Enlace Judío – Según la tradición judía, las peores desgracias de nuestra historia han ocurrido en el día 9 del mes de Av (Tishá b’Av). Voy a centrarme en las dos más impactantes para la conciencia histórica judía: las destrucciones del Templo de Salomón (587 AEC) y del Segundo Templo (70 EC). Y lo hago porque fueron dos eventos que provocaron los dos momentos de mayor creatividad del pueblo judío respecto a su milenario hábito de escribir y escribir.

Si algo tiene claro el pueblo judío es que después de la más oscura noche, siempre viene una luminosa mañana. Que de nuestras peores pruebas ha surgido nuestra mayor fortaleza. Que de nuestras más catastróficas derrotas se han generado nuestras más importantes victorias.

¿Ejemplo? Apenas tres años después de terminado el Holocausto, nuestra peor experiencia en los últimos siglos, se fundó el moderno Estado de Israel. Nuestra mayor victoria desde hace casi dos milenios.

Por eso, la tradición judía ha consolidado la creencia —cargada de simbolismos muy complejos y profundos— de que la redención de Israel comenzará con Tisha b’Av. Hay tradiciones que señalan que en esa fecha nacerá el mesías, o que en esa fecha se manifestará. La idea esencial es la misma: el momento en que recordamos nuestras peores desgracias, es al mismo tiempo en el que nace nuestra mayor esperanza.

Hay una dimensión práctica en la que todo esto ya se cumplió: la destrucción de cada Templo lanzó al pueblo judío a una profunda búsqueda de sentido, y el resultado —en ambos casos— fue la producción de una colección de textos que nos cambió la vida. Textos que, en muchos sentidos, nos redimieron.

Me refiero a la Biblia y al Talmud. Nada más, nada menos.

El antiguo Israel produjo e integró una colección de escrituras que, por supuesto, incluían a la Torá, así como una primitiva colección de textos proféticos y sapienciales. Lo sabemos por ciertas referencias que nos proporciona el actual texto bíblico. Por ejemplo, sabemos que había libros de los profetas Natán e Iddó, o que existía un libro de evidente carácter épico llamado Libro de las Guerras de Adon-i.

Se trata de libros que no llegaron a nuestras manos porque seguramente fueron destruidos en el marco de la destrucción del reino de Judá, durante la invasión babilónica.

Otros tuvieron mejor suerte: por ejemplo, el libro original de Isaías debió escribirse a mediados del siglo VIII AEC, casi doscientos años antes de la catástrofe. Sobrevivió, pero tuvo una suerte curiosa: otros dos libritos y, por lo menos, un par de fragmentos —todos ellos de autores anónimos— fueron fusionados con el texto de Isaías, para dar como resultado el actual volumen que conocemos en la Biblia, y que consta de 66 capítulos.

En realidad, el libro original de Isaías abarca del capítulo 1 al 39, salvo por el capítulo 11 —un fragmento escrito en tiempos de Zerubabel, seguramente—, y los capítulos 24-27 conocidos como el “pequeño apocalipsis”, otra interpolación más difícil de datar. Luego, tenemos el llamado Deutero-Isaías (Segundo Isaías) en los capítulos 40 al 55, y el Trito-Isaías (Tercer Isaías) en los capítulos 56-66. Ambos textos fueron escritos en la segunda mitad del siglo VI AEC. El Deutero, probablemente en los momentos finales del exilio en Babilonia, un poco antes de la conquista persa; el Trito, algunas décadas después.

La Torá tuvo su propia historia. Es un hecho que, originalmente, no estaba organizada del modo que hoy conocemos por una sencilla razón: al ser un documento oficial en el que estaba registrado el código legal que regía la vida del pueblo de Israel, debió estar escrito en tabletas de arcilla. Esa era la práctica normal en la época y, tan es así, que por eso la propia Torá menciona que Moshé bajó de Sinaí con la ley escrita en tablas de piedra.

Así que no se trataba de un contenido integrado en un solo volumen, salvo por una copia que tenía el rey. Lo demás eran textos escritos en piedra, debidamente archivados en lo que debió ser una biblioteca real. Es de suponerse que muy del estilo de la de Assurbanipal, aunque de menor tamaño.

Cuando un pueblo era conquistado por otro, lo más lógico es que sus archivos fuesen también destruidos. Eso debió pasar con los archivos del reino de Judá, y por ello la tradición judía recuerda a Ezra el Escriba como el que nos devolvió la Torá.

Lo que debió pasar no es un misterio: al regreso del exilio, los escribas judíos se dedicaron a recuperar y restaurar las escrituras dañadas por los babilonios. El detalle interesante fue que ya no las codificaron en tablas de piedra (todavía se usaban; lo demuestra el Cilindro de Ciro, documento escrito en arcilla y con forma de mazorca, en el que se encuentra el decreto que permite que todos los pueblos que se encontraban en el exilio regresaran a sus hogares); ahora las escrituras fueron puestas en rollos de pergamino, tal y como se usa la Torá hasta el día de hoy.

Pero el trabajo de esa generación de escribas —dirigida por Ezra— no se limitó a nada más restaurar libros. Hicieron algo más cuyas repercusiones se siguen resintiendo hasta el día de hoy. Una genialidad, en pocas palabras.

Estos escribas que, al mismo tiempo, fueron líderes espirituales y teólogos, se dieron a la tarea de interpretar la razón de ser la desgracia del pueblo judío. ¿Por qué el pueblo que adoraba al D-os Único había sido entregado en manos de sus enemigos? Estos escribas entendieron que no se trataba nada más de elaborar una explicación y dárselas a los judíos que estaban restaurando Judea, o a los que se habían quedado viviendo en Babilonia. Se dieron cuenta de que había que hacer algo más.

