Enlace Judío – Lejos del Edén, el poeta continúa su dolido viaje. Este no ha concluido: Berliner se detiene frente a las iglesias: personajes: citados por el hiperbólico y entusiasmado Balbuena, por el acucioso Gemelli Carreri. Son tal vez las mismas, las que han sobrevivido al tiempo y al desgaste natural o mal intencionado. Sobrevivientes de antiguas eran, cobijan y alimentan a los sufrientes.

Las iglesias “silentes” reciben a los ya mencionados “ancianos de mil arrugas” frente a la mirada de Berliner, poeta y vendedor de imágenes, poeta y judío, poeta y mexicano, poeta de mirada mestiza que observa, a veces, sin comprender. O, tal vez agregaríamos, comprende demasiado… Su calidad de “hombre de fuera” y “hombre de dentro”, por decirlo de algún modo, lo acerca, imaginamos, al mundo de las esencias rescatadas de la oscuridad: iglesias, nos dice, “sus puertas abiertas\donde los menesterosos se arrodillan suplicantes…” Suplican con la mirada, que son manos; en sus ojos un hondo fervor hacia Jesús, fe ancestral, fe que no muere ni desmaya. Todo es como ayer: las mismas sotanas, los mismos sacerdotes, las monjas, los coros.

El escenario es el mismo, también los personajes de un  drama recurrente. El poeta se remonta a otras‚ pocas, cruentas y vívidas por los de su grey, los judaizantes. Él, un judío, es uno de ellos… La Inquisición está en pie, el poeta no puede evitarlo. No logra vencer el temor, el miedo, el terror en su calidad de re-encarnado a través de la imagen y de la  palabra recreadora. El poeta delira: observa la escena. La delinea, nos la entrega: los inquisidores suplican a Jesús celestial que: “ilumine con su luz los abismos”.

Los inquisidores —control de mentes y cuerpos ,tanto de hispanos, como de novohispanos— aglutinan a pobres, menesterosos, religiosos, prostitutas, boleros, viciosos, vagabundos… Suplican a la virgen celestial por la pureza de su alma, de sus almas dolidas, agregaríamos, decantadas de por sí por el dolor. El poeta continúa preso del terror, en esa confusión temporal entre el ayer y el ahora-diciendo: “Una víctima es conducida por las calles, las multitudes lo acompañan, también sus maldiciones, sonrisas y chanzas. Sus cuellos se rompen, quebrados por el garrote, también sus huesos y costillares. Caen las víctimas, calcinadas. El nombre de Dios en sus labios.

Berliner observa la majestuosidad de los templos —sus ojos no descansan ni un momento en su obsesivo y lastimoso viaje—. En Europa su vista los escudriña mil veces, también a los creyentes… La escena no es nueva, es diferente…Siempre el mismo, el que va ardiendo, escena a escena, los capítulos de su vida que se inician más allá del mar, donde los suyos son perseguidos. Época de entre guerra. Aún el mundo no vive los terrores de la segunda conflagración mundial. Sin embargo, imaginamos, el ambiente es denso, tanto como el  humo que se evapora de los cuerpos sacrificados centurias atrás, humo que habría de repetirse, por desgracia, y para vergüenza del  género humano, en suelo  europeo.

Berliner  mira  de frente, esa es su manera, y como un hijo más la Ciudad de México —que acogió a los trashumantes de su nación, convertidos en buhoneros, comerciantes en pequeño, industriales, fabricantes de lo que fuera—¨también en vagabundos, limpiabotas o prostitutas? —a la Madre del Perpetuo Socorro, responsable de socorrer, como indica su nombre, a los desvalidos. Acaso, Cristo —diría alguno— ¨no era un rabino más en Israel, sabedor del Antiguo Testamento y de la Segunda Ley, la oral, la del Talmud de leyes y leyendas? ¨Y María, su madre, una madre más en Israel?”

Berliner le habla a la Virgen como a un viejo amigo, a quien recrimina —algo inusitado en él— con duras palabras, que nos cimbran, en su calidad de crítica y plegaria: Perpetuo Socorro\­¡Oh, Señora del Socorro Perpetuo­\ que, silente, pendes sobre el muro\ ¿No te avergüenza , acaso,\el brillo de tus ojos\el fulgor de tu rostro\que por nada se mueven?\Los \tomas por ilusos a quienes te alaban\víctimas\del fervor  cristiano!\.

