Los judíos siempre han sido algo ingenuos cuando se trata de ser reconocidos de igual a igual. Agradecidos siempre de haber sido acogidos en casi cualquier destino de su errante devenir histórico. Pocas veces se han detenido a pensar y concluir que las distintas naciones y países del mundo se han constituido como consecuencia de numerosos y hasta indefinidos procesos migratorios también. No somos el único pueblo errante, quizás sí el más errante.

Habiendo sido víctimas de persecuciones sanguinarias, expulsiones masivas y discriminaciones crueles, cuando alguna sociedad los ha acogido y tolerado, se consideran anfitriones de primera. El deber ser, lo que aplica por ética y justicia, pasa a ser considerado un excelso atributo digno de elogio. En cierta forma es bueno, pues no hay virtud que se compare con el agradecimiento y reconocimiento por el bien recibido. A veces, se exagera en la consideración.

En este siglo XXI, los judíos viven uno de los periodos más insignes de su larga historia. En primer lugar, tienen patria territorial, himno y bandera. Un hogar nacional que les ha quitado la triste condición de despatriados y los recibe siempre que quieran, siendo además un país próspero y vibrante. El tema del antisemitismo y la discriminación ha dejado de ser una postura políticamente correcta, y quienes la asumen deben vestirla de otros paños. La de ser antisionista es la más usada y mejor vista para el caso.

Los judíos se sienten bastante cómodos en muchas partes del mundo. Son aceptados y reconocidos. En el caso de España, hasta una reivindicación tardía y con fecha de vencimiento, les ha otorgado un estatus que habían perdido en 1492. En Alemania, se tiende a respetar mucho a los judíos y a condenar el terrible y reciente acontecimiento nazi de su historia alguna vez gloriosa. Pero siempre pasa algo, de mayor o menor gravedad, que atenta contra esa comodidad aparente.

Episodios puntuales que a veces reflejan un sentir no tan puntual, despiertan la memoria y llaman a la reflexión, a la alarma. Hace un par de semanas, Amparo Rubiales, la entonces presidente del Partido Socialista Obrero Español en Sevilla, descargó un comentario antijudío sobre un político rival. Nada menos que llamándolo judío nazi. Las reacciones no se hicieron esperar, pero el comentario y las declaraciones posteriores han hecho recordar un oscuro pasado y dejan a la vista una realidad no muy halagadora.

Roger Waters, el guitarrista de Pink Floyd, hace un tour por Europa y embiste contra el Estado de Israel haciendo uso de una especie de acto en el cual banaliza el Holocausto y atenta contra la memoria de Ana Frank. La actuación del artista en el evento para multitudes llamado “Mercedes Benz”, no trae sino pésimos recuerdos y terribles asociaciones de ideas a los judíos, víctimas reales de la barbarie nazi y de la pasividad de quienes vivieron la terrible época.

Entonces, cuando lo judíos se sienten en una especie de igualdad de condiciones y consideraciones, de derechos que no son favores pero que son agradecidos y bienvenidos, algún evento o circunstancia recuerda o descubre un sentimiento que estaba oculto, o que no hemos querido ver para evitar una decepción inmerecida. Pero allí ha estado siempre y al parecer, estará por un buen tiempo más. El hecho que la animadversión hacia los judíos carezca de lógica, de explicación racional, no la hace inexistente.

A veces es alguien como Amparo Rubiales, otras una barbaridad como la de Waters, o un encuentro de Trump con un cantante antisemita. El comentario de costumbre nos regresa a la situación de costumbre.

Como de costumbre.

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