Por eso, fueron ellos los que tuvieron la ocurrencia de integrar una gran colección de libros sagrados que no sólo incluyera a la Torá, sino también a otro tipo de textos.

Hasta antes de la invasión babilónica, en el seno del antiguo Israel se dio el choque de dos ideologías opuestas, a ratos absolutamente antagónicas: el sacerdotalismo y el profetismo. El sacerdotalismo era aristocrático e institucional; el profetismo, popular y subversivo. Allí donde los sacerdotes apelaban a la autoridad de la tradición, los profetas apelaban a la autoridad de la revelación.

Los escribas que recopilaron sus textos integraron, en general, la ideología sacerdotal en la sección correspondiente a la Torá, y la ideología profética en la sección correspondiente a los Neviim.

Es curioso: no hicieron ningún intento por conciliarlas. Es decir, no produjeron nuevos libros en los que rescataran lo que ellos consideraran “lo mejor” de cada ideología, para tratar de darnos un texto coherente y que funcionara como recetario en el que pudiésemos encontrar, de manera directa y llana, todas las respuestas. O, más bien, todos los dogmas.

Por el contrario: nos dejaron una colección que integraba los textos sacerdotales con todo su ritualismo aristocrático, al lado de los textos proféticos con toda su rebeldía incendiaria y sus feroces críticas.

¿Para qué? Para que los que vendríamos después entendiésemos que la verdad no la tiene un grupo o una persona. En última instancia, sólo la tiene D-os. Pero aquí en nuestra dimensión humana, la tenemos que encontrar y descubrir entre todos, aristócratas y populacho, sacerdotes y profetas, hombres institucionales y rebeldes apasionados.

Gracias a esa ocurrencia, todos los judíos de las siguientes generaciones no hemos tenido más alternativa que sentarnos a estudiar y discutir el contenido de esos libros, porque si algo no encontramos allí es un recetario. La Biblia es un texto orgánico que entiende del modo más profundo posible la siempre cambiante naturaleza humana, y está diseñada para provocar el debate.

Y ojo con esto: no el debate sobre el texto nada más, sobre lo que está escrito como si eso lo fuera todo; el verdadero debate es sobre nuestra realidad, y el modo en el que el texto bíblico la puede iluminar.

Después vinieron casi seis siglos de eso: debates. Así fue como florecieron diversos tipos de judaísmo, con diversos puntos de vista sobre lo que era la Biblia, su significado y su modo de aplicarla a nuestra vida cotidiana. Eventualmente, vino también la nueva tragedia: el Templo —que había sido reconstruido desde tiempos de Zerubabel, y luego remodelado por Herodes el Grande— fue destruido por los romanos en el año 70, y ese fue el punto de partida para un nuevo exilio.

El pueblo judío, fiel a su convicción de mantenerse aferrados a la vida, regresaron a ese territorio que conocían muy bien: el de la reflexión sobre el texto escrito. Se ha dicho —con total acierto— que, ante la pérdida de nuestra patria física, los judíos hicimos de la Torá (y de los libros) nuestra patria espiritual, una que no había modo de que nos quitaran.

La generación inmediata a la derrota de Simeón bar Kojbá (135) —el verdadero final de las esperanzas judías por emanciparse de Roma— entendió que la dispersión podía provocar la fractura del judaísmo, por lo que, al igual que los escribas bajo el mando de Ezra habían hecho casi 700 años atrás, se liaron a la tarea de marcar las pautas necesarias para que el judaísmo conservara su unidad, pasara lo que pasara.

Y la solución que encontraron fue tan creativa como genial. Algo que no cualquier habría ideado.

La solución es el Talmud, un texto que debe definirse como caótico, porque —nuevamente— lo que menos pretende es ser un recetario, sino todo lo contrario.

Si la Biblia es un compendio en el que nos obligan a contrastar las ideas sacerdotales y proféticas para que nos pongamos a discutir y estudiar, el Talmud es la compilación de casi 800 años de discusión y estudio diseñados para servirnos de guía sobre cómo debemos discutir y estudiar la Torá.

Pero no es una guía que busque pautas dogmáticas, ideas monolíticas, criterios inamovibles. Si había una generación de judíos conscientes de que se requería de todo lo contrario —flexibilidad— fue esa, la de los talmudistas. Por eso, esa monumental colección de discusiones que es el Talmud no trata de capturar el dogma, sino el alma del estudio y del debate.

Su éxito está fuera de toda duda: pese a todas las expulsiones, persecuciones y migraciones que llevaron al pueblo judío a todos los rincones del mundo, la unidad de su espíritu se conservó gracias a eso que podemos llamar idiosincrasia talmúdica. En ese universo literario aparentemente caótico y variado, sus autores supieron capturar la médula del espíritu judío y de la Torá, y de ese modo el judaísmo se mantuvo unificado y tuvo la oportunidad de restaurarse con el renacimiento de Israel.

Sin duda, allí comenzó la redención de Israel. Y no me refiero a la refundación nacional, sino a los textos que, pese a la brutalidad del exilio, nos mantuvieron unidos. Y esos textos fueron resultado de la genial creatividad desarrollada por el pueblo judío después de sus dos más grandes catástrofes de la antigüedad. Catástrofes ocurridas en Tisha b’Av.

Por eso decimos, por eso sabemos, que nuestra redención empieza en Tisha b’Av.

 


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