Enlace Judío México e Israel.- Moshé Amirán nació en la localidad bonaerense de Las Flores y se crió en Rosario. En 1948, sin ninguna instrucción militar, viajó a Israel para sumarse a los voluntarios extranjeros que colaboraron en la lucha por la creación del Estado judío.

MARCELO RAIMON

Llegar al aeropuerto de Haifa y al día siguiente estar jurando la bandera para marchar a la guerra, con un fusil checoslovaco, apenas diez balas y una camisa agujereada a la que varias lavadas no pudieron sacarle del todo la sangre de vaya a saberse quién la usó antes. Hablando en español en un mundo nuevo donde la gente se comunica en complicado hebreo, a los 18 años, llegado desde la ciudad argentina de Rosario y sin ninguna preparación militar previa salvo algún “entrenamiento” con palos en una montaña de Marsella, en Francia.

Cuando Israel se apresta a celebrar un nuevo Yom Haatzmaut, el día de la Independencia, algunos ex combatientes que llegaron desde el extranjero para pelear en la guerra de 1948, como Moshé Amirán, disfrutan el privilegio de poder seguir viendo con sus propios ojos cómo sigue adelante su “creación”, el país por el que apostaron sus vidas.

A aquellos combatientes se los conoció como los miembros de Majal, la sigla de Mitnadvei Jutz LaAretz, los Voluntarios del Extranjero, la mayoría de ellos judíos pero también muchos que no lo eran, y entre todos un puñado de jóvenes que llegaron desde la lejana América Latina.

Fueron apenas unos 4.500 voluntarios y voluntarias, pero el primer ministro David Ben-Gurion los llamó “la más importante contribución de la diáspora judía a la supervivencia de Israel”.

El más conocido de todos ellos fue Mickey Marcus, un coronel del ejército de Estados Unidos que luchó en la Segunda Guerra Mundial y que luego se enroló en la Haganá, la formación paramilitar que luego se transformaría en la base de las fuerzas armadas de Israel, de las cuales se convirtió en uno de sus primeros generales.

La historia de Marcus tuvo un final triste, ya que murió bajo “fuego amigo” el 10 de junio de 1948, a los 47 años, en Abu Ghosh, una localidad árabe israelí a pocos kilómetros de Jerusalén, donde un compañero de la Haganá lo confundió con un infiltrado enemigo. Marcus apenas hablaba hebreo y, al parecer, habría respondido en inglés cuando la guardia de su cuartel le pidió contraseña.

Su cuerpo fue trasladado de regreso a Estados Unidos, acompañado por Moshé Dayan, y enterrado en el cementerio de West Point. En 1966 su vida fue llevada al cine por el director Melville Shavelson en el filme “Cast a Giant Shadow” (La sombra de un gigante, en su título en español), con uno de esos elencos estelares de la época que, en este caso, incluía a Kirk Douglas como Marcus, Angie Dickinson, John Wayne y Frank Sinatra en el recordado papel de un excéntrico aviador norteamericano.

En el trailer de la película, uno de esos antiguos locutores de Hollywood de voz engolada afirmaba que aquellos combatientes que pelearon por Israel en 1948 estaban “superados numéricamente, mal armados, mal preparados”, aguantaron con sus cuerpos y en llamas, pero “asombraron al mundo con su increíble victoria”.

Más allá de los lugares comunes del cine estadounidense, es verdad que el pobremente preparado ejército israelí “asombró al mundo” con su triunfo frente a las fuerzas militares de siete naciones árabes y voluntarios de muchas otras.

“Creo que la guerra se ganó un poco por suerte, un poco por inteligencia, pero también cayeron muchos, más de 6.300 de nuestro lado”, recuerda el argentino Moshé Amiran.

Moshé está por los 90 años y ahora reside en un coqueto departamento con un pequeño balcón en Raanana, en las afueras de Tel Aviv, adonde se mudó hace poco para estar más cerca de uno de sus hijos, que vive enfrente.

Allí recibió a Infobae y compartió muchos recuerdos y algunas convicciones.

Amiran nació en Las Flores, en la provincia argentina de Santa Fe. A los ocho días se dieron cuenta de que en esa pequeña localidad no había “mohel”, el encargado de realizar el ritual de la circuncisión, así que se fueron hasta Rosario, y allí se quedaron a vivir.

Dieciocho años después estaba saliendo para Israel, para pelear en la guerra de 1948.

Sobre el inesperado triunfo militar, Moshé agregó: “Ganamos porque (los árabes) estaban peor que nosotros, porque cuando tienes a donde retirarte no tienes el coraje para luchar”.

“Ellos tenían espacio de sobra para retirarse”, varios países adonde alejarse de la guerra, “en cambio, para nosotros, era una pelea a vida o muerte”, rememora.

Al terminar el conflicto, tras firmarse los armisticios de Rodas, en Grecia, Amiran marchó -juntos a otros argentinos y algunos uruguayos- a fundar el kibutz Mefalsim, en el sur de Israel, frente a la Franja de Gaza. Luego la vida lo llevó por varios caminos, hasta trabajó de mimo compartiendo el cartel con famosos artistas israelíes de los años 60, como la cantante Yaffa Yarkoni.

Tiene tres hijos y siete nietos, fue guía de turismo por más de treinta y dos años y ahora, mientras disfruta la vida de jubilado, escribe algunas memorias.

Pero fue el año 1948 el que lo convirtió en un personaje singular.

Activo en la comunidad judía de Rosario, Moshé decidió en 1946 marcharse a lo que todavía era entonces el Mandato británico de Palestina. Pasaron dos años y, el 28 de mayo de 1948, se subió a un barco francés junto a algunos compatriotas y salió para el territorio que ya era conocido como Israel y llevaba dos semanas de vida independiente.

