Enlace Judío México e Israel – Tal vez los hayas visto usando barbas, sombreros y kaftanes exactamente igual que hace dos siglos, o celebrando las festividades judías tal y como sus ancestros de hace tres siglos lo hacían. Tal vez hayas escuchado que el pueblo judío se aferra con todo a sus tradiciones. Y tal vez esto te haga creer que los judíos somos tercos e intransigentes. Pues deja te platico que te equivocas.

La regla principal de la teoría de la evolución es que sobrevive quien mejor sabe adaptarse a los cambios. Es decir, no es el más fuerte, ni el más listo, el que está mejor capacitado para sobrevivir.

Un buen ejemplo de esta capacidad de adaptación y sobrevivencia son las palmeras, árboles que suelen ser de un gran tamaño, delgadas y notoriamente más flexibles que la mayoría de los árboles. Son plantas típicas de playas que con mucha frecuencia —cada año— son azotadas por huracanes o tormentas tropicales, cuyos vientos llegan a ser de cientos kilómetros por hora. Vientos que podrían tirar fácilmente cualquier otro tipo de árbol. Pero no a las palmeras. Cuando está en su clímax el peor vendaval, las palmeras simplemente se flexionan, y de ese modo sobreviven.

Razonando en esta lógica, el puro hecho de que el pueblo de Israel pueda hablar de una continuidad que ya se remonta a más de 4 mil años, desde los antiguos clanes hebreos hasta las modernas comunidades judías y el Estado de Israel, es perfectamente evidente de que somos uno de los grupos humanos con mayor flexibilidad y capacidad de adaptación.

¿En dónde radica el secreto de esa flexibilidad?

A muchos les puede sorprender, y hasta parecer paradójico, pero se encuentra en el concepto de HALAJÁ.

Esta palabra significa, literalmente, “la forma de caminar”, y se entiende que es la forma tradicional en la que se comporta el judío. A veces pareciera ser un sistema rígido que no acepta un gran margen de cambios o adaptaciones. Pero, en realidad, es todo lo contrario.

¿Qué tan flexible puede ser la Halajá? Pues… tan flexible como el modo de caminar. Sí, uno generalmente camina de un mismo modo. Y, sobre todo, procura caminar de manera correcta. Es decir, directo hacia el lugar a donde uno se dirige, y evitando los movimientos innecesarios.

Pero la realidad es que, aún en esa precisión que tratamos de darle a nuestro modo de caminar, siempre nos adaptamos. No caminamos igual si el camino está empedrado o liso, si está recto o si es ondulante, si es plano o hay escaleras. Siempre, inequívocamente, hay una gran cantidad de situaciones que pueden hacer que adaptemos nuestro modo de usar los pies sin que eso signifique que cambiamos nuestro modo de caminar. Y, menos aún, el destino al que nos dirigimos.

La Halajá se compone de una serie de preceptos generales deducidos de la Torá. Eso, por sí mismo, ya implica una adaptación.

Tan sencillo como esto: Muchas de las ordenanzas de la Torá están pensadas para una sociedad agrícola y seminómada. Es lógico: se trata de un código que se remonta a una época en la que el antiguo Israel era justamente ese tipo de grupo humano. Por eso hay una gran cantidad de normas que tienen que ver con un santuario desmontable e itinerante. O con lo que hay que hacer con los árboles de los territorios que se conquisten en la guerra. O las previsiones que tenemos que tomar para nuestros campos de cultivo, de tal modo que los pobres puedan hallar su propio sustento.

Todo esto podía haber perdido su razón de ser cuando el pueblo judío tuvo que adaptarse a nuevas condiciones de vida, especialmente en el exilio posterior a la destrucción del Bet Hamikdash (Templo) de Jerusalén en el año 70.

Sin embargo, los sabios judíos señalaron que los preceptos de la Torá son eternos, y que ni siquiera ese cambio de condiciones de vida era razón suficiente para suponer que podríamos desecharlos. En vez de ello, se dedicaron pacientemente a entender la esencia de dichos preceptos, el valor ético y universal que se puede aplicar en cualquier momento o circunstancia.

Yojanan ben Zakai habló de “crear una valla alrededor de la Torá”. Es una idea muy gráfica que refleja lo que era la crisis del momento en que vivió ese notable rabino, contemporáneo de la destrucción del Templo. Y no nada más eso: fue Ben Zakai quien, en términos generales, reorganizó al judaísmo desde su academia en Yavne.

