ESTHER CHARABATI


Hay que pagar a un precio desconocido
el placer de no utilizar lo conocido.

Paul Valery.

“No es que yo sea supersticioso, pero dicen que si uno pone una herradura en la puerta, aunque no crea en ello, le da buena suerte”. Esta respuesta ilustra la actitud de muchos de nosotros hacia la superstición: escepticismo o incluso negación, con pequeñas concesiones.

Los distintos diccionarios asocian la palabra superstición con tres ideas: una falsa religión, la supervivencia de costumbres antiguas y el temor. Aunque la definición más precisa parece ser la de Lucrecio, poeta romano, que la considera como “El excesivo temor de cosas, astros o dioses, y los mecanismos para lograr contrarrestar su poder y sus influjos”. El principio de la superstición es la creencia de que la naturaleza tiene poderes y de que existen ciertas prácticas que permiten defenderse de lo malo, contrarrestar el dolor y atraer lo que da buena suerte y felicidad.

Durante siglos, la magia, la religión, incluso la medicina, estuvieron poderosamente entrelazadas, y aún hoy, cuando tantas ideologías se han perdido, cuando las creencias religiosas y políticas están en franca decadencia, el hombre se aferra a creencias ancestrales a modo de conjuro benefactor. Seguimos tocando madera, cuidando la sal y evitando pasar por debajo de una escalera; los aviones, construidos con la tecnología más sofisticada, omiten la fila trece, y los hoteles se “saltan” ese piso.

Lévi-Bruhl afirma en La Mentalidad Primitiva: «Para la mentalidad primitiva el mundo sensible y el invisible forman un todo. La comunicación entre lo que llamamos la realidad sensible y las potencias místicas es, pues, constante. Todos los objetos y todos los seres están implicados en una red de participaciones y de exclusiones místicas. La mentalidad primitiva vive en un mundo donde innumerables potencias ocultas, siempre presentes, están obrando constantemente o están listas para obrar. A los ojos de los primitivos, nada hay fortuito. (…) A los ojos de la mentalidad primitiva curar una enfermedad es vencer un encantamiento por medio de un encantamiento más fuerte».

Hoy la mayoría de la gente, al menos en las ciudades “occidentalizadas”, confía más en la medicina que en la brujería para curar una dolencia, aunque probablemente muchos se sientan tentados a llevar con ellos una piedra azul, hacerse una carta astral o amarrarse un hilo rojo, “por si acaso”. Lo cierto es que actualmente resulta difícil trazar los límites: ¿El feng shui, la neurolingüística y las flores de Bach pertenecen a la ciencia o a la superstición? Depende de quién emita el juicio. A menudo consideramos superstición las creencias del otro y son muchos los que afirman que la medicina sólo funciona “si se tiene fe”.

Por lo visto, la superstición se cuela por los resquicios que abre la ciencia: dado que esta última no puede explicarlo todo, el pensamiento mágico viene a sustituirla para volver comprensible el universo. Quizá la única diferencia objetiva que hay entre ellas es que la ciencia se critica a sí misma permanentemente y se somete al escrutinio de sus pares, mientras que el pensamiento mágico se considera verdadero e incuestionable. ¿Será por ello menos eficaz? ¿O será que los criterios de la ciencia son inútiles en otros campos?