“Cuando subí al barco tenía 18 años, era el menor de todos, siempre fui el menor, por eso en todos lados me conocían con el diminutivo ‘Moisito'”, recuerda Amiran.

El barco, cuenta, hizo una escala en Brasil, donde subieron algunos voluntarios más, luego en Dakar, y finalmente en Marsella, en Francia. Allí, los jóvenes sudamericanos que iban a pelear por la independencia de un país que hasta hacía poco parecía una fantasía, tuvieron finalmente un poco de entrenamiento.

“Nos llevaron a una montaña en las afueras de la ciudad, y allí tuvimos una pequeña preparación militar… con palos”, rememora con una sonrisa.

Pocos días después estaba entrando al ejército como voluntario extranjero y empezó a participar de las operaciones en el norte del país, en el Valle de Jezreel, en la Galilea, adonde se llevaba adelante una guerra de posiciones, de escaramuzas y de días enteros en las trincheras.

Tras pasar unos días en la que ya entonces era una ex base británica al norte de Haifa, Moshé fue enviado a Meguido, adonde ahora se levanta un kibutz y donde alguna vez se erigió uno de los asentamientos más antiguos que se conozcan en el Medio Oriente. De hecho, Amiran y sus compañeros se alojaron en las barracas que poco tiempo antes habían habitado los arqueólogos que trabajaban en la zona.

Allí, “los sudamericanos éramos pocos -evoca-. Cuando decíamos que veníamos de América del Sur no faltaba quien nos dijera: ‘¡Ah, si! Yo tengo un cuñado en Nueva York'”.

La primera noche en Meguido, lo pusieron de guardia, “y ni siquiera sabía cómo disparar” el viejo fusil checoslovaco que le habían asignado. Una semana después, por suerte, un compañero israelí lo llevó hasta un descampado, puso unas latas de conserva sobre unas ramas y le explicó:
“Mirá, acá en la punta del rifle hay un triángulo, pone la lata en el medio del triángulo y dispará”.

Moshé disparó y acertó a las latas. “En ese momento me convertí en un soldado de verdad”, asegura.

Lo de “soldado de verdad” corre posiblemente para el temple y la actitud, pero -por lo que cuenta Moshé y se lee en los testimonios sobre la época- aquellos jóvenes no lucían como “soldados de verdad”.

“Era difícil acertar con la jerarquía entre los militares porque prácticamente no había uniformes”, dice Amiran. “A mi una vez me llegó una camisa con un agujero, que por suerte ya tenía la mancha de sangre casi limpia, los cascos eran de segunda o tercera mano, y nos daban apenas diez balas a cada uno”, sigue relatando.

Además estaba la barrera del idioma en la despareja formación de soldados y soldadas que hablaban rumano, idish, polaco o el afrikaans de los que llegaron desde Sudáfrica. “Era todo un caos -recuerda Moshé-, yo hablaba español y sabía solamente algunas palabras en hebreo que había aprendido de las oraciones que recitaba junto a mi padre en la sinagoga de Rosario, y poco más”.

De la situación de la guerra en general, continúa, “mucho no sabíamos porque venían oficiales a darnos explicaciones pero lo hacían en hebreo, así que muchos no entendíamos”.

Según las organizaciones que recuerdan a estos combatientes, en 1948 llegaron a Israel voluntarios desde cincuenta y nueve países, entre ellos Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, México, Nicaragua, Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela.

Aunque resulta muy difícil completar estadísticas firmes, se estima que unos 123 de esos voluntarios extranjeros murieron durante la guerra, cuatro de ellos mujeres.

Decenas de las historias personales de estos voluntarios están recopiladas en breves cápsulas en el website Machal.org.il. Allí se puede saber, por ejemplo, que Amar Yaish salió de Argel para Israel apenas se enteró de la declaración de independencia, que luchó con la brigada Alexandroni y murió en combate el 28 de febrero de 1949 en los alrededores de Hadera, cerca de Haifa.

O que Leo Gardner, un piloto estadounidense que participó del puente aéreo que llevaba armas desde Checoslovaquia a Israel fue años más tarde comandante de la aerolínea El Al.

También que el francés Maurice Oulrich logró esquivar la ocupación nazi, trasladarse después de la guerra hasta Polonia, adonde su abuelo había sobrevivido la persecución, y de allí viajar a Israel para sumarse a la brigada Guivati, donde estuvo a cargo de una preciada ametralladora hasta que cayó durante un enfrentamiento con tropas egipcias en octubre de 1948.

“Yo tuve mucha suerte, o no estaría contando esta historia”, reconoce Amiran. Muchos de aquellos voluntarios habían peleado en la Segunda Guerra Mundial, pero tantísimos otros llegaron al país “sin siquiera saber cómo tirarse cuerpo a tierra, e igual salían hacia el frente al día siguiente de bajar de los barcos”.

A pesar de las crudezas de la guerra, Moshé asegura que nunca se arrepintió de la decisión que tomó en Rosario hace más de setenta años. “Incluso en los peores momentos ni siquiera me pasó por la cabeza la idea de volver” a la Argentina, agrega Amiran.

Luego estira su mano y toma las tiritas de condecoraciones que alguna vez se destacaron en su uniforme. Y una pequeña insignia con forma de menorá, el candelabro judío de siete brazos, conocida como Itur Lojamei Hamedina, la Medalla para los Luchadores por el País, que se entregó hace décadas a voluntarios y partisanos.

“De todos los generales que hay hoy en Israel, ninguno tiene estas condecoraciones ni esta medalla”, termina el ex combatiente sin disimular el orgullo.

 

 

Fuente:infobae.com