¿De qué se trata “crear una valla alrededor de la Torá”? En primer lugar, de entender que las situaciones habían cambiado y, por lo tanto, muchas cosas iban a ser distintas para el pueblo judío. En segundo lugar, que eso no era razón para olvidarnos de la Torá. Por eso la idea de construir una especie de resguardo (eso es lo que hace una valla). Es decir, una serie de hábitos que garanticen que la esencia de los preceptos de la Torá serán cumplidos.

Por supuesto, en la medida de lo posible dichos hábitos serán una constante. Pero se entiende que son el aspecto periférico de la Halajá, de nuestro modo de caminar o comportarnos. Por eso, en caso de una situación extrema, pueden ser objeto de ajustes. Y mucha atención: lo que se ajusta es la valla, siguiendo con el símil propuesto por Ben Zakai. No la Torá. Esa permanece siendo la misma.

Un ejemplo claro de ello es la comida. La normatividad del Kashrut es una constante que no cambia. Los criterios que definen cuáles animales se pueden comer y cuáles no, son los mismos desde el momento en que se escribió la Torá. Pero cada región del mundo —y el pueblo judío ha estado en todas— tiene sus propios animales. Así que la dieta de los judíos del Yemen resultó muy distinta que la de los judíos ashkenazíes. Y, sin embargo, el Kashrut es el mismo. Es decir: hay algo incólume que se mantiene constante en todos los lugares y en todos los tiempos, pero hay algo flexible que se puede adaptar a nuevas situaciones y realidades.

Otro ejemplo notable es el liderazgo espiritual del pueblo judío. La Torá establece que este debe estar a cargo de los Kohanim, pero su oficio gira alrededor del Templo. Y, ante la destrucción del Templo, desde un principio resultó evidente que había que hacer una adaptación al respecto. Por supuesto, la adaptación no tuvo que inventarse de la nada. Para ese momento, la tradición farisea ya había sentado las bases del liderazgo rabínico. Es decir, del liderazgo de los sabios, un tipo de autoridad basada en el mérito propio derivado del estudio, y no en la pertenencia a una dinastía familiar.

Todo el rito sinagogal, junto con muchos otros aspectos de la vida judías, se redefinieron de tal modo que se siguió preservando la primacía propia del sacerdocio judío (y también de los levitas). Pero hubo mucho que adaptar a la nueva realidad del exilio, y en términos operativos, los rabinos asumieron funciones que en épocas anteriores tal vez ni siquiera se habrían imaginado.

Muy relacionados con ello están los ajustes que se hicieron en torno a la antigua práctica de sacrificios en el Templo. De acuerdo con lo establecido por la Torá, el único sitio donde tales sacrificios se pueden realizar es el santuario de Jerusalén, el Templo. Por lo tanto, ante la ausencia de este, los sacrificios dejaron de realizarse. Sin embargo, eso no interrumpió la práctica de la religión judía porque, desde mucho antes, estaba claro que el sentido espiritual de los sacrificios no dependía del rito como tal, sino de la vivencia a nivel del corazón del judío. La adaptación fue muy lógica: los horarios de los antiguos sacrificios fueron la base para definir los horarios de los rezos en la sinagoga. De ese modo, no solo se garantizó que todos los judíos pudieran mantener la práctica de su religión, sino incluso que una misma práctica pudiese ser celebrada por todos los judíos en todo el mundo (cosa que no sucedía con los sacrificios, porque estos solo eran ofrecidos en Jerusalén).

A Israel se le llama Am Segula, el pueblo elegido. Pero esa expresión también puede ser entendida como el pueblo del equilibrio. Y sin duda es correcto: el pueblo judío ha logrado encontrar la fórmula de cómo equilibrar lo que debe permanecer y lo que se puede adaptar.

La demostración de que ha sabido adaptarse en aquello que se requiere y que se permite, es que sigue vivo. Incluso, más vivo que nunca.

Y la demostración de que ha sabido conservar aquello que debe mantenerse incólume es que la identidad espiritual del pueblo de Israel sigue intacta.

El judaísmo está listo para enfrentar los nuevos retos que surgen conforme la modernidad parece agobiarnos. Desde las decisiones novedosas que se tienen que tomar en el marco de una pandemia que nos obliga a cerrar los templos, hasta la nueva realidad que se va a construir en el Medio Oriente ahora que la ruta de pacificación entre Israel y el mundo árabe parece haber dado pasos irreversibles.

No importa nada de eso. Me atrevo a afirmar que dentro de 100 años, o 200, o mil, el pueblo judío seguirá siendo el pueblo judío, y el judaísmo seguirá siendo el judaísmo.

Es parte de nuestra naturaleza y, sobre todo, de nuestra vocación: sobrevivir y seguir siendo los mismos.

 


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