Enlace Judío – El judaísmo ha sido, desde hace 2500 años, una identidad diaspórica. Sin perder de vista que la tierra sagrada es Eretz Israel, que nuestro vínculo con ella y con Yerushalayim es indestructible, y que nuestro destino está íntimamente ligado a nuestro hogar ancestral, los judíos tenemos dos milenios y medio acoplados a un modo de vida que, en su momento, fue algo inédito y desconcertante para propios y extraños.

“Y dijo Hamán al rey Ajashverosh: Hay un pueblo esparcido y distribuido entre los pueblos en todas las provincias de tu reino, y sus leyes son diferentes de las de todo pueblo, y no guardan las leyes del rey, y al rey nada le beneficia el dejarlos vivir” (Ester 1:8).

Hay un detalle del que nunca se habla cuando se repasan las monstruosas y xenofóbicas palabras de Hamán: la condición diaspórica (porque justo eso es “un pueblo esparcido y distribuido entre todas las provincias de tu reino con leyes diferentes”) era un fenómeno completamente desconocido en la época del Imperio aqueménida (medo-persa).

Y es que la diáspora judía fue resultado de algo que podríamos definir como bastante accidental: los persas tuvieron el gesto de permitir que todos los grupos exiliados por los babilonios, regresaran a sus lugares de origen. No sabemos hasta qué punto funcionó esta medida, pero tampoco había mucho que especular, porque sólo podían pasar 2 cosas: que algunos regresaran a su tierra de origen, y que otros se quedaran en sus nuevos lugares de residencia y se asimilaran por completo a su nueva realidad.

Hasta que llegaron los judíos.

El texto bíblico no nos da detalles precisos, pero lo cierto es que el porcentaje de judíos que regresó del exilio no parece haber sido mayoritario. Muchos se quedaron en las cercanías de Babilonia, y además estaban las comunidades de origen israelita que habían sido expulsadas por los asirios casi 200 años antes. Hay indicios claros de que muchas todavía mantenían su identidad ancestral.

Así que muchos regresaron, pero muchos (tal vez más) se quedaron en el exilio, con la simpática ocurrencia de que no se asimilaron. Se mantuvieron aferrados a su identidad ancestral, y evidentemente a patrones de conducta social (“sus leyes”) y creencias muy particulares, marcadamente diferentes a las de los demás pueblos.

Eso tomó por sorpresa a judíos y a no judíos. Es de suponerse que nadie se lo esperaba.

La religión, en la antigüedad, era algo muy diferente a lo que representa en la actualidad. Era, antes que nada, parte de la identidad nacional. Es decir, la religión estaba determinada no nada más por el grupo al que podía pertenecer un individuo, sino también al territorio mismo. Si estabas en Creta, había que practicar la religión cretense; si estabas en Persia, pues la religión persa; y así sucesivamente.

Eso no era problema para el ser humano antiguo. A fin de cuentas, una de las ventajas del paradigma politeísta era que podías adorar a tus dioses, pero también a los de los demás. Y nadie se molestaba.

¿Qué razón habría para que adoraras a los dioses de otra nación? Pues que, por cualquier razón, estuvieras viviendo en esa otra nación.

Pero eso fue justo lo que los judíos no hicieron. Se rehusaron a dar ese paso de asimilación, y con ello crearon una anomalía política, social y económica que requirió de medidas especiales.

La frase de Hamán, en realidad, refleja el desconcierto y la postura que mucha gente debió tomar dentro del Imperio aqueménida.

Los reyes persas tuvieron que nombrar un exilarca, una figura especial, y sabemos que el primero fue Zerubabel. Según los registros de la época, gozaba de una posición similar a la de los sátrapas. Es decir, su única autoridad por encima el mismísimo emperador.

Pero los sátrapas tenían una jurisdicción territorial. En cambio, el exilarca judío tuvo una jurisdicción demográfica. Es decir, no gobernaba ni se responsabilizaba por un territorio, sino por un pueblo disperso en muchos territorios.

La sede del exilarcado judío fue, por supuesto, Babilonia. ¿Por qué? Evidentemente, porque allí estaba la comunidad más grande y más próspera. Las tabletas de arcilla recuperadas en excavaciones arqueológicas demuestran que ya para la primera mitad del siglo V AEC, muchos judíos estaban bien asentados en Babilonia, con buenos negocios y sin deseos evidentes de moverse hacia Judea.

Dado que practicaban su propia religión con la anuencia del emperador, es casi seguro que eso causó un problema para las autoridades locales, sobre todo en materia fiscal. Y es que repito: el asunto de la religión no se veía como algo autónomo, sino como parte integral de todo lo que implicaba la vida de una nación. Por lo tanto, ¿qué hacer con este grupo que no se asimila a esta nación, pero que se va a quedar a vivir aquí?

Para evitarse complicaciones, los persas les designaron un exilarca que, además de ser el vocero intermediario entre el imperio y todos los judíos, era el que se encargaría de cobrar los impuestos.

El texto bíblico no entra en detalles sobre el tema, pero sí nos deja ver la poderosa influencia de esta comunidad judeo-babilónica. A fin de cuentas, los dos líderes que se encargaron de concluir el proceso de restauración de Jerusalén y el Templo, fueron destacados personajes babilónicos: Ezra y Nehemías. Y no llegaron a Judea a dialogar con los judíos locales o a preguntarles su opinión sobre las decisiones a tomar. Llegaron en el plan de que ellos daban las órdenes y listo; nada que discutir.

Al judaísmo no le tomó mucho tiempo acostumbrarse a esta nueva relación: tener un país, tener una capital, tener un santuario, pero —por extraño que parezca— tener también a la comunidad más fuerte y próspera en otro lado.

Eso nunca había sucedido. Hasta antes de la destrucción del Primer Templo en 587 AEC, los israelitas habían vivido en Israel. La condición de los exiliados por los asirios era una absoluta anomalía, y era obvio que la sobrevivencia o conducción de Eretz Israel no dependían de los exiliados. Porque eran eso: exiliados.

Pero esta nueva condición era distinta. Ya no eran exactamente un exilio, sino una diáspora. Y ya no eran tampoco los desprotegidos o vulnerables, sino los ricos y prósperos.

Cosa curiosa: este fenómeno providencial fue el que sentó las bases para que el judaísmo, más adelante, sobreviviera.

Cuando los romanos destruyeron el Segundo Templo y, un poco más adelante, aplastaron la rebelión de Bar Kojba, las medidas de represalia tomadas por Adriano contra Jerusalén afectaron a un porcentaje mínimo de judíos, y es que la mayoría ya se encontraba repartida en una diáspora todavía mayor. En tiempos de Ezra, la dispersión apenas abarcaba el territorio del Imperio persa; en tiempos de Bar Kojba, abarcaba lo que antes había sido el Imperio persa y ahora era el Imperio parto, se extendía hacia la India, y por occidente se extendía por todo el Imperio romano.

Hacía mucho que el judaísmo se había convertido en la primera religión internacional.

Mira lo que son las cosas: justo la razón por la que hubo quienes nos quisieron exterminar (tal y como lo refleja el párrafo del libro de Ester), fue la razón por la que sobrevivimos.

Milagro o resiliencia.

O las dos cosas.


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