“Un hombre habita la casa, juega con las serpientes,
escribe el oscurecer de Alemania.”
Paul Celan.

En Auschwitz yo tenía un don.
Yo sabía besar.
Besaba mi cuerpo,
mis huesos por la madrugada
y sus hijos invisibles.

Besaba las manos de mi madre,
en su camino a las duchas.

Besaba los ojos del que ya no quería vivir,
y lloraba con él su nombre decapitado.

Besaba el pedazo de pan que nacía de mi boca,
besaba la sopa de la noche con estruendo y orgullo.

Besaba la Luger que me apuntaba
como un sol sangriento en el silencio.

Besaba la sangre en la punta de la bota negra
después de la furia sobre la piel inocente,
virgen quizás,
para que Dios la volviera tallar a hierro y madera.

Besaba los golpes que recibía y ellos formaban
un rio donde se sumergía el dolor.

Besaba los cadáveres,
los bañaba con mis besos,
les peinaba las palabras que no dijeron,
las lunas a través del alambrado,
besaba sus lunas, me atragantaba de su luz.

Besaba el mundo que me rozaba y sus noches.
Noches secas, desnudas, cristalizadas.

Besaba las miradas deshabitadas,
cubiertas de las cenizas de las chimeneas,

Besaba los ojos hipnotizados por el color del humo.

Besaba sus sombras que sepultaban
aquel cielo donde no se podía
percibir la vida más allá de él.

Besaba sus bocas,

desesperadamente sus bocas
que rumiaban los aullidos de
sus fantasmas innombrables.

Besaba las palabras de cómo se
preparaban las serpientes para danzar
entre las barracas.

Besaba la muerte del que todavía no había muerto.

La vida no sobraba.

Besaba los sueños de tumbas vacías.

Besaba a los hombres, mujeres y niños,
regresando del olvido.


 

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