Enlace Judío – ¿Qué tan devastadora puede ser la pérdida de un santuario para una religión que sólo tiene un santuario? ¿Qué tan mortal puede ser para un pequeño pueblo ver la destrucción de su pequeño territorio? ¿Qué tan absurdo puede resultar que todo eso le suceda 2 veces al mismo pueblo?

A lo largo de la historia, los pueblos nacen, se desarrollan, colapsan y desaparecen. A veces porque evolucionan al mezclarse con otros grupos y se convierten en algo distinto. A veces, simplemente no logran sobrevivir y desaparecen. Incluso hay quienes se han ido sin dejar rastro.

Siguiendo cierta lógica, el antiguo pueblo israelita tenía que haber sufrido ese destino hacia inicios del siglo VI AEC. A fin de cuentas, era una pequeña nación que se había consolidado como monarquía gracias a que, durante unos 3 siglos, los grandes imperios del Medio Oriente antiguo pasaron por una suerte de pausa en sus posibilidades expansionistas. Los egipcios colapsaron como poder imperial a inicios del siglo XII AEC. Los hititas simplemente desaparecieron un poco después. Los mitanios se contrajeron para quedar reducidos a un pequeño reino. A los asirios les faltaban 3 siglos más para entrar en su fase de mayor poderío. Y a los babilonios, todavía más tiempo.

En ese lapso florecieron varios reinos pequeños ubicados en el punto intermedio de todos esos grandes imperios. Moabitas, edomitas, amonitas, y filisteos, por un lado. Y la vieja Canaán se consolidó bajo tres sistemas monárquicos: al norte, Fenicia; en el centro, Samaria; al sur, Judá.

De todas estas naciones, los fenicios pudieron librar los peores problemas. Su flota mercante era tan necesaria para el comercio internacional, que cuando los grandes imperios estuvieron listos para conquistarlos, se tomaron el cuidado de no destruirlos.

Pero con los demás fue distinto. Dependiendo de qué tan buenas o malas fueran las relaciones, el nivel de crueldad con el que fueron tratados. Por ejemplo, Samaria se levantó —junto con Damasco y Egipto— contra los asirios. Todos fueron destrozados sin misericordia. Pero Judá leyó bien la situación y se abstuvo de entrar en conflicto con los reyes de Nínive, así que quedaron reducidos a vasallaje, pero sobrevivieron. Un siglo y medio más tarde no hubo esa misma prudencia. Judá se levantó contra Babilonia y el ataque de las tropas de Nabucodonosor fue letal.

Así que, con ello, el antiguo Israel cumplió su ciclo.

En teoría, por supuesto. Porque en la práctica, los sobrevivientes de la catástrofe se reorganizaron y refundaron el reino, al amparo del Imperio aqueménida (medo-persa). A partir del año 539 AEC, la lenta pero segura reconstrucción de Judea comenzó, y el antiguo Israel no desapareció. Sólo pasó a llamarse pueblo judío e inició una nueva etapa de su historia.

Dato curioso: entre la fundación de la monarquía (hacia el año 950 AEC) y la destrucción de Jerusalén y su primer Templo (587 AEC), transcurrieron unos 400 años. Y luego, desde la restauración de Jerusalén tras el exilio en Babilonia (a partir del 480 AEC) hasta la destrucción del Segundo Templo (70 EC), transcurrieron unos 550 años.

Como si cada siclo durara alrededor de medio milenio.

Dicho de otro modo: después de reconstruirse como nación, el pueblo judío volvió a ese punto donde lo lógico es que hubiese desaparecido.

Pero no. En contra de toda lógica, y aun enfrentando lo que habría de ser un larguísimo exilio (casi 2 milenios, el doble que sus 2 ciclos anteriores), aquí seguimos.

¿En dónde radica el secreto de la resiliencia judía?

Básicamente, en 2 hábitos. El primero es la genialidad de haber inventado la posibilidad de tener un territorio abstracto. Específicamente, la escritura. El pueblo judío perdió 2 veces su tierra, pero nunca perdió la Torá. Cuando se dejó sentir el impacto de quedarse sin una patria física, encontró refugio en una patria espiritual contenida en un rollo de pergamino que podía llevar a cualquier lado durante su largo peregrinar.

