Hablar de Historia parece sencillo o, por lo menos, normal. Es una materia que todos, en mayor o menor grado, hemos estudiado en la escuela. Por ello, pocas veces reparamos en que esto es, más bien, una práctica reciente. En la antigüedad, prácticamente nadie estaba interesado en la comprensión de la Historia. Hasta que llegaron los judíos.

Las catástrofes han estado presentes en la experiencia humana desde la más remota antigüedad. Lo mismo las de origen natural (terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas) que las que nos autoinflingimos como humanidad. Por unas o por otras, el caso es que una de las experiencias más humanas posibles ha sido atestiguar cómo se derrumba todo el mundo que nos rodea, y luego no hay más alternativa que comenzar otra vez desde cero.

En materia de política, esa ha sido la constante desde que empezaron a aparecer los líderes con afán de conquistador. Invasiones, destrucciones, saqueos, sometimientos, esclavitud, vasallaje, tributos, son apenas la expresión exterior del complejo problema que han sido las dinámicas de poder a lo largo de toda la Historia, aunque también la fuente de un caudal de sufrimiento interminable para la especie humana.

¿Qué es lo primero que el ser humano hace ante la calamidad absoluta? Por supuesto, se pregunta “¿qué pasa?”, y trata de encontrarle una razón de ser a la desgracia.

El detalle es que, en la antigüedad, simplemente no sabíamos por dónde empezar a contestar esa pregunta. Fue un muy largo proceso de aprendizaje el que nos llevó a la posibilidad de reflexionar sobre las dinámicas políticas, económicas, sociales y hasta culturlaes que, por lo menos desde la Revolución del Neolítico, han marcado el devenir histórico.

La gente antigua encontró en la religiosidad una posibilidad de contestarse todas estas preguntas. Por supuesto, no era una respuesta brillante. Podría resumirse en “así ha sido la voluntad de los dioses”, una idea que en realidad responde, pero no explica nada.

El trasfondo más interesante de este paradigma es que sólo se puede responder de ese modo cuando no estamos plenamente conscientes de lo que es la realidad. Apelar a la voluntad o el designio de los dioses como razón del porqué sucede lo que sucede, implica asumir que hay un nivel de realidad superior y fuera de nuestro alcance, y es ahí donde realmente suceden las cosas.

Es fácil: los seres humanos no podemos ver a los dioses (y, por lo tanto, tampoco podemos entender por qué se enojan o se contentan, por qué son buenos o malos, por qué son amables o crueles); lo más que se nos concede contemplar son los efectos de lo que hacen los dioses. Luego entonces, la realidad está en el mundo de los dioses, no en la materia que nos rodea. Allá, en esa dimensión sutil que no podemos percibir con nuestros sentidos, en donde realmente ocurre la acción. Lo que suceda aquí será sólo consecuencia de lo que alguien más haga allá.

Con el paso del tiempo, la idea se fue sofisticando. Platón la depuró por medio de la elegancia filosófica, y dejó de hablar de dioses para mejor centrarse en “las ideas”. Pero la idea, en esencia, era la misma: la realidad está en lo que este filósofo ático llamó “el Mundo de las Ideas”, y lo que vemos aquí en el mundo material es apenas una pálida sombra.

Los sabios judíos posteriores al exilio en Babilonia fueron los que de un modo más nítido y eficiente se rebelaron contra esta visión del cosmos. Después de la catástrofe del exilio y ante el reto de reconstruir la nación, tuvieron que ir un paso más allá en la búsqueda de respuestas.

Efectivamente, Judea había caído en manos de los babilonios porque D-os así lo había querido, pero ¿por qué? ¿Qué fue lo que llevó al Creador, al Único y Verdadero a entregar a su pueblo en manos de sus enemigos?

Para construir una respuestas satisfactoria, una que no sólo explicara las motivaciones de D-os, sino también el origen de dicha decisión, estos sabios de la generación de Ezra el Escriba recuperaron las contundentes, pero también brillantes, arengas de los profetas pre-exílicos. Ahí donde la religiosidad simplona podía haberte dicho que sólo había que cumplir con los protocolos litúrgicos del Templo para mantener contento a D-os, los profetas israelitas dejaron uno de los primeros grandes ejemplos (si no es que el primero) de crítica social dura, directa, sistemática y sin miramientos.

Su tesis es tan compacta como lúcida: las sociedades que no se construyen sobre los pilares de la justicia están condenadas al colapso. Desde esa idea, anunciaron en su momento la inminente debacle judía ante Babilonia, consecuencia de ser una sociedad que había olvidado hacerle justicia a la viuda, al huérfano y al extranjero (es decir, a los sectores más vulnerables de la sociedad).

Con ello, sentaron las bases para entender que los grandes eventos históricos (por ejemplo, algo tan aparatoso como la invasión babilónica) no son cosas que ocurran en el aislamiento, sino parte de un complejo tejido de causas y efectos sociales, políticos, económicos, culturales y religiosos.

Esta fue una idea definitivamente revolucionaria, porque con esa noción se rompió definitivamente la idea de una realidad fracturada, donde las cosas verdaderas ocurriesen sólo en una dimensión superior e inaccesible para nosotros, y nuestro entorno física apenas fuese el pálido reflejo de ese mundo de los dioses, o de las ideas.

Para las profetas israelitas pre-exílicos, las cosas ocurrían aquí. Eran nuestras propias acciones las que acarreaban consecuencias lógicas, y por ello el éxito o fracaso individual o social no tenía que explicarse apelando a lo que ocurriese en otra dimensión. Al contrario: había que entender lo que ocurría aquí, para poder encausar nuestros pasos en lo sucesivo sin volver a cometer los mismos errores.

Los escribas de la generación de Ezra recuperaron este ideario, y así fue como nación un nuevo judaísmo, renovado tras el exilio, que sentó las bases de lo que es la identidad judía hasta el día de hoy.

Y todo, por la urgencia de encontrar una explicación satisfactoria —más allá del ramplón “es que D-os así quiso que sucediera”— a una catástrofe ocurrida en Tishá Beav.

Acaso una de las máximas manifestaciones de la resiliencia judía, fue la posibilidad de aprender a razonar en términos realmente históricos (y no mitológicos) como reacción a una desgracia que casi nos destruyó.

 


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