ALAN GRABINSKY PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Este año el gueto de Venecia cumplió medio siglo. La ocasión se celebró con una exhibición en el Palazzo Ducale, en la famosísima Plaza de San Marcos. La visité este verano. La cola le daba la vuelta al edificio, pero no la tuve que hacer. Al comunicar mi destino pude pasar directamente a la entrada; la fila era para el tour general.

Afuera se celebraba la Bienal de Arquitectura, visitada por más de 260,0000 personas. Organizada por el premio Prizker chileno, Alejandro Aravena, el festival tocaba temas como la segregación, la periferia y la desigualdad.

Precisamente por eso me sorprendió que ninguna publicación hiciera mención del aniversario del gueto. Al parecer la cercanía física, y la distancia histórica, no lo hacían relevante para los organizadores: a final de cuentas de lo que se trataba, como señalaba el nombre de la Bienal, era de reportar “desde el frente”.

La exhibición en el Palazzo Ducale abordaba seis siglos. El gueto, según los organizadores, era un punto de encuentro de judíos de todo tipo, una especie de vecindario global. La curaduría daba la impresión de que el gueto era un producto de una política progresista contemporánea.

Al contrario: desde 1516, el vecindario fue designado como un espacio para extranjeros. Desde el principio, la finalidad arquitectónica de ese enclave era reducir la capacidad de una minoría de habitar el resto de la ciudad.

En aquella sala del Palazzo, bastante lejos del vecindario real, el gueto va evolucionando según una cronología establecida. El espacio urbano, habitado por personas de carne y hueso, es representado como un receptáculo en evolución al que se le añaden y cambian elementos (sinagogas, paredes, casas), conforme a un plan.

Pero el espacio urbano, señala el sociólogo Lefebvre, “se produce, una y otra vez por medio del habitar”. En otras palabras, cada una de las generaciones de venecianos que vivió en aquella ciudad invirtió, directa o indirectamente, en el uso de aquel espacio como lugar de exclusión.

La cronología da la impresión de que lo que se exhibe es una reliquia. Cuyo destino es cerrado total. Uno no puede dejar de preguntarse: “¿Dónde están ahora los habitantes?”

La respuesta no es grata. En su última iteración, el gueto fue utilizado por los nazis para concentrar a infra-humanos a aniquilar. A partir de entonces una pequeñísima comunidad judía mantiene viva ciertos rituales, pero no se asemeja a lo que había sido. Es ahora un espacio dedicado a rememorar.

La exhibición omitió esta última fase del gueto: como si la última iteración no formará parte, también, de la historia de la ciudad.

El olvido es una fuerza activa, decía Nietzsche. Al igual que la Bienal, la celebración del gueto destaca por lo que omite.

Los esfuerzos por proyectar una Venecia preocupada por la exclusión y por aquellos que viven en la marginalidad va en contra a lo que se vive en sus calles. Sí, Venecia se ha globalizado, pero esto no quiere decir que sea más tolerante: en la calle inmigrantes de países africanos subsisten en la informalidad. El turismo voraz ha generado presiones inmobiliarias insostenibles. La ciudad está inhabitada casi en su totalidad.

La falta del diálogo sobre el gueto en la Bienal  es síntoma de un desdén–– o peor, ignorancia–– por los orígenes de la exclusión urbana. El simple  uso del término “gueto”  hubiera servido para posicionar a la Bienal aún más en los círculos interesados por las condiciones sociales. La palabra ahora designa vecindarios marginales en las ciudades estadounidenses y en los círculos de pobreza en ciudades europeas: nuevos espacios donde residen los “extranjeros” de la actualidad.

Al igual que la urbe flotante que le dio vida, el concepto de “gueto” tiene ahora proyección internacional.