Y el segundo, en la impresionante capacidad de darle un sentido moral a la catástrofe. Es decir, la vocación por tratar de entender que las cosas pasan por una razón, no por una mera arbitrariedad histórica. Y si pasan por una razón, entonces también se puede corregir la conducta de tal modo que dejen de pasar cosas malas y comiencen a pasar cosas buenas.

De ese modo y otra vez contra todo pronóstico, las comunidades judías deambularon por el mundo entre los años 70 y 1948, cargando y estudiando su libro sagrado y tratando de descifrar la esencia de la ley de causa-efecto que rige el destino de las naciones.

Al final, apenas después de haber sufrido lo indecible, de ser víctimas del intento de genocidio más brutal jamás planeado por el ser humano, el mundo se sorprendió al ver cómo ese pueblo siempre frágil, siempre viajero, siempre despreciado, volvió a construir su nación. Y no nada más eso: derrotó a sus enemigos. Especialmente al peor de todos: el desierto. Lo que eran dunas de arena se convirtió en vergeles; lo que era piedra inhóspita se llenó de gente, de ciudades, de universidades, de industrias, de risas.

Y de libros, porque el hecho de recuperar la tierra física no afectó la relación del pueblo judío con la escritura.

De hecho, en la conciencia más profunda de cada judío sigue vigente el hecho de que hay una triada indestructible integrada por Am Israel (el pueblo de Israel), Torá (el libro) y Eretz Israel (la tierra de Israel). Uno no está completo sin los otros dos.

Es un bellísimo equilibrio entre 2 extremos. En un lado está lo concreto —la tierra— y en el otro lo abstracto —el contenido del libro—. Y en medio, el ser humano —el pueblo—, enseñándonos así que la realidad es una compleja dinámica en la que tenemos que aprender a ser el puente entre los extremos que parecen irreconciliables.

Am Segulá, se nos llama en hebreo. Pueblo elegido, es la traducción que suele hacerse. Pero también puede entenderse de otra manera.

El hebreo se escribe sin vocales desde la antigüedad. Pero en la Edad Media se desarrolló un sistema de puntos para indicar las vocales y uno de ellos se llama Segol. Su raíz etimológica es la misma que en Segulá. La Segol son tres puntos dispuestos a manera de triángulo equilátero, y representa el equilibrio. Entonces, Am Segulá también puede entenderse como pueblo del equilibrio.

A veces ha sido el difícil equilibrio para sobrevivir pese a las peores adversidades. Pero también ha sido el equilibrio entre la fe y la razón, entre el pragmatismo y la esperanza, entre la desesperación y la esperanza.

¿El resultado? Un pueblo que se asemeja a ese árbol del que habla el Salmo 1, uno que está plantado junto a un río, que da su fruto en su tiempo y que su hoja no cae.

Tal y como muchos pensadores han señalado, el pueblo judío desafía la lógica de la historia. El momento en que teníamos que haber desaparecido quedó grabado en imágenes hechas por los antiguos babilonios.

Los babilonios se fueron; los asirios ya se habían ido para entonces; después se fueron los aqueménidas, los macedonios, los ptolomeos, los seléucidas, los romanos, los bizantinos, los califatos, los cruzados, los otomanos, los nazis y está claro que pronto seguirán esa ruta de derrota y olvido los ayatolas y los terroristas.

Mientras, el pueblo judío ahí sigue, aferrado a su proverbial resiliencia.

Leyendo su libro. Sus libros. Haciendo ciencia. Haciendo arte. Sembrando el desierto. Sacando agua del aire. Riendo.

D-os puso delante de nosotros 2 caminos, el de la vida y el de la muerte. Y nos pidió que escogiéramos el de la vida.

No fue sencillo. Hay tantas cosas que nos pueden confundir, que esa elección no siempre es fácil.

Pero lo hicimos.

Escogimos la vida y aquí estamos.

 


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