¿Por qué entonces tal hambruna en las casas?\¨Acaso pecaron los niños\en huesos? Los padres, pedigüeños,\las madres\sus ojos, de lobas echadas\ su piel adherida a la inmundicia\¿No hay nada para  aquellos, que suplicantes y de rodillas\van muriendo de hambre\en busca de la luz?\¿No aceptas, acaso, el grito de los impedidos?\ ¡Oh, Señora del Perpetuo Socorro! ¡Qué bien te ves­\­por suerte­\Tu rostro sacrosanto\fulgura satisfecho, feliz!\.

Berliner, impulsado por la injusticia, el dolor  ajeno, al fin el propio, a la manera de un intercesor terrenal, hace detonar palabras que rompen y rasgan los cielos. Para ser escuchado… Expatriado del paraíso, así como de su tierra natal, ha perdido la inocencia primigenia de un edén de utilería. Ante sus ojos los contrastes, el claroscuro de la  infamia ante la cual esgrime, en postura quijotesca, su única espada, la palabra. Esa es su única  y valedera carta…

Aunque se le crucifique, como a un Cristo, por su herejía, nada lo silencia. Aunque se le acuse de anarquista, de falso profeta, de socialista o comunista… Sus palabras se atreven, son congruentes con las pláticas sostenidas con su sempiterno amigo y compadre de francachelas literarias y vivenciales, Diego, el “niño Diego”, “El sapo rana”—siempre frente al objetivo de la cámara, de la publicidad, del mito— que nace  en un  México sui géneris, refugio y cobijo de miles de exiliados: Trotsky, Berliner ,el padre de Frida Kahlo… muchos más.

Hablemos de Trotsky: muere en México —asesinado por sus ideas—. Hablemos de Berliner: muere víctima de la edad, en una tierra donde el sol “plato luminoso”  baña con su luz la ciudad, Ciudad de los Palacios, cuna y asiento doloroso de contrastes.

Contrastes: permean incluso la naturaleza del sol, lo moldean y otorgan una nueva naturaleza: a veces luminoso; a veces fatigado, al que no le resta más que tambalearse cual beodo. Sol somnoliento, en busca de apoyo y báculo, nos dice Berliner. Su cansancio es extremo, imaginamos, como el del poeta que, infatigable, sin embargo, deambula curioso, para comprender y compenetrarse con México-madre, madrastra de quienes, cual hechizados, la caminan, penetrando en sus más ocultos secretos.

México de contrastes de sombras de mañanitas frías, y de “Mañanitas del Rey David”, “sonido de cítaras\de guitarrones\canto varonil…que penetra un balcón y el oído atento de un” rostro de bronce”. Mañanitas, llamado vital, idílico, renovación del cansado cuerpo.

Hace tiempo, en época de la Colonia, una monja criolla —cuya voz cimbró  la corte virreinal, atemorizando con su acento profano tantos oídos religiosos— soñó su “Primero Sueño”, sueño místico, nacido de profundas ansias de conocer a Dios, a su obra, a través de la unión divina. Y, sin embargo, despierta, antes de finiquitar el proceso unitivo, cognoscitivo y amatorio… El hambre, el deseo de mover manos, pies la echan a andar. Triste y compungida, llora su naturaleza imperfecta, que impide su fusión con el Amor de sus Amores.

Sor Juana: nuestra fantasía, por asociación de ideas o por certera admiración, nos conduce a su genial persona. La imaginamos recorriendo —a través de su mente, del sueño de monja de clausura, de velo y coro, la única manera decorosa— la Ciudad de México, ciudad palaciega y virreinal, de corte y cortesanos a la española, inspiradora de cantos, preñados de desaire, fruto de la antítesis, del claroscuro del alma y de la vida: de contrastes.

Imagino a Berliner llevado de la mano de Sor Juana, de Humboldt, de Fanny Calderón de la Barca, de Balbuena, de Gemelli Carreri… de Rivera o bien solo, vagando por la otrora ciudad prehispánica, virreinal, independiente —y moderna— centro, corazón de una ciudad escindida, dividida. Tal vez, como las Dos Fridas: la hispánica y la india; la menesterosa y la pudiente; la señora y  la sierva: las dos caras de una  misma moneda palaciega  y simultáneamente, callejera: Ciudad, al fin, de los Palacios.

 


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