hombres! Luego encontré un pedazo de alambre en el suelo para cerrarla.

Nunca me preguntó si quería casarme con él. Me tomó de la mano y me dijo: “Tú vienes conmigo.” Me sentí segura. Me tomó de la mano y yo digo, “Gracias, D-os.”

Sigi me ayuda mucho en los últimos años; antes, no necesitaba esta ayuda. Él me hace el desayuno todas las mañanas, me da mis medicamentos. Me lleva a todos lados, pero no cocina. Yo cocino para los nietos todas las semanas. Mis hijas me dicen: “Mami, ellos no lo necesitan,” pero me encanta.

Nunca peleamos, nunca. Él nunca grita, no. Dice, “Hanush, ¿tal vez quieres volver a pensarlo?” Lo amo tanto que no puedo molestarlo.

Estoy muy orgullosa de él, cuando veo que se va a trabajar a la agencia de viajes con mi nieta, cuando veo cómo es con nuestras hijas.

Nos encanta viajar y lo mejor son los cruceros. Siempre vamos los cuatro, como era antes. Una vez, en días festivos, llamó a mi hija y le dijo: “Mira a mamá, mira lo hermosa que es cuando duerme.” La llamó para que venga a mirarme, y cada día me dice que estoy hermosa.

¿Cómo es mi marido? Es el mejor hombre en el mundo. Creo que esto es algo de Dios.

Fuente: The Sydney Morning Herald / Clare Kermond

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